6 de enero del 2017
Estaba en Nueva Orleans y me
acababa de dejar mi mujer. Se había largado con un trompetista negro que tocaba
en uno de esos bares del Barrio Francés. Era rubia natural y se llamaba Lili
Benson. No hacía ni tres días que nos habíamos casado y estábamos en plena luna
de miel. Debió darse cuenta de que conmigo en la cama no llegaría a ninguna
parte. Por lo menos tuvo la deferencia de dejarme la mitad del dinero que
encontró en mi cartera. Tampoco me habría importado que se lo hubiera llevado
todo, aún me quedaba en el banco lo del único guión que había logrado vender a la Paramount. Pero
lo que más me dolió fue que perdí a una tía a punto de romperse de lo buena que
estaba. Tan buena que con ella debajo me resultaba imposible demorarme en el
trance. La muy zorra me dijo que el mejor remedio para tanta precocidad era
fumarse un porro antes de meterse en faena. Le dije que se lo fumara ella y me
plantó al instante. Me sentí algo peor que jodido. Esa es la verdad. Lo confieso. Y
es que la tía tenía unos ojos grandes y azules como océanos, y era alta como un
álamo. Además lucía un cuerpo cálido y confortable, sobre todo por la presencia
de un par de brevas dispuestas en un perpetuo mirar hacia el techo del mundo.
Salí
con ella tres semanas sin que me dejara disfrutar de uno solo de sus encantos.
Me dijo que era una chica chapada a la antigua y que antes había que pasar por
el juzgado y sacar la licencia. Me tenía tan ciego que le propuse una ceremonia en Las Vegas y
quince días de luna de miel en Nueva Orleans. Aceptó sin pestañear y al
principio todo fueron promesas de amor eterno. Hasta que llegó la noche de
bodas, claro, y ahí se acabó lo que se daba. Sobre
todo me molestó que al negro lo eximiera de cualquier ceremonia previa y lo
dejara meterse directamente en la cama, sin licencia matrimonial ni nada de
nada. Solo con la trompeta. Después llegarían las comparaciones, el cachondeo y
todo lo demás. Para mí fue como si las tribus del mundo se fijaran en mí de
repente y empezaran a reírse por el espectáculo ofrecido. Demasiado humillante
para mi vanidad.
Milagrosamente, al día siguiente de la fuga, me encontré a Dora
Malengo en la recepción del hotel. Después de tantos años sin vernos el efecto
fue demoledor para ambos. Había cambiado de peinado, pero en lo demás se
mantenía igual de solemne que siempre. En realidad era tan atractiva como Lili Benson,
pero en otro estilo. Quiero decir que Dora era de piel morena, tenía el pelo y
los ojos negros y uno de esos culos altos y firmes que mueven las brasileñas al
bailar la samba. No tenía nada que envidiar al de Lili. Hubo
un tiempo en que Dora y yo formábamos una pareja casi perfecta en todos los sentidos,
pero la vida quiso separarnos y para mí que ninguno de los dos fuimos
felices cada uno por su lado. Ella ha tenido un montón de hombres y yo un
sinfín de matrimonios. Dora me dijo que huía de un tipo que resultó
ser un mafioso de Las Vegas. Un tío mentiroso que le había prometido un papel
en una película de Hollywood. Me contó que huyó de él cuando se enteró de que lo
había detenido la policía. Se puso tan contenta cuando me vio en el hotel que a
los diez minutos ya estábamos metidos en la cama recordando viejos tiempos.
Aquello sí que era vida. Ninguna mujer del mundo es como Dora Malengo entre
sábanas. Con ella siempre me siento como si perteneciera a la liga de los hombres inmortales. Me refiero a que mi honor quedó plenamente reivindicado. Cuando le dije que había
conseguido vender un guión a la Paramount no se lo podía creer. Después me porté lo
mismo que el mafioso, es decir, le dije que movería ciertos hilos para que le
dieran un papel, aunque fuera un papel sin importancia. Le auguré que ella iría
subiendo en el escalafón por sus propios méritos.
Nos fuimos a San Pedro. Mi casa estaba metida casi en la playa, al lado de la casa de Hank y Linda. Dora estaba como
loca de contenta. No es que fuera una de esas mansiones a las que ella
estaba acostumbrada, pero le pareció tan acogedora que me dijo que era la casa de sus sueños. Por supuesto que no se emocionó cuando entró en la cocina, se puso realmente lívida, pero se tranquilizó cuando le informé de que una señora y su
hija se encargaban de toda esa vaina de la limpieza. La cara de Dora volvió a recuperar su color natural. El caso fue que del
dormitorio no salimos en varias horas. Lo dejamos cuando Linda llamó a la puerta
y tuve que bajar a ver qué demonios quería. Venía con el fin de invitarnos a una
cena en su casa. Me dijo que era costumbre ofrecérsela a los recién casados.
Así que nos duchamos y nos vestimos para ir de visita a casa de los vecinos. Vaya
cara que se les puso cuando vieron que la mujer que me acompañaba no era Lili. Ellos
esperaban a la rubia de veinte años que conocían y se encontraron con una
morena que ya había cumplido los treinta. Al principio, cuando nos vieron llegar desde la ventana, pensaron que Lili se había teñido el pelo. Sin embargo, no preguntaron
nada y cuando les presenté a Dora reaccionaron como si la conocieran de toda la vida. Claro que en
cuanto Hank abrió la primera botella de vino y echamos un par de tragos, les
puse al corriente de lo que había pasado con Lili. No pararon de reírse durante un buen rato. Sobre todo Hank. Menos mal que Linda me ayudó acusándole de lo
mismo cuando no había bebido lo suficiente. Nos aseguró que
Hank bebía no porque fuera un alcohólico, como todo el mundo pensaba, sino para
retrasar el desenlace hasta que ella diera por terminado el cónclave. También
nos dijo que cuando Hank estaba borracho de verdad tardaba tanto en terminar que le
resultaba bastante molesto y pesado hacerlo con él. Pero Hank no paraba de reírse y lo que quería era hablar de la trompeta del negro. Ni que decir tiene
que Hank y yo terminamos bastante bebidos. Sobre todo él, claro, que bebía al estilo cosaco, como si le faltara algo y la vida se le escapara por algún descosido del alma. Sin embargo, a la mañana siguiente, el muy cabronazo se levantaba como si tal cosa y se ponía a
escribir con esa lucidez que sólo se gastan los genios.
Hank
y Linda eran dos personas encantadoras. A Hank lo conocían en todo el mundo. Era
un escritor famoso y su casa siempre estaba llena de periodistas, biógrafos y
actores de cine con una tendencia algo más que notable a la priva. Si Hank ya pasaba de los sesenta, Linda acaba de cumplir los cuarenta y cinco, cuatro años y unos meses más que yo. Pero además de una gran persona, Linda era realmente mona,
una mujer interesante, así como Hank era feo como un demonio, pero tan buena gente
como ella. Hank tenía la cara horadada por unos cráteres de cierta importancia,
como picada de viruelas. Las señales le venían de su época de adolescente. Me
contó que había sufrido un acné terriblemente asqueroso, con unos
granos enormes y purulentos. Incluso llegaron a causarle un rechazo social de
lo más cruel. Al parecer un tratamiento acertó a quitarle toda esa mierda
y con el paso del tiempo sólo le quedaron las cicatrices. Hank, para colmo de males, no tenía cuello y su cara era como la de un mono. Más feo no podía ser. Sin
embargo, Linda lo quería como si fuera el príncipe del cuento de la Bella
Durmiente. Pero, aun así de feo, Hank era todo un Casanova entre las señoras de la
vecindad. Si bien exageraban lo suyo, las malas lenguas decían que se tiraba todo lo que se movía y que donde ponía el ojo ponía la bala. Demasiado bonito para ser cierto.
Tampoco a Dora le gustó a primera vista. Al principio le
repelía un poco, todo hay que decirlo, pero luego se acostumbró a él y le tomó mucho cariño. En cambio a mi Hank me pareció desde el principio un tipo de lo más normal. Eso sí, más feo que Picio, pero con un alma llena de sensibilidad y con un gran amor por la vida. Éramos vecinos desde hacía casi dos años y cuando llegué ya sabía quién era por las fotografías de las solapas de sus libros. Tambi
én había leído su biografía. Dora sin embargo no había leído
nada de él y esa misma noche, al volver a casa, le dejé un libro de relatos suyos. Se puso tan acelerada que me tuvo despierto hasta el alba. Tanto que empecé
a tener celos de Hank. Me dije que tendría que vigilar sus maniobras de
acercamiento y estar atento a cualquier gesto sospechoso de seducción. El muy
ladino se las sabía todas y Dora era un pastel demasiado apetitoso para dejar
tranquila su voracidad depredadora. Tuve que aprender a dormir con un ojo
abierto. Cuando hay mujeres en escena no suelo fiarme de la gente en general y
mucho menos de los amigos en particular. Me dije que lo mejor sería cambiarse
de casa. Una casa más en medio de la nada, es decir, sin negros trompeteros y otras aves rapaces al acecho. Tal vez en cualquier oasis del desierto de Gobi. Como muy
cerca.
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