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30 de diciembre de 2016

GEORGES SIMENON


Madrid, 29 de diciembre 2016

No hay mayor placer que terminar el año con una novela de Simenon en una mano y una copa de champán en la otra. Hubo un tiempo en que Simenon estuvo de moda, pero ahora lleva unos años desaparecido en favor de los suecos. Claro que las suecas son otra cosa y a ver quién se resiste a sus encantos rubios, y para mí que los escritores suecos se han colado a rebufo de aquellas vikingas doradas que nos trajo Fraga Iribarne, digo yo que para compensarnos de las bombas atómicas de Palomares y los ministros rezadores del Opus. Sin embargo, Simenon sigue siendo, después de Proust, el mejor escritor de Francia. Desde luego tiene una prosa limpia, ligera, sin escollos, como una pradera inglesa, es decir, sin apenas adjetivos y para leerse de corrido. Simenon escribía tal como decía Ezra Pound que había que escribir. Al menos eso fue lo que trató de enseñar a Hemingway sin que al pollo le aprovechara demasiado.
         Se lo dije a Simenon, que era belga, una vez que me lo encontré en París, sentado a un velador del “Café de Flore”. Me gustaría escribir tan limpio como usted, le solté a bocajarro, mientras robaba el segundo cruasán de una caja de metacrilato. También me gustaría ligar de la misma manera. Porque la vida de usted, monsieur Simenon, transcurre entre la cama y la máquina de escribir. Y eso que tampoco es usted un modelo de belleza masculina. No entiendo cómo las mujeres caían rendidas a sus pies en tales cantidades. Porque de aspecto siempre me pareció un hombre corriente. Tan corriente, por ejemplo, como un veterinario. Me pregunto cómo pudo ligar tanto y tan selecto. Tal vez sería por la cachimba, ese apéndice de carácter fálico que nació y murió con usted. 
En efecto, joven, como usted puede comprobar, sigo fumando en cachimba, y mi éxito con las muertas permanece intacto. O sea que sigue siendo el mismo que obtuve con las vivas. Sin embargo, no estoy bien visto por aquellos lares. Entre nosotros, los que mandan allí, usted ya me entiende, no quieren perdonarme que me tirara a la criada cuando mi señora se iba de compras. Y eso que ella lo comprendía y lo aceptaba por la cosa de librarse de mí y que fuera otra la damnificada. Bueno, pues eso no gusta por allí arriba y me lo refriegan por la cara cada vez que conviene. No les gustan las adicciones, ninguna de ellas, y uno era un adicto al sexo. Ya lo creo.
Pues bien, en cuanto a lo de escribir limpio todo es proponérselo y pasar la bayeta a conciencia después de la faena. A la prosa hay que desinfectarla como si fuera una casa, necesita de un buen zafarrancho de vez en cuando, sobre todo cuando la hemos sobrecargado de adjetivos y los verbos no son los acostumbrados. Al final, cuando uno aprende a escribir sencillo, se escribe sin mirar atrás, único modo de sacar adelante las seiscientas novelas que publiqué en vida.
Perdone, Georges, ¿tampoco miraba atrás después de tirarse a cada una de las cinco mil mujeres que se tiró? No crea nada de lo que dicen. Cinco mil son muchas mujeres. Incluso para mí. También son muchas las seiscientas novelas, ya lo sé, pero ahí están, todas de una pulcritud absoluta, casi sin tacha. Por cierto, ¿quiere saber el consejo que una vez me dio Somerset Maugham? Creo que estábamos en Montecarlo, tomando un par de martinis en la terraza del Hotel de París. Me dijo, mira Georges, un escritor debería arrojar a la papelera sus treinta primeras novelas.
 ¿Treinta novelas? Pero yo sólo he escrito diez.
Es igual, tírelas, por favor. Entonces le dije de muy mal humor, casi pierdo el control, que preferiría mil veces deshacerme de diez mujeres. Claro que por ese lado, si uno es exhaustivo, tampoco es que me salgan las cuentas. A decir verdad, si uno empezara a tirar cosas antes de tiempo, se quedaría vacío para siempre.
Apuesto, monsieur Simenon, que usted jamás tiró nada al contenedor de la basura, ni una novela ni tampoco una mujer. Por supuesto que no las tiré. Cuando conocí a Maugham ya llevaba escritas y publicadas más de cincuenta obras. En cuanto a las mujeres no sabría decirle hasta dónde llega la cuenta, pero nunca abandoné a ninguna de manera arbitraria. Siempre hubo una razón. 
         Después de aquella conferencia no he vuelto a ser el mismo. Por supuesto que Simenon sabía lo que decía y el consejo de Maugham habría sido oportuno de saberlo a los treinta años, ¿pero quién es el guapo que se atreve, después de tanto trabajo, a tirar por la borda la cosecha de más de dos décadas de escritura casi compulsiva?
         A Simenon volví a encontrarlo en el “Circle Bar, un bar de Nueva Orleans. Por aquella época había alquilado un apartamento durante tres meses para terminar mi última novela. Una novela que aún no ha sido publicada. Aquella noche cantaba Nina Simone en ese bar y andaba Simenon al acecho por si a la negra se le descosían los encajes y así entrarle sin miedo y por derecho. Pero la cosa no fue de su gusto por culpa de algunos imprevistos. Uno de esos imprevistos, tal vez el principal, fue que la cantante llevara de guardaespaldas a un gorila de Tulsa, Oklahoma, uno de esos tíos con el pelo teñido de rubio platino y con dos manos como sartenes de acero inoxidable.  
         O sea que simplemente nos dedicamos, Simenon y un servidor, a beber bourbon con hielo y a extasiarnos con los blues que ella cantaba. Sobre todo nos gustó mucho esa canción maravillosa que se llama “Lover man”. Después discutimos acerca de quién la cantaba mejor, si ella, la Simone, o la gran Billie Holiday. Personalmente me decanté por el desgarro y la sensibilidad de la segunda, Billie Holiday, que siempre me pareció, lo mismo que a la mayoría de los que saben, la reina del baile. Sin embargo, Simenon prefería la fuerza y la magia de Nina Simone. Decía algo así como que Billie Holiday daba la impresión de que se iba a poner a llorar en cualquier momento. Nina, en cambio, aseguraba él, nunca se deja vencer y transmite una energía especial, revitalizante, llenándote el alma de buenos presagios. Después hablamos de las demás y, en definitiva, ambos coincidimos en que nadie como las negras para cantar blues y otras coplas en ese estilo.
Sin embargo, mi última canción del año, la última que voy a escuchar, será “Return to me”, de lo más romántica, se lo juro, sobre todo si la canta Chris Isaak. Se lo dije el otro día a Dora Malengo, que por fin ha dado señales de vida, vía mensaje navideño, desde el Hotel Gritti de Venecia. Así es, mi querida Dora, te aseguro que sólo me siento un gran pensador cuando pienso en ti. Pues eso, que yo también deseo, mi amor, que tengas un año sin demasiados sobresaltos, tampoco que sea plano y aburrido, una cosa equilibrada, como para no morirse de pena y disfrutar de vez en cuando. Qué más se puede pedir.
          





13 de noviembre de 2016

OVIDIO
Diario

Marbella, 12 de noviembre

Un día soleado. Trabajo toda la mañana. A la una y media doy un paseo hasta el faro, como en la novela de Virginia Woolf. Compro el periódico por ver si trae alguna otra foto de Melania Trump. Por fin la Casa Blanca, después de casi tres siglos, se ilumina con la belleza de la mujer.  ¿Una “femme fatale” de la política? Daría cualquier cosa porque así fuera.
Almuerzo con los Dalton en el “Hogar del Pescador”. Hablamos acerca de la película de anoche en televisión: “Eyes Wade Shut”, de Stanley Kubrick. Ellos también la vieron. Como no está Dora Malengo, qué más quisiera yo, me decido por preguntar a Liza Dalton lo mismo que pregunta aquel playboy del baile, Sky du Mont, a Nicole Kidman: ¿Has leído, del poeta latino Ovidio, “El arte de amar”? Pienso que con una pregunta así se podría conquistar a todo un firmamento de mujeres. Pero me equivoco. Liza Dalton ni lo ha leído ni le interesan los poetas latinos ni sabe de qué va la vaina. Claro que tampoco Paul, su marido, consigue apelar a su erudición. Hace tiempo que he llegado a la conclusión de que todos los maridos se parecen. Igual que los chinos.
Sin embargo pongo sobre la mesa el mensaje de la película de Kubrick. Si bien primero trato de defender la importancia del autor de la historia, Arthur Schnitzler, un novelista austríaco. Su obra se titula “Relato soñado”, y en ella se inspira Kubrick para rodar la película. Pero reconozco que me gusta más la versión del cineasta, mucho más inteligente, aunque no tenga en su haber la imaginación creativa. La originalidad.
¿De qué estamos hablando? Obviamente del sexo en su versión más tentadora, es decir, del sexo furtivo, adulterino, aventurero y, por supuesto, peligroso hasta límites insospechados. Como en el caso del personaje masculino, hay que tener suerte para salir ileso de caer en tentación. También ella es compensada y tentada en sueños. Y es que el placer aumenta con la prohibición y el peligro. De ahí su atractivo.
Duermo la siesta hasta las seis de la tarde. Vuelvo al trabajo. A las diez suena el teléfono. Es mi amigo José Antonio de Guzmán. Me invita a cenar en “Los Bandidos”, un restaurante de Puerto Banús. Acepto encantado. Pero no me advierte que viene con dos mujeres colgadas del brazo. Una se llama Lili y la otra Fini. A mí me presenta como Roberto de Montesquiou. Tengo que hacer un esfuerzo titánico para aguantar la risa. Lili es una rubia de peluquería de barrio, el pelo corto y ralo y las orejas de soplillo. Lleva un vestido rosa que le deja los brazos al descubierto, pero me parecen tan delgados y fibrosos como los de una reina. Yo los prefiero algo más reborondos y descolgados. En cambio Fini es morena, de más encarnadura, y si no tuviera los ojos tan separados y la nariz tan chata se la podría considerársela como una mujer guapa. Pero no lo es. Fini es el amor momentáneo y circunstancial de José Antonio.
Nunca me lo perdonaré, pero caigo en la tentación de probar con Lili la eficacia de la frase . Me refiero a la frase de Sky du Mont a Nicole Kidman.
--¿Has leído, del poeta latino Ovidio, “El arte de amar”?
--José Antonio, a ver si resulta que tu amigo es un pervertido.
--Roberto, ¿qué les ha dicho?
--Sólo le he preguntado si ha leído el “Ars amandi”.
--Lo siento mucho, pero tenéis que perdonar a mi amigo, no en vano es de origen francés y ya se sabe cómo son los franceses.
--Pues la verdad es que para ser francés no tiene mucho acento –dice Fini, tratando de arrugar una nariz que casi no tiene.
O sea que me obligan a pedir perdón por no tener acento francés y, sobre todo, por lo de Ovidio y su arte amatoria. Así que José Antonio cambia el rumbo y nos habla de la elección de Donald Trump. Excepto yo, todos se sienten indignados, como si los americanos hubieran bailado sobre las tumbas de sus muertos. A poco me expulsan del cónclave cuando les digo que los excesos de Trump, si es que llegara a cometerlos, me servirían de entretenimiento. La vida es demasiado aburrida para despreciar a un personaje de tan alto voltaje.
--Ni gato ni perro de aquella color, como decía Quevedo --interviene José Antonio, siempre tan erudito y oportuno en cualquier materia que se discuta.
Creo que no se esfuerzan por comprenderme. ¿Pero qué importancia tiene que la política americana se precipite ahora en el “fauvismo”? En todo caso, siempre nos quedaría Melania.  ¿Habrá leído esta chica, del poeta latino Ovidio, “El arte de amar”? Me gustaría preguntárselo algún día. Lo que no sé es si ella concedería tal honor a un tipo que ni siquiera ha llegado a presidente de una comunidad de vecinos. Y es que los lectores de Ovidio nunca tuvimos demasiada suerte con las mujeres.








 

        
        
        
          







    


7 de noviembre de 2016

THOMAS MANN
Diario
Marbella 4 de noviembre

Compro un cuaderno en una papelería del casco antiguo. El cuaderno es de color verde, hoja cuadriculada y tapas duras. Lo necesito para apuntar lo más destacado del libro de Carlos Baker sobre la obra de Hemingway. En la Plaza de los Naranjos me encuentro con mi buen amigo Gedeón de Pasmos, que de sopetón me revela algo que no sabía: al parecer, Nella Larsen fue la cicerone de Lorca en Nueva York. Ustedes se preguntarán quién es esta mujer. Gedeón también me lo aclara: Nella Larsen es una escritora mulata de Harlem que escribió novelas de tan buena calidad literaria como, por ejemplo, “Passing”. Enseguida supuse que mi amigo Gedeón acababa de obtener este dato en el reverso de alguna caja de cerillas y, como digo, me lo suelta sin venir al caso y como a tenazón.
         Nos sentamos a una mesa de la plaza, pero después de todo no hablamos ni de Lorca ni de la señora Larsen, sino de dos cantantes: Anna Netrebco y Elina Garanca. Me dijo Gedeón que anoche se durmió mecido por el “Dúo de las flores”, que como ya saben ustedes forma parte de esa pieza inigualable de “Lakmé”, la ópera que compuso Leo Delibes. Desde luego el gusto musical de mi amigo es exquisito, así se lo digo, pero por introducir un punto de discordia le menciono otro “duettino”: me refiero a ese “Sull´aria… che soave zefiretto” del tercer acto de la “Boda de Fígaro”. No se lo toma con deportividad.
         Pues bien, después de un par de “negronis” terminamos hablando de homosexualidad y homosexuales. En mi turno contribuyo a la conversación mencionando los devaneos amorosos de Hemingway con algunos jovencitos casuales y no tan casuales. Sin embargo, me avergüenzo por no haber incluido en mi último libro su relación especial con Sidney Franklin, aquel torero de Brooklyn. También Gedeón me deja perplejo cuando me dice que el verdadero amor de Cary Grant no fue Grace Kelly, sino nada menos que Randolf Scott. ¡Qué gustos más raros se gastan algunos! También desconocía que Frank Sinatra encontrara a Ava Gardner, por entonces su mujer, retozando en la cama con Lana Turner. Lo que no me dice Gedeón es si el bueno de Frank se unió a la fiesta o prefirió esperar acontecimientos en el ambigú. Yo habría dado la mitad de mi reino por contemplar aquellos fuegos artificiales.
         Por la noche, después de un recorrido vertiginoso por todos los canales, elijo una de mis películas preferidas: “Gigi”, dirigida por Vincente Minnelli y protagonizada por Leslie Caron. Si no hubiera sido un musical habría sido perfecta. Yo creo que es el peor musical de la historia del cine, si bien la película en sí es deliciosa. ¿De qué trata? Pues nada menos que de la historia de un pederasta millonario que se enamora de una niña. En mi opinión Louis Jourdan está muy bien en el papel principal, es decir, en el de pederasta. Sin embargo la actuación de Maurice Chevalier, que hace de viejo verde, me parece verdaderamente patética, sobre todo cuando le da por cantar con ese estilo suyo tan pomposo como ridículo. De Leslie Caron es mejor guardar un decoroso silencio. Ni que decir tiene que no es mi Lolita preferida.
         Después de la película salgo a cenar con unos amigos. Elegimos el “Peperonccino”, un buen restaurante. Sublime la trufa blanca sobre los “espaguetis al estilo de Alfredo”. No hay nada en el mundo que iguale tan finísimo aroma. Durante la sobremesa hablamos de casi todo y también de casi nada, como habría dicho Julio Camba. No obstante, el tema estrella de la tertulia versó sobre el llanto de los hombres. ¿Los hombres no lloran o, por el contrario, resulta bueno para ellos soltar el moco de vez en cuando? Inteligentísima la intervención de mi buen amigo Miguel Delgado de la Serna al citar las palabras del general Schwarkopf: “los generales sólo lloran después de la batalla”. Y es que, como dijo Séneca, las lágrimas sosiegan el alma.
En mi caso confesé a los presentes que mi llanto se vuelve incontenible cuando pienso en Dora Malengo, tan cercana en mi memoria como lejana, lejanísima, de mis noches. ¿Noches florentinas? Mejor noches lúgubres, no tan románticas como las de Heine. Dora, amor, confiesa a corazón abierto, ¿qué haces perdida por esos mundos? Así que me decido a contarles la historia de mi desamor con Dora Malengo. Todos los hombres rompen a llorar. Sin embargo, advierto en las mujeres ciertos síntomas traicioneros de comprensión hacia la ausente. Es entonces cuando les digo que en “Los Buddenbrook”, esa magnífica novela de Thomas Mann, por la que le concedieron el Premio Nobel, el protagonista responde a la tragedia insistiendo en sus horas de acicalamiento. De modo que uno no tiene otra opción que apostar por la elegancia, el champán y la trufa blanca. Después del llanto, claro.



20 de octubre de 2016

PRINCIPE DE LIGNE
Diario, 19 de octubre

Esta mañana ha sonado el teléfono más de lo necesario. Por lo menos cuatro veces, pero ninguna llamada era de Dora Malengo. Aún así no me atrevo a dejarlo descolgado por si ella, en un arrebato caritativo, se apiada de mí. Uno, que está dispuesto a compartir con Dora todo lo que queda del día, como el mayordomo y el ama de llaves de la película, aún tiene la esperanza de ver su silueta al otro lado de la cancela.
Mientras tanto el trabajo que no cesa. Vuelvo a leer “Las verdes de colinas de África”, “Las nieves del Kilimanjaro” y “La vida corta y feliz de Francis Macomber”, las tres historias que Hemingway escribió sobre su primer safari en África. Aún trato de encontrar la excelencia que lo llevaron a conseguir el Premio Nobel de Literatura. No obstante, tras la ocurrencia de la Academia Sueca de concedérselo a Bob Dylan, creo que el de Hemingway queda desgraciadamente  más que justificado.
El sábado dormí en San Fernando. Sobre las diez, cuando me dirigía a Cádiz para cenar en “El Faro”, me vi encerrado en una calle por culpa de una carrera pedestre organizada por el ayuntamiento de esta localidad. Estuve más de una hora encerrado en el coche, viendo pasar sombras que corrían en calzoncillos. El agente municipal no supo resolver mi problema y la cena con mis amigos se fue al traste. Llegué a los postres. Todo sea por el refinamiento cultural de un pueblo tan pétreamente salinizado.
Después, durante un paseo nocturno por Cádiz, fui abroncado por otros dos agentes municipales que, delante de la catedral, me sorprendieron tocando unas piezas esculturales de Henry Moore. Les expliqué que hay esculturas que precisan de dos sentidos, la vista y el tacto, para ser admiradas en su plenitud. Sin embargo, estaba prohibido tocarlas y debieron tomarme por un gamberro, ya que en su mirada presentí unas ganas irrefrenables de encerrarme en alguna mazmorra. Les dije que hicieran de mí lo que quisieran, excepto llevarme en presencia de don Kichi, el excelentísimo alcalde de la ciudad. No hubiera podido soportar la luz cegadora de sus ojos, más ese glamur y donosura aristocráticos que envuelven toda su persona, desde la permanente hasta los coturnos de bailarín de claqué.
Ninguna noche he dejado de leer al príncipe de Ligne, cuyos aforismos siempre me reconfortan, además de advertirme que para un escritor la imaginación lo es todo y que se suele activar simplemente al cruzarse uno de brazos. Tanto lo he leído que, que sólo por corresponder a mi interés, el príncipe, ayer mismo, ha tenido a bien hacerme una visita de lo más oportuna a la hora del almuerzo. Hemos comido aguacates, salmón marinado y filetes rusos con puré de patatas. Era la primera vez que mi invitado probaba los rusos. El nombre le hizo tanta gracia que se pasó la sobremesa hablándome de Catalina la Grande, a quien acompañó en su visita a la península de Táuride, una vez que los rusos se la arrebataran a los turcos. Claro que este nuevo zar de hoy llamado Vladimir Putin, surgido de los burdeles estalinistas del KGB, acaba de robársela a los ucranianos ante las narices atónitas de Occidente. El príncipe de Ligne, que era íntimo de Catalina, no paraba de sonreír ante esa figura ridículamente napoleónica que de momento es efigie de veneración para el pueblo ruso. 
Después del tercer café, el príncipe me contó que un día la emperatriz le preguntó acerca de cómo se la imaginaba antes de conocerla. El príncipe le contestó que siempre había creído que era grande, fuerte, con los ojos como estrellas y con un gran culo. Bueno, pues no lo envió a Siberia. Ella aceptó la broma de buen grado y se supo que de vez en cuando se reía a solas acordándose de la respuesta.
Hablando de culos, no hay como leer a Bukowski para pensar que la vida es un enorme trasero de mujer. Lo digo porque antes de cenar se me antojó leer uno de sus cuentos, aquel que se titula “De cómo aman los muertos”. Son varias historias distintas con el mismo personaje, el propio Bukowski, claro está. En todas salen prostitutas, hay exceso de sexo, alcohol y violencia. El día que Dora viva conmigo, alguna noche, no todas, le leeré uno de estos relatos tan rebosantes de vida y esperanza. La literatura no termina en Marcel Proust, aunque muchas veces haya pensado todo lo contrario. Como decía Baudelaire, tenemos derecho a contradecirnos cuantas veces nos apetezca. El derecho a contradecirse forma parte de toda esa lista de derechos que la izquierda política esgrime tanto como elude cuando gobierna. De modo que hoy me corresponde un instante de contradicción. Ya veremos mañana.