THOMAS MANN
Diario
Marbella 4 de noviembre
Compro un cuaderno en una
papelería del casco antiguo. El cuaderno es de color verde, hoja cuadriculada
y tapas duras. Lo necesito para apuntar lo más destacado del libro de Carlos
Baker sobre la obra de Hemingway. En la Plaza de los Naranjos me encuentro con
mi buen amigo Gedeón de Pasmos, que de sopetón me revela algo que no sabía: al
parecer, Nella Larsen fue la cicerone de Lorca en Nueva York. Ustedes se
preguntarán quién es esta mujer. Gedeón también me lo aclara: Nella Larsen es
una escritora mulata de Harlem que escribió novelas de tan buena calidad
literaria como, por ejemplo, “Passing”. Enseguida supuse que mi amigo Gedeón
acababa de obtener este dato en el reverso de alguna caja de cerillas y, como digo,
me lo suelta sin venir al caso y como a tenazón.
Nos sentamos a una mesa de la plaza, pero después de todo no hablamos ni de Lorca ni de la señora Larsen, sino de dos cantantes: Anna Netrebco y Elina Garanca. Me dijo Gedeón que anoche se durmió mecido por el “Dúo de las flores”, que como ya saben ustedes forma parte de esa pieza inigualable de “Lakmé”, la ópera que compuso Leo Delibes. Desde luego el gusto musical de mi amigo es exquisito, así se lo digo, pero por introducir un punto de discordia le menciono otro “duettino”: me refiero a ese “Sull´aria… che soave zefiretto” del tercer acto de la “Boda de Fígaro”. No se lo toma con deportividad.
Nos sentamos a una mesa de la plaza, pero después de todo no hablamos ni de Lorca ni de la señora Larsen, sino de dos cantantes: Anna Netrebco y Elina Garanca. Me dijo Gedeón que anoche se durmió mecido por el “Dúo de las flores”, que como ya saben ustedes forma parte de esa pieza inigualable de “Lakmé”, la ópera que compuso Leo Delibes. Desde luego el gusto musical de mi amigo es exquisito, así se lo digo, pero por introducir un punto de discordia le menciono otro “duettino”: me refiero a ese “Sull´aria… che soave zefiretto” del tercer acto de la “Boda de Fígaro”. No se lo toma con deportividad.
Pues bien, después de un par de “negronis” terminamos
hablando de homosexualidad y homosexuales. En mi turno contribuyo a la
conversación mencionando los devaneos amorosos de Hemingway con algunos jovencitos casuales
y no tan casuales. Sin embargo, me avergüenzo por no haber incluido en mi último libro
su relación especial con Sidney Franklin, aquel torero de Brooklyn. También
Gedeón me deja perplejo cuando me dice que el verdadero amor de Cary Grant no fue
Grace Kelly, sino nada menos que Randolf Scott. ¡Qué gustos más raros se gastan
algunos! También desconocía que Frank Sinatra encontrara a Ava Gardner, por
entonces su mujer, retozando en la cama con Lana Turner. Lo que no me dice Gedeón
es si el bueno de Frank se unió a la fiesta o prefirió esperar acontecimientos en
el ambigú. Yo habría dado la mitad de mi reino por contemplar aquellos fuegos
artificiales.
Por la noche, después de un recorrido vertiginoso por todos
los canales, elijo una de mis películas preferidas: “Gigi”, dirigida por Vincente Minnelli y protagonizada por Leslie Caron.
Si no hubiera sido un musical habría sido perfecta. Yo creo que es el peor
musical de la historia del cine, si bien la película en sí es deliciosa. ¿De
qué trata? Pues nada menos que de la historia de un pederasta millonario que se
enamora de una niña. En mi opinión Louis Jourdan está muy bien en el papel principal,
es decir, en el de pederasta. Sin embargo la actuación de Maurice Chevalier,
que hace de viejo verde, me parece verdaderamente patética, sobre todo cuando
le da por cantar con ese estilo suyo tan pomposo como ridículo. De Leslie Caron
es mejor guardar un decoroso silencio. Ni que decir tiene que no es mi Lolita
preferida.
Después de la película salgo a cenar con unos amigos. Elegimos
el “Peperonccino”, un buen restaurante. Sublime la trufa blanca sobre los
“espaguetis al estilo de Alfredo”. No hay nada en el mundo que iguale tan
finísimo aroma. Durante
la sobremesa hablamos de casi todo y también de casi nada, como habría dicho
Julio Camba. No obstante, el tema estrella de la tertulia
versó sobre el llanto de los hombres. ¿Los hombres no lloran o, por el contrario,
resulta bueno para ellos soltar el moco de vez en cuando? Inteligentísima la
intervención de mi buen amigo Miguel Delgado de la Serna al citar las palabras
del general Schwarkopf: “los generales sólo lloran después de la batalla”. Y es
que, como dijo Séneca, las lágrimas sosiegan el alma.
En
mi caso confesé a los presentes que mi llanto se vuelve incontenible cuando
pienso en Dora Malengo, tan cercana en mi memoria como lejana, lejanísima, de
mis noches. ¿Noches florentinas? Mejor noches lúgubres, no tan románticas como
las de Heine. Dora,
amor, confiesa a corazón abierto, ¿qué haces perdida por esos mundos? Así que me decido
a contarles la historia de mi desamor con Dora Malengo. Todos los hombres rompen a llorar.
Sin embargo, advierto en las mujeres ciertos síntomas traicioneros de
comprensión hacia la ausente. Es entonces cuando les digo que en “Los
Buddenbrook”, esa magnífica novela de Thomas Mann, por la que le
concedieron el Premio Nobel, el protagonista responde a la tragedia insistiendo
en sus horas de acicalamiento. De modo que uno no tiene otra opción que apostar
por la elegancia, el champán y la trufa blanca. Después del llanto, claro.
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