DIARIO
Anoche soñé que tomaba el té
con Virginia Woolf, una de las pocas escritoras que, por mucho que relea sus
novelas, siempre logra sorprenderme. Ella estaba acompañada de sus amigos de
Bloomsbury: Roger Fry, Lytton Strachey, E.M. Forster, Otoline Morrel, Duncan Grant,
Dora Carrington, Vanessa Bell, hermana de Virginia, y también estaba su marido,
Leonard Woolf, muy callado él, con las uñas enlutadas por andar con la tierra
de las glicinas y buganvillas del jardín, y , eso sí, siempre muy pendiente de su mujer, como un guardián entre el centeno. Estábamos en
el jardín de su casa de Richmond, un jardín que era el orgullo de Leonard, mientras
de fondo sentíamos el rumor de las máquinas de la Hogarth Press, tan
literarias.
Sin embargo, yo tenía la
sensación de que era invisible, como si fuera un cuerpo ausente, muy lejos físicamente
de todo aquel grupo de amigos que se divertían con sus bromas y el ingenio de
sus comentarios. Quiero decir que ninguno de ellos advirtió mi presencia ni
sabía que estaba allí, invisible, ya les digo, pero les aseguro que yo estaba
presente, terriblemente consciente, incluso fui capaz de
llamarlos a todos por sus nombres, sin equivocarme.
Ya sé que aquella era una
reunión de muertos, pero al principio pensé que ellos no lo sabían, pues hablaban
como si todavía creyeran que estaban en este mundo. En realidad, comentaban acerca
de la nueva obra de Virginia, “Al faro”, una de sus mejores novelas, por lo
menos desde mi punto de vista. Sin embargo, parecía que allí aún nadie la había
leído, ni siquiera su marido, Leonard, que era el editor. Pensé que sólo
Virginia y yo sabíamos de qué iba la historia con conocimiento de causa.
A decir verdad, me sentí un
privilegiado dentro del grupo, pero, como digo, nadie se dio cuenta de que yo
estaba allí y mis elogios a la obra no servían de nada y Virginia actuaba como
si yo no existiera. No obstante, aún tenía mi taza de té delante de mí y un buen trozo
de “plum-cake”.
Curiosamente, la única que
me veía era la criada, una tal Betsy, y como yo le dije que el pastel estaba
riquísimo, ella me dio las gracias y me hizo una reverencia y enseguida,
agradecida, se puso a cortarme otro trozo y, lo que es peor, a darme la receta.
Allí todo el grupo parecía
muy interesado por la nueva novela de la Woolf y la Woolf sin querer soltar
prenda de cómo iba la historia, y un servidor, para su desgracia, de cháchara con la
criada. Claro que en cuanto pude traté de intervenir como un desesperado y
empecé a gritar a los cuatro vientos que se trataba de una novela deliciosa,
sensible, llena de un lirismo sutil, pero les juro que ni me veían ni me oían ni mucho menos me escuchaban, y aquella chica, Betsy, dale que dale con los
pormenores de la receta, que si tanto de harina, que si media docena de huevos
y no se olvide de poner azúcar moreno, mantequilla, miel, nueces, pasas, frutas
confitadas, levadura y, lo más importante, arréele un buen latigazo de ron, maldita
sea, sin contemplaciones ni monsergas. No me sea usted tan maricón como todos éstos,
me dijo, sobre todo como el de las barbas de chivo, un tiquismiquis de lo más
raro para la comida y para todo, refiriéndose a Lytton Starchey.
La verdad, no sé qué podía
hacer ante una situación que por lo insólita me desbordaba, sin entrever al
menos una salida airosa. Yo trataba de hacerme presente en una tertulia que me
parecía sumamente interesante, ya que me sabía en posesión de la mayoría de las
claves del tema abordado. No en vano había leído, como digo, la novela que se debatía, “Al faro”, por lo menos un par de veces.
Sin embargo, allí el que
llevaba la voz cantante era Lytton, el de las barbas de chivo, sin la
posibilidad de que alguien lo callara siquiera unos instantes, mas creo
que la mayoría de los presentes le guardaba un respeto casi reverencial, sobre
todo Virginia. Incluso percibí que el respeto no era tal respeto, no señor,
sino puramente miedo. Sí, en efecto, había algo de miedo en los ojos de
Virginia Woolf al entregarle el manuscrito a Lytton, el gran pope del grupo, el gran gurú,
Lytton Strachey, quien a la sazón seguía sentado sobre un flotador rojo,
aislante hemorroidal, ya que ni siquiera la muerte había conseguido aliviarlo
de sus pruritos anales, dicho esto con sumo respeto y sin ánimo de señalar ni
de levantar viejas ampollas, con perdón.
Ahora todo el mundo sabe en realidad que la
opinión de Lytton siempre fue crucial para Virginia Woolf. Incomprensiblemente,
ella jamás estuvo segura del valor de su obra hasta que él daba el visto bueno
y, por añadidura, algo así como media docena de bendiciones.
Pero lo que no se imagina
nadie es que, una vez muertos, todos los jóvenes intrépidos de Bloomsbury
continúan celebrando sus aquelarres de siempre, fingiendo que están vivos y siguiendo
en la idea de que son los niños mimados de la vanguardia británica, la única
vanguardia. Quiero decir que reproducen tal cual todas sus conversaciones de
cuando estaban vivos, palabra por palabra. Reconozco que no me di cuenta de
esta circunstancia hasta que, una vez terminada la ceremonia del té, nos
levantamos para dar un paseo por el campo y, al llegar al río, Virginia Woolf
nos relató su suicidio tal como ocurrió,
sin guardarse nada para ella, tal vez con la frialdad que tan sólo un muerto puede exhibir.
La verdad, no sé como esa
chica pudo resistir la cuchillada del agua helada en su piel, metiéndose, gota
a gota, por cada uno de sus poros, congelándolos como carámbanos. Cualquiera
habría reaccionado de inmediato y habría tratado de salirse de aquel río, pero
ella dijo que la corriente era muy fuerte y que si bien luchó desesperadamente
para volver a la superficie no lo consiguió, incluso se deshizo de las piedras
con que había llenado los bolsillos del abrigo. Pero también nos dijo que ella
conocía muy bien la naturaleza implacable de las corrientes de aquella zona del
río, que lo tenía todo muy bien estudiado y que sabía de antemano que, una vez
sumergida, no habría posibilidad alguna de volverse atrás.
Un relato de lo más macabro,
ya lo sé, pero así pude saber que todos ellos estaban al tanto de su situación
de muertos, y que lo único que tenían por delante era el pasado y que su
felicidad consistía en volver a vivir tal cual los buenos momentos, como todos aquellos
que pasaron en el jardín de Leonard y Virginia Woolf, hablando de sus libros.
Esa era la razón de que a
Betsy, la criada, imprescindible para la intendencia de todos aquellos jóvenes
consentidos por la Historia, le saliera tan exquisito su blum-cake de media
tarde y tan orgullosa estuviera ella de que alguien, aunque fuera un intruso
vivo y mundano como yo, se lo alabara tan sinceramente y, como el que no quiere
la cosa, se comiera otro buen trozo y aquí paz y después gloria.
Naturalmente, ahora no hago
otra cosa que preguntarme por qué narices sólo pude hablar con Betsy y por qué
ella fue la única que advirtió mi presencia y los demás o no me vieron o no
quisieron verme o me ignoraron a propósito. Y, la verdad, no sé si quiero
conocer la respuesta.
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