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27 de julio de 2014

VIRGINIA WOOLF


Sábado 26 de julio del 2014
DIARIO

Anoche soñé que tomaba el té con Virginia Woolf, una de las pocas escritoras que, por mucho que relea sus novelas, siempre logra sorprenderme. Ella estaba acompañada de sus amigos de Bloomsbury: Roger Fry, Lytton Strachey, E.M. Forster, Otoline Morrel, Duncan Grant, Dora Carrington, Vanessa Bell, hermana de Virginia, y también estaba su marido, Leonard Woolf, muy callado él, con las uñas enlutadas por andar con la tierra de las glicinas y buganvillas del jardín, y , eso sí, siempre muy pendiente de su mujer, como un guardián entre el centeno. Estábamos en el jardín de su casa de Richmond, un jardín que era el orgullo de Leonard, mientras de fondo sentíamos el rumor de las máquinas de la Hogarth Press, tan literarias.
Sin embargo, yo tenía la sensación de que era invisible, como si fuera un cuerpo ausente, muy lejos físicamente de todo aquel grupo de amigos que se divertían con sus bromas y el ingenio de sus comentarios. Quiero decir que ninguno de ellos advirtió mi presencia ni sabía que estaba allí, invisible, ya les digo, pero les aseguro que yo estaba presente, terriblemente consciente, incluso fui capaz de llamarlos a todos por sus nombres, sin equivocarme.
Ya sé que aquella era una reunión de muertos, pero al principio pensé que ellos no lo sabían, pues hablaban como si todavía creyeran que estaban en este mundo. En realidad, comentaban acerca de la nueva obra de Virginia, “Al faro”, una de sus mejores novelas, por lo menos desde mi punto de vista. Sin embargo, parecía que allí aún nadie la había leído, ni siquiera su marido, Leonard, que era el editor. Pensé que sólo Virginia y yo sabíamos de qué iba la historia con conocimiento de causa.
A decir verdad, me sentí un privilegiado dentro del grupo, pero, como digo, nadie se dio cuenta de que yo estaba allí y mis elogios a la obra no servían de nada y Virginia actuaba como si yo no existiera. No obstante, aún tenía mi taza de té delante de mí y un buen trozo de “plum-cake”.
Curiosamente, la única que me veía era la criada, una tal Betsy, y como yo le dije que el pastel estaba riquísimo, ella me dio las gracias y me hizo una reverencia y enseguida, agradecida, se puso a cortarme otro trozo y, lo que es peor, a darme la receta.
Allí todo el grupo parecía muy interesado por la nueva novela de la Woolf y la Woolf sin querer soltar prenda de cómo iba la historia, y un servidor, para su desgracia, de cháchara con la criada. Claro que en cuanto pude traté de intervenir como un desesperado y empecé a gritar a los cuatro vientos que se trataba de una novela deliciosa, sensible, llena de un lirismo sutil, pero les juro que ni me veían ni me oían ni mucho menos me escuchaban, y aquella chica, Betsy, dale que dale con los pormenores de la receta, que si tanto de harina, que si media docena de huevos y no se olvide de poner azúcar moreno, mantequilla, miel, nueces, pasas, frutas confitadas, levadura y, lo más importante, arréele un buen latigazo de ron, maldita sea, sin contemplaciones ni monsergas. No me sea usted tan maricón como todos éstos, me dijo, sobre todo como el de las barbas de chivo, un tiquismiquis de lo más raro para la comida y para todo, refiriéndose a Lytton Starchey.   
La verdad, no sé qué podía hacer ante una situación que por lo insólita me desbordaba, sin entrever al menos una salida airosa. Yo trataba de hacerme presente en una tertulia que me parecía sumamente interesante, ya que me sabía en posesión de la mayoría de las claves del tema abordado. No en vano había leído, como digo, la novela que se debatía, “Al faro”, por lo menos un par de veces.  
Sin embargo, allí el que llevaba la voz cantante era Lytton, el de las barbas de chivo, sin la posibilidad de que alguien lo callara siquiera unos instantes, mas creo que la mayoría de los presentes le guardaba un respeto casi reverencial, sobre todo Virginia. Incluso percibí que el respeto no era tal respeto, no señor, sino puramente miedo. Sí, en efecto, había algo de miedo en los ojos de Virginia Woolf al entregarle el manuscrito a Lytton, el gran pope del grupo, el gran gurú, Lytton Strachey, quien a la sazón seguía sentado sobre un flotador rojo, aislante hemorroidal, ya que ni siquiera la muerte había conseguido aliviarlo de sus pruritos anales, dicho esto con sumo respeto y sin ánimo de señalar ni de levantar viejas ampollas, con perdón.
 Ahora todo el mundo sabe en realidad que la opinión de Lytton siempre fue crucial para Virginia Woolf. Incomprensiblemente, ella jamás estuvo segura del valor de su obra hasta que él daba el visto bueno y, por añadidura, algo así como media docena de bendiciones.
Pero lo que no se imagina nadie es que, una vez muertos, todos los jóvenes intrépidos de Bloomsbury continúan celebrando sus aquelarres de siempre, fingiendo que están vivos y siguiendo en la idea de que son los niños mimados de la vanguardia británica, la única vanguardia. Quiero decir que reproducen tal cual todas sus conversaciones de cuando estaban vivos, palabra por palabra. Reconozco que no me di cuenta de esta circunstancia hasta que, una vez terminada la ceremonia del té, nos levantamos para dar un paseo por el campo y, al llegar al río, Virginia Woolf nos relató  su suicidio tal como ocurrió, sin guardarse nada para ella, tal vez con la frialdad que tan sólo un muerto puede exhibir.
La verdad, no sé como esa chica pudo resistir la cuchillada del agua helada en su piel, metiéndose, gota a gota, por cada uno de sus poros, congelándolos como carámbanos. Cualquiera habría reaccionado de inmediato y habría tratado de salirse de aquel río, pero ella dijo que la corriente era muy fuerte y que si bien luchó desesperadamente para volver a la superficie no lo consiguió, incluso se deshizo de las piedras con que había llenado los bolsillos del abrigo. Pero también nos dijo que ella conocía muy bien la naturaleza implacable de las corrientes de aquella zona del río, que lo tenía todo muy bien estudiado y que sabía de antemano que, una vez sumergida, no habría posibilidad alguna de volverse atrás.
Un relato de lo más macabro, ya lo sé, pero así pude saber que todos ellos estaban al tanto de su situación de muertos, y que lo único que tenían por delante era el pasado y que su felicidad consistía en volver a vivir tal cual los buenos momentos, como todos aquellos que pasaron en el jardín de Leonard y Virginia Woolf, hablando de sus libros.
Esa era la razón de que a Betsy, la criada, imprescindible para la intendencia de todos aquellos jóvenes consentidos por la Historia, le saliera tan exquisito su blum-cake de media tarde y tan orgullosa estuviera ella de que alguien, aunque fuera un intruso vivo y mundano como yo, se lo alabara tan sinceramente y, como el que no quiere la cosa, se comiera otro buen trozo y aquí paz y después gloria.

Naturalmente, ahora no hago otra cosa que preguntarme por qué narices sólo pude hablar con Betsy y por qué ella fue la única que advirtió mi presencia y los demás o no me vieron o no quisieron verme o me ignoraron a propósito. Y, la verdad, no sé si quiero conocer la respuesta.

21 de julio de 2014

KIM NOVAK, DIONISIO AREOPAGITA Y OTROS COMPAÑEROS MÁRTIRES


Domingo, 20 de julio del 2014
DIARIO

Se me reverberan las asíntotas después de meterme en discursos con Eugenio Trías, Dionisio Areopagita y otro tipo de lo más heterodoxo que ahora les presento. Así es. Ocurre que me he pasado la noche del sábado-noche flipando con sus letanías y esas ideas perlimperlambréticas que se gasta esta gente pensadora, que me parecen, ya lo creo, de mucho provecho espiritual y de gran cultura. La verdad es que yo a san Dionisio lo conozco porque más de una vez me lo ha traído a casa el fronterizo de Eugenio Trías, que en paz descanse.
El caso es que la noche primero se metió en naipes y cinticas de güisqui y después vino el coloquio/seminario, un rollo en toda regla, pero de mucha profundidad, si es que existe la profundidad y todo eso. También conocí, por mediación de Trías, al gran Basílides, que ha vivido veinte años en Alejandría, un pibe este Basílides de lo más legal y un gran fumador de puros y como que le priva la frasca.
No obstante, una vez que a las cartas me desplumaron sin conciencia ni sentimientos cristianos, la noche se abrió, como digo, en disquisiciones acerca de esas cosas tan difíciles de entender que tiene la filosofía y todo ese rollo de la intelectualité. Después, como que hay Dios, rezamos unas piezas de misal y nos fuimos cada uno a su cama que ya clareaba y, no es por nada, joder, pero la mañana de hoy domingo, a pesar de que es verano, de principio se ha desatado algo fresca y con un biruji que no vean.
         ¿De qué hablaron estos señores?, me preguntarán ustedes.
         Pues ahora como que no caigo, ya que apenas me enteraba de lo que discutían, o sea que no pillaba lo que se dice ni papas, por escribir a lo moderno. No obstante, me pareció que durante un rato estuvieron hablando de Dios, como si tal cosa. Unas horas, estas del alba, que siempre me parecieron muy religiosas, tanto para los curas como para los que llegan bebidos y necesitan de meterse en trascendencias.
Y me parece que fue Trías quien dijo algo parecido a que Dios, aquí abajo, en lo que él llamó el “cerco del aparecer”, no puede ser nombrado ni es nada de nada ni cosa que tenga algún significado y, que de estar en alguna parte, está más allá de lo que se pueda decir, concebir, razonar y de todo lo que podamos atribuirle. Se refería a que, en todo caso, Dios está del otro lado de la frontera, más allá del límite, o sea que se trata de un ser limítrofe, decía él, como al otro lado del Pecos. Pero lo curioso es que, al parecer, ni siquiera podemos pensar de Él que es un ser bueno, verdadero, sublime, superguay y cosas así, joder, que esto sí que es fuerte.
Sin embargo, lo mejor fue cuando el Areopagita se puso de lo más fino y nos soltó que, como mucho, sería posible hablar de Dios por "via negationis", es decir, que a Dios, por ser más exactos, se le podían achacar cosas de lo más negativas, cosas tales como que es el abismo, las tinieblas y lindezas por el estilo. Pero lo bueno es que quien esto dijo era, como digo, San Dionisio, ¡un santo!, obispo que fue de París, pues ya saben ustedes cómo son estos franceses, siempre dando la nota existencial y sartriana, los muy cabrones.
         Pero, claro, el güisqui empezaba a surtir efecto en los entresijos de estas grandes cabecitas pensantes y va el amigo Basílides y, soltándose el pelo, como si tal cosa, nos larga una andanada por seguir con el rollo de la “negationis”, que empezaba a ponerse de moda. La verdad es que yo me quedé petrificado cuando va el tío, me refiero a Basílides, y nos dice que había pensado muy bien en la idea de que Dios fuese, tal vez, un “no ser”, una “nada” y que, en tal caso, habría que concebir la “creación”, y aquí viene lo bueno, como una “creatio ex nihilo”, es decir, que el mundo podía haber sido creado o revelado o emanado desde esa “nada”, y que esta “nada” era la misma esencia de Dios.
No obstante, como uno ya levitaba sobre el humo de los puros y los aromas del güisqui, ahora no sabría decirles quién de los tres citó de lleno a San Buenaventura, con dos cojones, pero el caso es que los tres se santiguaron al oír ese nombre, aunque todos estuviesen muertos y no les sirviera de nada. Y uno de ellos explicó, creo que vino de la parte de ese tal Basílides, que San Buenaventura estaba en que el conocimiento imperfecto de Dios engendra en el alma una sed permanente de verdad y de amor, algo parecido al “eros”, con perdón, que no es como para dudar de la palabra y pensar en amoríos de culebrón mejicano y así. Pero eso mismo pensaba Platón, seguía el tío con su rollo, de las almas desterradas de la patria de las ideas. Todo esto y un poco más lo escribió San Buenaventura, según me explicaron, en un libro que tituló “Itinerarium mentis Deum” (Itinerario de la mente hacia Dios).
Menos mal que, como siempre que hay hombres que beben en la noche, se termina hablando de mujeres y cosas así. Pero eso fue idea del amigo Trías, que empezó con el rollo interminable de Vértigo y de la Kim Novak, joder, que ya sabemos que está buenísima en color y que a James Stewart lo lleva por la calle de los tormentos con la terrible duda metódica de si ella es o no es la tal Madeleine, o se trata de Carlota Valdés, la bella Carlota, la difunta Carlota y su pelito rubio de moño acaracolado y el marido falso que era un timador.  Este Trías, hay que ver, es que no deja pasar ocasión para hablar de Vértigo, su película preferida y hasta tiene escrito un libro acerca del tema. Y todos ellos dijeron que James Stewart, en la cinta, presenta síntomas de una impotencia floreciente y que al muy cabrón sólo se le levanta con las muertas teñidas de rubio platino, por lo que le tildaron de necrófilo, hortera, fetichista y algo maricón, que nunca está de más.
Pues bien, yo es el caso que al llegar a lo de la película de Hitchcock empecé mi alunizaje particular y les juro que apenas me enteré del trasfondo de lo que allí se decía ni nada de nada. O sea que no he sido capaz de dormir en toda la mañana y he pasado el domingo como fuera de mí, en otro plano dimensional, mientras me martilleaban en la sesera las palabras enfebrecidas de estos tres santos/filósofos, que eran como campanadas de bronce anunciando la misa de doce de don Aniceto, en San Francisco, que es la que a mí me corresponde y que ya no la echan desde que Manolete, el sacristán, se quitó el roquete y el bonete y volteó las matracas a destiempo y como que esas no eran horas. En traje marrón.


13 de julio de 2014

HEIDEGGER


San Marcial, 13 de julio del 2014
DIARIO


Hoy como es domingo me he levantado religioso y me he puesto a leer, como si fuera un misal, en el primer libro que he encontrado de Heidegger. Todo el mundo cree que Heidegger es ateo y como que sólo cree en la existencia y cosas así, pero eso no es cierto porque Heidegger cree en el Ser o se pregunta por el Ser, que viene  a ser lo mismo. En lo único en que Heidegger no cree es en eso de la fe cristiana como vehículo para pensar la metafísica. Se puede tener toda la fe que uno quiera, cómo no, pero a la hora de llegarse a la metafísica y hacer metafísica hay que dejarla colgada en el perchero de la entrada, junto al abrigo y al sombrero, de cuando se llevaban los sombreros. A la metafísica hay que atacarla con tan sólo las armas de la razón, que están ya muy limitadas en su alcance como previno Kant en su Crítica, pero por eso mismo se hace la cosa mucho más interesante y el mérito del pensador es de mayor enjundia y así es como uno va para premio Nobel y para que te alfombren de claveles la Gran Vía, que es lo que cantaba Celia Gámez mucho antes de lo del Ser y la Nada.
Los escolásticos construyeron todas sus teorías filosóficas en el sentido de ir acomodándolas hábilmente a su creencia inalienable de Dios, pero Heidegger enseguida se dio cuenta, durante su paso fugaz por la Escolástica, de que eso era algo así como hacer trampas en el juego y que lo más deportivo era llegar al Ser mediante los mecanismos limpios y puros de la razón, un instrumento muy oxidable si no se usa, aunque no nos lleve de por sí a ninguna parte y sólo nos sirva, como dice Heidegger, para andar por casa y hacer la colada, que no es poco.
Pues bien, como hoy es domingo, yo le rezo a Dios abrevando en ese breviario breve y sacerdotal que es, por ejemplo, la conferencia de Heidegger sobre el tiempo, donde explica, como también lo hiciera en su “Carta sobre el humanismo”, todo lo que nos dijo, que fue mucho y complicado, en “El ser y el tiempo”, esa obra fantástica y monumental que conmovió los cimientos de la metafísica y que muchos no le perdonaron por meterse después a nazi, que eso siempre estuvo muy mal visto entre los filósofos. En realidad, la intelectualité filosófica no hace otra cosa, desde hace décadas, que preguntarse por cómo a un hombre tan sabio como Heidegger pudo entrarle esa ventolera de hacerse nazi y hasta sacarse el carné de socio por si las flais.
Sin embargo, me reconforta saber que  Heidegger se ocupó, un suponer, de eso que él llamó “la caída”, un tema que a mí me gusta mucho y que tantas reminiscencias bíblicas contiene. Y eso es, precisamente, la caída, lo que a mí me ha animado al rezo de esta mañana, es decir, el hecho de que Heidegger utilice esa cosa del “ser-ahí”, que es uno de sus conceptos más famosos, para decirnos que hemos sido arrojados en el tiempo, de cabeza y sin salvavidas y sin un manual de instrucciones, y ese es nuestro principal problema por si fuera poco.
¿Pero qué carajo es el tiempo?
Entonces va Heidegger, y con una larga cambiada, nos responde que el concepto de tiempo hay que comprenderlo a partir de la eternidad, y si nuestro acceso a Dios pasa por la fe y si el hecho de entrar en el asunto de la eternidad no es otra cosa que esa fe, pues nuestro gozo en un pozo, ya que la filosofía se queda sin su pase eclesial para acceder al cotarro del tiempo y si te he visto no me acuerdo. De modo que lo único que he podido entender al señor Heidegger es que el Ser ha sido arrojado al mundo como “ser-ahí”, para convertirse ipso facto en ente, o sea, en “ser en el mundo”. No obstante, lo más difícil de entender de todo este embrollo es que el “ser-ahí”, el "Dasein", según Heidegger, es nada menos que el mismísimo “tiempo” en persona. O sea que todos somos tiempo, estamos hecho de tiempo y de nada más que de tiempo. Sin embargo, para ser tiempo hay que ver cómo se nos va de las manos y lo deprisa que corre el muy cabrón, pues ni echándole un galgo se frena por ver que pasa. Sin ir más lejos, mi “ser-ahí”, que va a cumplir ya los sesenta y cinco, se jubila el mes que viene y a mí me parece como que acabo de dejar la Escuela Primaria. Por cierto, lo único que hasta ahora me resulta una verdad inalienable es que “ignoro más que sé”, como dijo Tomasín después de confesarse con don Luis Buenadicha y tirarse al pozo de la carretera de Cáceres, que es el pozo donde se juntan todas las almas suicidas de mi pueblo, “seres-para la muerte” o “seres-en el pozo”, para quitarse la angustia de la artrosis jugando un rato a la brisca y cantar las diez de monte, incluida también el alma de Heidegger, que tenía fama de tahúr en el bar de Messkirch, que era su pueblo de allá en Alemania, justo de donde son las salchichas y las jarras de cerveza. Un respeto.
        






2 de julio de 2014

POP ART EN EL THYSSEN



San Marcial, 1 de julio del 2014
DIARIO

No quería perderme la exposición de Pop Art en el museo Thyssen y el martes pasado envolví una muda y salí duchado y provinciano para Madrid. A veces, cuando estoy empachado por la sopa de letras, pues eso, que me viene bien cierto vagabundeo por otros ruidos artísticos, y la pintura y la escultura son dos de mis más ruidosas distracciones. Y dentro de la pintura no es que no me interese la pintura clásica: Velázquez, El Greco,  Tiziano, Caravaggio y todo eso, claro que me interesa, pero de toda la vida han sido las Vanguardias del siglo XX lo que más me ha emocionado.
El Pop Art resulta que es pura imaginación y la imaginación es un valor que va más allá de la perfección artesanal, que es a veces en lo que se convierte la pintura cuando queremos que se parezca en todos sus detalles a la realidad. Y la realidad para el Pop Art, la realidad que le sirve para construir pieza a pieza su esqueleto, la crema pastelera de la que se alimentan sus células más voraces, resulta que es, mira por donde, cualquier clase de manifestación de la cultura moderna. Me refiero, por ejemplo, a la publicidad, a los comics, al erotismo puramente de barrio, al propio cine y a la televisión. Incluso, también, el Pop Art puede fagocitar y hacer suyo con avidez todo tipo de obra de arte del pasado más clásico.
Curiosamente, tanto los partidarios como sus detractores vieron en todo este movimiento algo así como la muerte definitiva del arte, con Andy Warhol a la cabeza del clan ejecutor y como gran hierofante en las exequias de la cosa. Sin embargo, más que una muerte resultó ser todo lo contrario, es decir, una resurrección transformadora y de gran vivacidad.
El Pop Art lejos de acabar con todo lo anterior es una vuelta, aunque pueda resultar contradictorio, a la tradición artística, si bien en plan transformador y con fuertes visos de revisionismo y, sobre todo, con un más que evidente sentido del humor y fina ironía. El humor en el arte moderno, como ya saben, fue cosa de Marcel Duchamp, seguido después por la gran mayoría de los artistas pop, muy cachondos todos ellos a la hora de imaginar y reinventarlo todo, desde la sopa Brillo hasta el ketchup de las hamburguesas y la camisa abierta de James Dean.
Vean, por ejemplo, la fotografía escogida para presidir el diario de esta semana. Se titula “Silla” y es una obra de Allen Jones, muy práctica para tenerla en el salón pueblerino de recibir a las visitas y luego ver los partidos del Mundial con cierta comodidad de pelvis y otros pruritos inconfesables si la cosa se pone aburrida como suele pasar.