Domingo, 6 de abril del 2014
DIARIO
De nuevo aparecemos en Madrid, donde si no hay
contratiempos de fuerza mayor nos quedaremos más o
menos dos meses, incluida la Semana Santa, es decir, hasta primeros de junio. O
sea que después de dos días en Trujillo y cuatro en San Marcial, al fin puedo
volver al trabajo y seguir con la tarea que me impuse a principios de enero. En
primer lugar, quiero terminar la conferencia que versa sobre la afición de Hemingway
a los toros, para luego seguir con la novela que tengo entre manos, pero que
tampoco urge demasiado en ponerle fin por la sencilla razón de que el próximo
otoño se publicará, Dios mediante, la que ya entregué el año pasado, una que se
titula “Misterio en el museo”.
Pues bien, después de leer
“The sun also rises”, aunque no es definitiva para escribir la conferencia
sobre Hemingway, he vuelto a dar un repaso a “París era una fiesta”, y, como
novedad, el sentimiento de rabia experimentado durante las primeras lecturas de
hace unos años se ha convertido, como por arte de sortilegio, en una pura
diversión de mucha risa al ver de nuevo cómo el cabronazo de Hemingway se
muestra tan lleno de resentimiento y de odio hacia los que incondicionalmente fueron
sus amigos, estuvieran muertos o no, pero sobre todo si eran escritores y sus carreras
por aquel tiempo iban más avanzadas y exitosas que la suya.
Porque “París era una
fiesta”, como la mayoría de sus libros, fue escrita para burla y escarnio de algunos
de sus amigos y conocidos, sobre todo de escritores cuyos éxitos literarios y
económicos eran demasiado evidentes para que el ego de su autor, comparable en sus dimensiones a un
continente, lo pudiera tolerar así por las buenas y como si tal cosa.
Y eso que “París” es un
libro que Hemingway escribió en 1958, casi al final de su vida, y que trata sobre
hechos que ocurrieron treinta y cinco años atrás, cuando él, a pleno pulmón, disfrutaba la veintena. Quiero decir que lo escribió
con la distancia suficiente como para dejarse llevar por cierta comprensión y
benevolencia. Sin embargo, el muy hijo de su madre, como si la rabia aún le
rezumara entre los colmillos, entró a matar sin compasión alguna, disparando con
su Springfield automático a todo lo que se movía a su alrededor, y si no que se
lo digan a John Dos Passos y a Fitzgerald, dos de las personas que más lo
quisieron y ayudaron y que más balazos en forma de insultos y desprecios recibieron de su parte.
Pero he de reconocer que uno
de los capítulos más malintencionado, comparable al que trata sobre Fitzgerald,
es el que dedica a Ernest Walsh, un poeta de Detroit, tuberculoso desde la
adolescencia, pero que tuvo la osadía de participar como piloto de combate en
la Gran Guerra, cayendo herido heroicamente y siendo además un escritor de
cierto éxito entre el público femenino, circunstancias que Hemingway no consentía
que se dieran en ningún otro ser humano que no fuera él.
El capítulo, desde luego, no
tiene desperdicio, reflejando a las claras la maldad perversa del escritor,
pero tan destructivo resulta que llega a parecer de lo más gracioso y
divertido. Por ejemplo, cuando va Hemingway y, sin encomendarse a nadie, compara
al poeta Walsh con las putas de Kansas City, que según él curan su tisis a base
de tragar grandes cantidades de esperma.
También escribe Hemingway
acerca de sí mismo algo así como que le jodía mucho que le hablaran de su obra
a la cara, como tuvo la osadía de hacer Ernest Walsh, y por eso escribe literalmente y
hasta con rabia acerca de la tisis del poeta: “y le miré y vi su expresión de
marcado para la muerte y pensé: podrido, que quieres pudrirme con tus
embustes”.
Pero es que, además, Hemingway
también llama chulo de putas a Walsh porque éste quiere darle un premio literario
de mil dólares por la brillante trayectoria de su carrera, que este es el quid
de la cuestión, aunque Walsh le pide a cambio que comparta el dinero con él. Al
parecer, el poeta estaba arruinado y necesitaba como fuese una buena inyección
de pecunio crujiente y cuanto antes mejor. Nos dice Hemingway que la escena se
desarrolla durante un almuerzo en un restaurante situado por los alrededores
del bulevar de Saint Michael, un almuerzo donde los dos escritores, mientras
negocian las gabelas del premio, se atiborran de ostras, turnedós con salsa
bearnesa, y cuya factura, como es natural, paga religiosamente el poeta Walsh
con los últimos francos que supuestamente le quedan en el bolsillo. Y es que
hubo una época en que se decía de Hemingway que era incapaz de invitar a nadie
a un café, por mucho que la oportunidad surgiese y fuera de recibo.
Pero yo también tengo
derecho a ser malo, muy malo, por eso digo que para mí el joven
Hemingway rechazó el negocio porque Walsh se quería llevar más dinero de la
cuenta, digo yo que dejándole a él tan sólo con la gloria del premio. Y yo
pienso, reconozco que con mucha maldad, que ahí estuvo seguramente el busilis de la trama; porque no me creo, maldita sea, la historia que
cuenta Hemingway en su libro. No me la creo de ningún modo. Desde mi punto de
vista, el fraude no estuvo en la pretensión de Walsh de repartir el dinero,
algo natural si lo necesitaba con urgencia, sino en que se tratara de conceder un
premio a un escritor que sólo había publicado un libro de cuentos. Y
es que el premio, como digo, se daba por la trayectoria de una carrera
literaria en su conjunto. De modo que el asunto del reparto del dinero, en mi
opinión, resulta baladí desde el punto de vista moral, pero
absolutamente capital para las partes contendientes en el affaire.
Hemingway es un mentiroso
compulsivo que nos vuelve a engañar en esta historia del poeta Walsh, lo mismo
que nos engaña con la del pene de Fitzgerald, que hay que tener malas entrañas
para decir lo que dice del pene de uno de sus más enérgicos valedores ante la
opinión pública. Desde luego, este libro de Hemingway, “París era una fiesta”,
es un retablo de maldades contra sus mejores amigos y también contra otras
personas que lo quisieron ayudar y de hecho lo ayudaron sin esperar nada a
cambio. En resumen, Hemingway utilizaba con quienes lo querían de verdad, familia
incluida, una daga afilada que ocultaba bajo el musgo de la charca de
Millwater, como habría escrito el gran Walter Mosley, uno de los grandes
escritores americanos de novela policiaca.
No obstante, he de reconocer
que, en mi opinión, “París” es el libro más interesante y apetitoso de
Hemingway. Una pena, a todas luces, que el muy hijo de perra no escribiera otro libro igual
acerca, por ejemplo, de su paso por Madrid durante los años de la Guerra Civil.
Habría sido, sin duda, por mucha bazofia que hubiera metido, un libro
impagable, si bien a este respecto prefirió novelar, como ustedes ya saben, las
aventuras bélicas de un típico héroe americano y de una pandilla de gitanos jacarandosos
que defendían la sierra de Madrid, dejándonos en herencia una novela más de las llamadas del
Oeste, “Por quién doblan las campanas”, muy parecida a las de Zane
Grey y a las de Marcial Lafuente Estefanía, tratándose además de una historia plagiada y
por cuyo plagio tuvo que pagar, según acuerdo entre las partes, la cantidad de sesenta
mil dólares del ala, aunque no sería de extrañar que nos hubiera mentido y la indemnización subiera bastante más de la que nos dijo. Hasta la semana que viene.
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