Domingo, 27 de abril del 2014
DIARIO
A partir de publicar mi libro sobre Ernest Hemingway,
he comprobado que sus seguidores, los de Hemingway, claro está, forman como una
especie de iglesia más o menos ortodoxa y dialécticamente muy bien fortificada.
Es posible que Hemingway sea a la literatura lo que Elvis Presley a la música. No
es que ambos tengan seguidores incondicionales, sino mucho más que eso, tienen adeptos,
y les juro que utilizo este término en el sentido más peyorativo que ustedes
quieran darle. Desde luego Hemingway no es que tenga una pléyade de lectores ávidos
de aventuras y prosa fácil, que la tiene sin duda, sino todo una legión
pretoriana fuertemente armada que defiende su memoria como si de un dios se
tratara.
Porque toda esta realidad más
o menos circense creada alrededor del escritor me confirma una vez más que los
enfermos mentales como Hemingway, tal como suponían algunas tribus indias,
estaban poseídos por alguna clase de energía daimónica o numinosa. Mi admirado
doctor Jung, uno de los grandes paladines de la psicología profunda, llamaba
“arquetipos” a estas estructuras psicoides que propician las pautas del
comportamiento humano.
Pues bien, aplicando la
teoría junguiana, Hemingway, que padecía un trastorno maniaco depresivo, mostró
síntomas que hicieron pensar que realmente estaba poseído por una energía sobrehumana.
Jung decía que detrás de cada trastorno hay un complejo, detrás de cada
complejo hay un arquetipo y detrás de cada arquetipo hay un dios. Marsilio
Ficino y Pico de la Mirandola, dos filósofos del Renacimiento en la Florencia
de los Médicis, habrían dicho refiriéndose a Hemingway que cuando escribía sus
libros era Prometeo quien regía su destino; cuando con su Springfield cazaba
leones en África era el dios Pan; cuando a bordo de El Pilar pescaba merlines
en el Caribe se convertía nada menos que en el gran Poseidón, dios de las
profundidades marinas; cuando cruzaba el planeta en busca de las guerras
mundiales y civiles encarnaba nada menos que al dios Ares y cuando se dedicaba
a seducir mujeres, propias y ajenas, se transformaba en el mismísimo Zeus.
De ahí que en cada
circunstancia emanara de su persona esa energía numinosa que provocaba la
actitud reverencial de la mayoría de sus amigos y familiares y, por supuesto,
todo ese atractivo sexual que ejercía sobre las mujeres. Hemingway, en pleno
proceso maniaco, era un verdadero dios y él mismo parecía convencido de que era
el rey del mundo.
Sin embargo, los dioses
suelen ser muy suyos a la hora de comportarse socialmente; quiero decir que de
vez en cuando, como el que no quiere la cosa, sin dar explicaciones y sin
previo aviso, toman las de Villadiego, provocando con su ausencia el periodo
depresivo en estos enfermos. Marsilio Ficino y Pico de la Mirandola nos habrían
explicado a nosotros los modernos, tan racionales y materialistas, que el alma
de Hemingway, después de un periodo de exaltación digamos que dionisiaca,
quedaba bajo la influencia oscura y aterradora del dios Saturno. Me refiero a
que el ego de Hemingway, que era sin duda un verdadero titán, como explicaría
el profesor James Hillmann, pasaba de la noche a la mañana de estar en compañía
de dioses poderosos, o sea, de dioses guerreros, cazadores, mujeriegos y
bebedores a la influencia oscura y aterradora de un dios, el dios Saturno, que
tiene la fea costumbre de comerse a sus hijos sin ningún miramiento. En estas últimas
circunstancias vitales, Hemingway optaba por meterse en la cama con una botella
de güisqui y no salir hasta que el tiempo escampara y el sol volviera a brillar
de nuevo en su vida.
Ahí radica la afluencia de
adeptos a la religión pagana de Ernest Miller Hemingway. De ahí el peligro que
uno corre si osa decir, un suponer, que Hemingway, su dios, no sólo era
proclive a seducir a las dulces gacelas de las sabanas africanas, sino también a frágiles
cervatillos que alegres delante le saltaban, como ese tal Arnold Samuelson,
escritor y fotógrafo, a quien sin contemplaciones desvirgó a bordo de El Pilar,
rumbo a La Habana, en un viaje que hicieron los dos solos, según insinúa
maliciosamente Leicester Hemingway en su libro. A decir verdad, Leicester,
hermano pequeño del escritor, estaba celoso de las excesivas atenciones de su
hermano mayor hacia el fotógrafo, y, sin decir realmente nada, lo dijo todo. A
veces las venganzas son más efectivas y dañinas empleando el arma mortífera de
la ironía y la sutileza. Pues sí, así es, me cae realmente bien el tío
Leicester, al menos mucho mejor que a su hermano Ernest, que no lo podía ver ni
en pintura, pues entre otras lindezas decía que se parecía a su madre.
La fotografía
que he seleccionado esta semana corresponde a un grupo de Hemingwayanos
borrachos después de ganar la batalla del Ebro. Como para andarles con sutilezas