Lunes, 17 de febrero del 2014
DIARIO
Mis
amigos han querido que conociese Las Alpujarras granadinas. Mi agradecimiento
eterno. Sin embargo, después de lo visto, no me imagino yo a Litton Strachey y a Virginia Woolf
subiendo esas laderas de postal verde a lomo de mula con el fin de visitar la guarida secreta de
Gerald Brenan. Claro que no nos hemos acercado a Yegen, pero les aseguro que,
con la subida al pueblo de Bubión, mis ansias de tocar el cielo con la mano han
quedado plenamente satisfechas. Incluso he recordado los viejos tiempos de la
infancia al marearme, tanto en la subida como en la bajada, en el coche de mi
buen amigo Miguel Delgado, que conduce como con guante de seda. Pero el caso es
que yo no se lo agradecí lo suficiente, supongo que por falta de oxígeno,
maldita sea, pues sentía yo el chorreo por la cara de algo así como un sudor frío y fosforecente de muerto turístico y, por desgracia, en ese plan de zombi noctámbulo y como de cuerpo presente.
El hotel alpujarreño muy
bien en casi todos los aspectos; y, entre comida y comida, entre escalada y escalada, yo tenía bajo
la almohada la cosa recreativa de la última novela de Scott Fitzgerald, “El
último magnate”, pero si yo no pude terminarla de leer por su pesantez, él tampoco la acabó de escribir por causa del infarto mortal. O sea que no me gustó demasiado, por mucho que la ordenara y terminara Edmund Wilson, su amigo
y compañero en Princeton y el crítico literario más cabrón y pedantesco de la época, que a mí siempre me ha gustado ponerlo como no digan dueñas.
Hace muy poco días que he
visto la película titulada “Días sin vida”, que trata de los tiempos de Scott
Fitzgerald en Hollywood, cuando ejerció de guionista fracasado y como que no. Pero la película es un desastre de lo más descorazonador, uno de esos bodrios que suelen hacer época para vergüenza de sus creadores. ¡Mira que elegir
al muermo de Gregory Peck para interpretar el papel de Fitzgerald! Por Dios, pero si Fitzgerald era un señor bajito, rubio, con los ojos verdes, de lo más delgadito y con estrechura de hombros. Es
decir, una puta damisela yanqui sin apenas trapío y un poco como sinsorgo. ¿A quién se le ocurriría que los dos metros de
altura de ese cowboy de las Rocosas, con
las espaldas más anchas que un rancho tejano, podría resultar idóneo para ese
papel? Sin hablar, claro está, del papelón de Débora Kerr, una chica alta, delgada y
rubia como la cerveza, metiéndose en la piel nada menos que de Sheila Graham, una pava atractiva,
ya lo sé, pero bajita, gorda y mofletuda.
A la
vuelta de Las Alpujarras, comemos en la playa de La Herradura, en un
chiringuito con sombras de cañizo y manteles de papel blanco, todo muy
agradable, desde las jarras amarillas de cerveza a los pescaítos fritos, sobre todos
esos boquerones victorianos, únicos en el mundo y de un placer inigualable en
el trámite del paladar, incluso más pequeños y finos que cualquier dedo
meñique por muy de niño que sea. Hay tarta de chocolate de postre y trufas al
por mayor.
No
llegué al partido del Madrid, pero sí a dormir la siesta reparadora de tanto
ajetreo por los alrededores del pico Veleta y otros mulacenes (así, sin haches intercaladas ni hostias) con las chepas
cargadas de nieve, allá arriba, en el quinto coño, junto a un lecho de nubes
negras, cuando todo el mundo sabe que a mí sólo me gustan las tabernas por debajo de
los dos metros sobre el nivel del mar, más que nada por aquello del vértigo y
otras histerias que no vienen al caso.
Pues
bien, como la novela policiaca, “Misterio en el museo”, ya la tengo lista para la entrega, esta misma mañana me he puesto en contacto con mi amigo José Antonio
García Marcos, psicólogo jubilado, para convencerlo digo yo que de escribir un libro
al alimón. Y es que no puedo estar sin hacer nada, como si fuera uno de esos
adolescentes hiperactivos que no paran de tocarle los huevos al mundo. La
verdad es que estoy deseando meterle mano a esta nueva vaina que se me ha
ocurrido. Ya veremos si estoy a la altura de mis ocurrencias.
Por la tarde hemos dado un
paseo, mi señora y yo, hasta el Capuccino, ida y vuelta, donde hemos tomado uno
de esos cafés con espumita por encima. Una mariconada italiana, ya lo sé, pero
me resultó de lo más refinado y relajante. Dos horas en total nos ha llevado la
operación gimnástica y cafetera y como en plan aeróbico y harto saludable para
el cauce de las coronarias.
Una vez en casa, he leído
hasta bien entrada la noche, bueno, en realidad hasta la hora del partido del
City. Tampoco quisiera uno exagerar. En definitiva, he dado otra vuelta de tuerca a la
obra de Proust, de donde nunca debí salir. Cuando uno se quiere reconciliar con
la literatura, lo mejor es volver a Proust, maldita sea, como si nunca se
hubiera publicado otra cosa. Me acuerdo de cuando era un joven venteañero y
pensaba que no había escritas en el mundo más novelas que las de Balzac. Pues
bien, ahora me pasa lo mismo con Proust, aunque, como saben, de vez en cuando
le soy terriblemente infiel con otras amantes que dicen de buena pluma. Sin
embargo, siempre vuelvo al redil de la Recherche, como cuando uno está de vuelta
de todo y regresa al calor del hogar. No debería confesarlo, pero se me incendian las ingles por culpa de esa altivez algo cursi de la duquesa de Guermantes, la muy zorra, y no digamos por la pequeña
ninfómana de Albertine, como si fuera la Lolita de Nabokov, otra putita que tal baila.
Perdonen ustedes, pero ahora
les tengo que abandonar sin remedio, eso sí, con mis bendiciones mejor trazadas, porque de
repente, joder, me he acordado de que tengo que dar un recado urgente, qué digo
urgente, urgentísimo, al duque de Aumale. ¿No me entienden? Pues les informo de
que si fueran lectores de Proust, sabrían muy bien de lo que hablo. En el fondo, todo resulta tan sencillo como vulgar.