Domingo, 12 de enero del 2014
Al medio día, tomamos el
aperitivo en Orio, calle de Fuencarral, esquina a la de Colón. Después compro
el periódico y me entero de lo que dicen de García Márquez, algo así como que ya
es una lectura sólo para señoritas. ¿Es que acaso el mundo se ha vuelto loco? Porque
en mi opinión lectura para señoritas es, sin ir más lejos, todo ese rollo
infecto del tiempo entre tijeras y toda esa farfolla escrita por presentadores
de televisión con el fin de calmar las ansias de una miríada de porteras adictas
a la basura literaria. Qué diferencia con los tiempos claros en que los dioses olímpicos
eran Juan Marsé, Gonzalo Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro, Caballero Bonald,
Paco Umbral, Rafael Chirbes, quien por cierto yo estaba seguro de que pronto ascendería
heroico al generalato de la cosa. O sea que, al día de hoy, no veo yo de firme que
haya señoritas capaces de leer tan solo cinco páginas seguidas, por ejemplo, de
“El otoño del patriarca”, del señor García Márquez, uno de los monumentos más
sublimes de la literatura universal y que posiblemente fue escrito para probar el
fuelle y los costillares de los buenos lectores.
Quiero
decir que la literatura española se nos afloja porque quedan pocos lectores
como nosotros los antiguos, los que sentíamos, y no lo digo por presumir, algo
tan elemental como el placer sagrado del estilo literario, y que aún
permanecemos incorruptos y firmes para no digerir la basura infecta de esta
nueva literatura de señoras enjoyadas y premiadas, incapaces en su ignorancia de
distinguir entre la buena prosa y la pura mecanografía, como habría dicho el
bujarrón de Truman Capote, uno de los elegidos para la gloria.
Yo digo que el buen lector es aquel que como mínimo se ha
leído dos veces, sin pestañear, el “Ulises” de Joyce, tres veces los siete
tomos de “Á la Recherche”, cuatro veces “La señora Daloway”, y cinco veces,
como un servidor, “El otoño del patriarca”. Sin olvidarnos, naturalmente de
“Abasalón, Abasalón”, de William Faulkner, que para mi gusto es la mejor novela
americana de todos los tiempos.
¿Quiénes son, entonces, los malos lectores? Sencillamente,
todos los devoradores de “best sellers”, muy parecidos a los pultifagónides de
las comedias de Plauto, terroríficos devoradores de donuts, que son en realidad
los grandes putañeros de la Literatura y los que pueblan la tierra dorada de
Jauja para oprobio de los editores y la vergüenza secular del arte literario.
Por
la tarde, vamos al cine, a la sesión de las cuatro y media. ¿Qué se puede decir
de “La gran belleza”? Una delicia al lado de lo que ahora se estila. Alguien
que como Paolo Sorrentino pretenda imitar al gran Federico Fellini tiene desde
ahora todos mis respetos. Naturalmente, no consigue llegar a tales altura, pero
aún así el resultado es magnífico.
Pues
bien, el personaje central, interpretado por Toni Servillo, es un escritor de
una sola novela que cada noche pasea por Roma en busca, sobre todo, de la mirada escondida de la belleza, pero se supone que también, cómo no, del tiempo perdido, como en
la obra de Proust. Cree encontrarlo una noche cuando de repente se le aparece
el rostro sereno y maduro, una aparición tan maravillosa como fugaz, de Fanny
Ardant, que dulcemente lo sonríe para mostrarle lo que pudo haber sido y no
fue.
Al
final, el escritor, agotado en su búsqueda, orienta la memoria hacia los
recuerdos del primer amor juvenil, cuando por primera vez contempló la belleza desnuda
y virginal de la joven que lo amaba.
Resumiendo,
no es optimismo, precisamente, lo que rezuma el pensamiento de Sorrentino, sino
miedo a la vida, es decir, miedo a vivir sin conocer la finalidad metafísica de
ese vivir. El escritor busca apasionadamente la belleza, es decir, la verdad,
pero no se conforma con los destellos metafóricos que le salen al paso, sino
que desea sumergirse de lleno en la Idea misma, en el centro geométrico de lo
Absoluto, desesperándose al no conseguir nada más que la visión oscura de unas
cuantas sombras, como en el mito de la caverna platónica. Una desesperación, nos
dice Sorrentino, que lo empuja a buscar refugio en la nostalgia del origen,
donde reina la pureza a pleno sol y donde la vida aún no ha podido fraguar en
la decepción.
Y
es que en el fondo yo creo que nos falta valor para aceptar con humildad
nuestras propias incapacidades y limitaciones, tanto sensitivas como
intelectuales. Yo creo que rezumamos soberbia cuando exigimos la belleza absoluta entre la indigencia de los límites, no conformándonos con el brillo de los sucedáneos que a diario la vida nos ofrece, pero que podía consolarnos como si fuéramos dioses. En mi opinión, la humildad es el camino más corto hacia la totalidad. Sin ir más lejos, la fugaz aparición de
Fanny Ardant, bellísima, iluminó por sí sola la negrura de un domingo algo torpe
y vorazmente lluvioso. Claro que la lluvia, bien mirado, también colaboró no
sin cierto merecimiento.
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