LUIS CALVO
Lunes, 6 de enero del 2014
A las calles de Madrid les ha
entrado la lluvia, así que he tratado de
mantenerme como al pairo y bajo palio dentro de casa, y esas horas inevitables de
sillón y café con leche las he pasado hojeando, un rato a uno y otro rato a los
demás, a mis cinco escritores españoles predilectos: Ramón Gómez de la Serna,
el inefable Ramón y sus automoribundias de cabecera; César González Ruano, cuyos artículos
fueron mis primeras lecturas de cuando yo era niño; Ortega y Gasset, que me
enseñó a comprender lo que era la metafísica, y Eugenio d´Ors, uno de los intelectuales
más finos, inteligentes y cultivados que ha tenido la literatura española.
Leí
a casi todos por recomendación expresa de Paco Umbral, el quinto por
excelencia, para mí el escritor español más grande en lo que se refiere al
artículo periodístico, y, por supuesto, al género de memorias, biografías y
diario personal. No fue una recomendación directa, claro está, de tú a tú, sino
a través de sus libros y artículos, allá por los años setenta, cuando lo
descubrí en las traseras de El País y al conseguir también el premio Nadal.
Por
cierto, este premio se dirime esta noche y yo estoy seguro de que lo ganará el omnipresente Lorenzo Silva, un señor que se lleva todos los premios y que aparece en
todas las revistas, cadenas de televisión, emisoras de radio, jurados
literarios y que a este paso bien puede asomar entre los sacramentos cárnicos de
un buen cocido madrileño o como sorpresa en el roscón de Reyes de la merienda,
con nata o sin nata, mucho mejor sin ella, por ser más natural y de menos
engorde.
A
Ruano lo leí por la influencia decisiva y machacona de mi madre, cuando yo
tenía como unos doce años, aproximadamente, y desde entonces empezó a
importarme la Literatura y su gallofa correspondiente de escritores, editores,
críticos y directores de periódicos.
Pues
sí, también los directores de prensa fueron objeto de mi curiosidad juvenil. El
que más me impresionó de todos ellos fue Luis Calvo, supongo que por su ironía
y por esa maldad que rezumaba su mirada cuando clavaba el artículo en el
corazón tembloroso de su presa, aunque pese en su biografía la sospecha de
haber sido espía del Hitler, que por eso lo apresaron los ingleses hasta el
final de la guerra, siendo liberado gracias a los buenos oficios diplomáticos
nada menos que del duque de Alba, un escudo nobiliario cuajado de campos de gules y arcabuces que
siempre atemorizó a esos pueblos bárbaros del centro y del norte de Europa.
Decía
yo que mi madre era una gran lectora de periódicos, y que ella siempre buscaba
al escritor de estilo y de finura literaria. Su preferido, desde luego, era
Ruano, si bien admiró a muchos otros, como es el caso de Agustín de Foxá, conde de Foxá, y de Pedro Rodríguez, marido de doña Amalia.
En particular, he dicho muchas veces que prefiero leer a los muertos antes que a los
vivos. Porque si el escritor que está vivo escribe mejor que yo, lo que sucede en la mayoría de las ocasiones, me entra una envidia desconsoladora, pero si está
muerto la envidia se reduce ostensiblemente al suponer que el muy infame duerme cada
noche en una pensión del infierno, acompañado de algún crítico bien dotado y harto juguetón,
y a mí ese pensamiento, qué carajo, me reconforta y tranquiliza.
Hoy
hemos comido en Casa Salvador, que está aquí al lado, y puedo asegurar que no
sólo tiene la mejor merluza de Madrid, sino un lenguado insuperable, unos
callos primorosos y el mejor rabo de toro del mundo. El restaurante estaba
hasta la bandera, como suele pasar, pero al final conseguimos una mesa en el
comedor de Luis Miguel Dominguín y Ernest Hemingway, que como todo el mundo
sabe no se podían ver entre ellos y que mantuvieron durante toda su vida una singular
lucha de titanes o, si lo prefieren, de toros verrihondos y ávidos de sangre.
No obstante, Luis Miguel, en mi opinión, salió victorioso por su íntima y
apasionada relación con Ava Gadner, y, por su parte, Hemingway no consiguió amancebarse
con Ordóñez, que era en el fondo lo que deseaba y lo que todo el mundo sospechó
en aquella época y nadie se atrevió a desvelar, entre otras razones porque no
eran tiempos para grandes verdades, la moral era lo primero y había que
salvaguardarla a cualquier precio y mucho mejor que fuera así.
Por
la tarde he visto la cabalgata de Reyes por televisión, y lo que más me ha
gustado, si se me permite decirlo, ha sido ese gineceo de huríes y bailarinas
que este año se han agenciado los magos de Oriente, quién sabe para qué desafueros, y que parecían sacadas del mismísimo Teatro Martín, de cuando este país
era serio y sabía divertirse. La verdad, no sé que pintaban estas
señoras en el cortejo de los Reyes Magos, por mucho que lo animaran y a mí me
alegraran el tedio de la tarde. Al principio, pensé que alguna de las danzantas
sería para mí y que el rey Baltasar me la traería por la noche, a domicilio,
envuelta en papel de celofán y con un lacito rojo, puesto que estaba entre mis
peticiones epistolares más urgentes, pero he debido de portarme fatal porque la
única mujer que anoche llamó a mi puerta, maldita sea, fue la portera de la
finca, que vino a cobrarme el gabelamen anual del aguinaldo, que es como el
impuesto revolucionario de Montoro o mucho peor, cosa que dudo.
Pero si resulta difícil dar una explicación, más o menos
razonable, acerca de la presencia de esas chicas tan monas en la cabalgata, me
parece del todo imposible justificar la de un batallón a caballo de la Guardia
Civil, y menos mal que no vino la motorizada o la brigada Brunete, pues habría
parecido sin duda otro 23F o cuando el general Manolo Pavía se fornifolló la
Gloriosa al pronunciar aquel discurso equino, a espuela rabiosa, en “sede
parlamentaria”, que es como dice Bárcenas que hay que decirlo, y por eso ahora
todos los capuletos sin excepción no paran de imitarlo: en sede parlamentaria,
en sede judicial, en sede gubernamental, en sede eclesial, en sede
prostibularia, en sede tanatorial y por ahí todo seguido hasta llegar a la
necedad más absoluta y cursi. Joder, vaya año que nos espera.
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