Lunes, 20 de enero del 2014
Por la mañana, antes de salir, me pertrecho contra el
frío como si fuera un esquimal. Tengo tal aspecto de personaje de Jack London
que ni las putas retrecheras de la Red de San Luis se atreven a mirarme. Y es
que he visto por internet que una librería del barrio de las Letras tiene el
libro que busco: una biografía de André Malraux escrita por Olivier Todd. Lo
necesito con el propósito de documentarme para una novela que tengo en
proyecto. Permítanme que guarde el secreto como si fuera uno de esos arcanos de
la Kábala, no me gustaría que cualquiera de los muchos buitres acechantes me
robara a mano armada el fuego divino de la empresa. Me pregunto por qué todos
los libreros de viejo que hay en el mundo rebosan tanta gravedad y malquerencia
por los poros de sus jerséis de lana. Todavía no he encontrado un librero que
sonría mínimamente ni siquiera ante la punzada feliz de una buena venta,
maldita sea, y les juro que al de esta mañana no se le escapaba una mueca de sentimiento así lo mataran,
como si alguna filosofía solipsista hubiera calado en él y pensara que sus
clientes somos meros comparsas de su imaginación creadora.
¿No caerá en la cuenta ese
tipo de que, muy al contrario, es mi imaginación quien lo crea y que el
comparsa resulta que es él y nadie más que él?
Pero luego va el tío y me
dice que no me puede vender el libro hasta dentro de una hora, ya que lo tiene
en el almacén y ha de ir por él, joder, como si yo dispusiera de todo el tiempo
del mundo. No obstante, decido esperar y mientras tanto me doy una vuelta por
la mañana heladora de Madrid, compro el periódico y me refugio en la aún más
heladora Cervecería Alemana. La verdad es que entro por complacer mi nostalgia
que es inagotable, acordándome de cuando era joven por aquellos ferragostos de
suspensos reiterados, cuando todas las noches, después de cenar, iba allí con
los amigos a tomar café con hielo, que era lo que más refrescaba el cuerpo, según
decían, y también porque la bolsa era insuficiente para otros pecados de más
alcurnia. Si hombre sí, llegaba yo con varios compañeros, uno de ellos maricón,
no recuerdo cual, procedentes de la Pensión Oriente, plaza de Isabel II, justo
en el desahogo de la calle Arenal. Íbamos, como digo, Tony Talavera, Juan
Figueroa, el hijo de Joseíto, el taxista de Madroñera, Pedro Salazar, que en paz descanse, y alguno más
que ahora no me sale de la memoria. Nos quedábamos hasta las tantas, tres de la
mañana o así, que era la hora tope para no despertar sospechas de crapulismo y
mala vida. ¿Que de qué hablábamos? Menos de cosas importantes, de casi todo.
Incluso alguna veces caíamos tan bajo que hablábamos de Literatura. Como lo
oyen.
Recuerdo que una noche me dijeron de todo porque
me gustaba leer los éxitos de venta, acusándome de vulgaridad intelectual. Pero
es que en aquellos sesenta estuvieron de moda escritores como Curcio Malaparte,
Maxence Van Der Meersch, Alberto Moravia, Darío Fernández Flores, Luis Martín
Santos y por ahí todo seguido hasta llegar al gran Somerset Maugham, que era mi
preferido y también de la mayoría de las señoras de entonces, por lo menos de
mi madre, Maruja Mayo, que la pobre lo leía sin parar.
Pues sí, amigos míos, Maugham
era uno de esos escritores refinados, terriblemente mundano y de una exquisitez
estilística que después he visto reflejada en muy pocos. No me gusta exagerar, pero
una de sus novelas, “Servidumbre humana”, digamos que en mi opinión bien podría
estar colocada entre las cincuenta mejores del siglo XX, sin olvidarnos, como
es lógico, de “El filo de la navaja”, magnífica desde mi punto de vista.
También me impresionó aquella
novela de Van Der Meersch titulada “Cuerpos y almas”. Les aseguro que me tuvo
preso y absolutamente enajenado durante unos días; en realidad, no hice otra
cosa que leerla a todas horas, incluso me la llevaba al comedor para mofa y
cabreo de mis compañeros de mesa, y, por la noche, me metía en la cama con ella
hasta que el agotamiento me rendía y me quedaba dormido. Les aseguro que hasta
que no llegué a la última página, me fue imposible abandonar su lectura.
Así que me tomo la libertad
de mostrarles lo que dice uno de sus personajes: “Después de esta guerra, imagino
que conoceremos días de opulencia y de felicidad, por ejemplo la semana de
treinta o veinticuatro horas, el auto al alcance de todo el mundo, vacaciones,
alimentación completa y variada, la distracción, el placer, pero le aseguro que
después asistiremos a una aterradora degeneración de la raza blanca, de los
pueblos civilizados. La abundancia incontrolada es la muerte de las
civilizaciones”. Pues bien, resulta que las conclusiones de este personaje de
novela, medio siglo después, se han hecho realidad, al menos en la idea que sobre
la abundancia muestra Martin Scorsese en su última película. Me refiero, claro
está, a “El lobo de Wall Street”.
Ayer tarde fuimos a verla al
Palafox, el mejor cine de Europa en otro tiempo. Lo cierto es que no me pareció
una película redonda, ni mucho menos, incluso creo que le sobra casi una hora
de metraje, ya que es reiterativa y, por lo tanto, desesperantemente aburrida
en mucha de sus fases. Sin embargo, hay que verla porque la historia es el
reflejo de los resultados de la codicia sin límite, del todo vale en los
negocios, de la mente dormida y atiborrada de drogas con el fin de no percibir
la perversión de las propias acciones.
Sin embargo, por discrepar
con mis amigos de la izquierda, yo no creo que la riqueza tenga la culpa de
nada, sino la clase de imbécil que llega a poseerla. Un cateto con dinero puede
destruir el mundo sin proponérselo. Y los que se hacen ricos en la película de
Scorsese, terriblemente ricos, son todos ellos, y me refiero a los personajes, un
atajo de catetos infames recién sacados de la Corte de los Milagros. Porque si
ustedes miran bien la fotografía del protagonista real de la historia, me
refiero a ese tal Jordan Belfort, quien por cierto no se parece en nada a
Leonardo di Caprio, llegarían a la conclusión de que ese tipo, más que un
sinvergüenza, es un cateto integral, inconmensurable, sin nada que ofrecer
salvo la boina de aizcolari que tiene por cerebro. Y para mí que su intrepidez
para el fraude es debido sobre todo a que es bajito, pues ya se sabe que los
bajitos, al igual que Napoleón, tratan de comerse el mundo para compensar su
estatura.
En realidad sólo los
verdaderamente inteligentes son capaces de ganar el dinero con honradez y
conservar su imperio sin mácula y para siempre. Ahí tienen ustedes el caso, sin
ir más lejos, de Amancio Ortega, un ejemplo perfecto para lo que decimos. El problema del dinero, amigos míos, es que cualquier tipo
con algo de suerte, como es el caso de Belfort, puede ganarlo a manos llenas,
pero no todos saben conservarlo, ya que es en la permanencia donde radica la
verdadera aristocracia de la riqueza. Para que consideren a uno históricamente rico, el capital en mi opinión han de disfrutarlo al menos cuatro generaciones, algo más
de un siglo. Lo demás es un espejismo provocado por la diosa Fortuna, quien
también tiene derecho a divertirse, qué carajo.