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21 de enero de 2014

EL LOBO DE WALL STREET


Lunes, 20 de enero del 2014

Por la mañana, antes de salir, me pertrecho contra el frío como si fuera un esquimal. Tengo tal aspecto de personaje de Jack London que ni las putas retrecheras de la Red de San Luis se atreven a mirarme. Y es que he visto por internet que una librería del barrio de las Letras tiene el libro que busco: una biografía de André Malraux escrita por Olivier Todd. Lo necesito con el propósito de documentarme para una novela que tengo en proyecto. Permítanme que guarde el secreto como si fuera uno de esos arcanos de la Kábala, no me gustaría que cualquiera de los muchos buitres acechantes me robara a mano armada el fuego divino de la empresa. Me pregunto por qué todos los libreros de viejo que hay en el mundo rebosan tanta gravedad y malquerencia por los poros de sus jerséis de lana. Todavía no he encontrado un librero que sonría mínimamente ni siquiera ante la punzada feliz de una buena venta, maldita sea, y les juro que al de esta mañana no se le escapaba una mueca de sentimiento así lo mataran, como si alguna filosofía solipsista hubiera calado en él y pensara que sus clientes somos meros comparsas de su imaginación creadora.
¿No caerá en la cuenta ese tipo de que, muy al contrario, es mi imaginación quien lo crea y que el comparsa resulta que es él y nadie más que él?
Pero luego va el tío y me dice que no me puede vender el libro hasta dentro de una hora, ya que lo tiene en el almacén y ha de ir por él, joder, como si yo dispusiera de todo el tiempo del mundo. No obstante, decido esperar y mientras tanto me doy una vuelta por la mañana heladora de Madrid, compro el periódico y me refugio en la aún más heladora Cervecería Alemana. La verdad es que entro por complacer mi nostalgia que es inagotable, acordándome de cuando era joven por aquellos ferragostos de suspensos reiterados, cuando todas las noches, después de cenar, iba allí con los amigos a tomar café con hielo, que era lo que más refrescaba el cuerpo, según decían, y también porque la bolsa era insuficiente para otros pecados de más alcurnia. Si hombre sí, llegaba yo con varios compañeros, uno de ellos maricón, no recuerdo cual, procedentes de la Pensión Oriente, plaza de Isabel II, justo en el desahogo de la calle Arenal. Íbamos, como digo, Tony Talavera, Juan Figueroa, el hijo de Joseíto, el taxista de Madroñera, Pedro Salazar, que en paz descanse, y alguno más que ahora no me sale de la memoria. Nos quedábamos hasta las tantas, tres de la mañana o así, que era la hora tope para no despertar sospechas de crapulismo y mala vida. ¿Que de qué hablábamos? Menos de cosas importantes, de casi todo. Incluso alguna veces caíamos tan bajo que hablábamos de Literatura. Como lo oyen.
 Recuerdo que una noche me dijeron de todo porque me gustaba leer los éxitos de venta, acusándome de vulgaridad intelectual. Pero es que en aquellos sesenta estuvieron de moda escritores como Curcio Malaparte, Maxence Van Der Meersch, Alberto Moravia, Darío Fernández Flores, Luis Martín Santos y por ahí todo seguido hasta llegar al gran Somerset Maugham, que era mi preferido y también de la mayoría de las señoras de entonces, por lo menos de mi madre, Maruja Mayo, que la pobre lo leía sin parar.
Pues sí, amigos míos, Maugham era uno de esos escritores refinados, terriblemente mundano y de una exquisitez estilística que después he visto reflejada en muy pocos. No me gusta exagerar, pero una de sus novelas, “Servidumbre humana”, digamos que en mi opinión bien podría estar colocada entre las cincuenta mejores del siglo XX, sin olvidarnos, como es lógico, de “El filo de la navaja”, magnífica desde mi punto de vista.
También me impresionó aquella novela de Van Der Meersch titulada “Cuerpos y almas”. Les aseguro que me tuvo preso y absolutamente enajenado durante unos días; en realidad, no hice otra cosa que leerla a todas horas, incluso me la llevaba al comedor para mofa y cabreo de mis compañeros de mesa, y, por la noche, me metía en la cama con ella hasta que el agotamiento me rendía y me quedaba dormido. Les aseguro que hasta que no llegué a la última página, me fue imposible abandonar su lectura.
Así que me tomo la libertad de mostrarles lo que dice uno de sus personajes: “Después de esta guerra, imagino que conoceremos días de opulencia y de felicidad, por ejemplo la semana de treinta o veinticuatro horas, el auto al alcance de todo el mundo, vacaciones, alimentación completa y variada, la distracción, el placer, pero le aseguro que después asistiremos a una aterradora degeneración de la raza blanca, de los pueblos civilizados. La abundancia incontrolada es la muerte de las civilizaciones”. Pues bien, resulta que las conclusiones de este personaje de novela, medio siglo después, se han hecho realidad, al menos en la idea que sobre la abundancia muestra Martin Scorsese en su última película. Me refiero, claro está, a “El lobo de Wall Street”.

Ayer tarde fuimos a verla al Palafox, el mejor cine de Europa en otro tiempo. Lo cierto es que no me pareció una película redonda, ni mucho menos, incluso creo que le sobra casi una hora de metraje, ya que es reiterativa y, por lo tanto, desesperantemente aburrida en mucha de sus fases. Sin embargo, hay que verla porque la historia es el reflejo de los resultados de la codicia sin límite, del todo vale en los negocios, de la mente dormida y atiborrada de drogas con el fin de no percibir la perversión de las propias acciones.
Sin embargo, por discrepar con mis amigos de la izquierda, yo no creo que la riqueza tenga la culpa de nada, sino la clase de imbécil que llega a poseerla. Un cateto con dinero puede destruir el mundo sin proponérselo. Y los que se hacen ricos en la película de Scorsese, terriblemente ricos, son todos ellos, y me refiero a los personajes, un atajo de catetos infames recién sacados de la Corte de los Milagros. Porque si ustedes miran bien la fotografía del protagonista real de la historia, me refiero a ese tal Jordan Belfort, quien por cierto no se parece en nada a Leonardo di Caprio, llegarían a la conclusión de que ese tipo, más que un sinvergüenza, es un cateto integral, inconmensurable, sin nada que ofrecer salvo la boina de aizcolari que tiene por cerebro. Y para mí que su intrepidez para el fraude es debido sobre todo a que es bajito, pues ya se sabe que los bajitos, al igual que Napoleón, tratan de comerse el mundo para compensar su estatura.
En realidad sólo los verdaderamente inteligentes son capaces de ganar el dinero con honradez y conservar su imperio sin mácula y para siempre. Ahí tienen ustedes el caso, sin ir más lejos, de Amancio Ortega, un ejemplo perfecto para lo que decimos. El problema del dinero, amigos míos, es que cualquier tipo con algo de suerte, como es el caso de Belfort, puede ganarlo a manos llenas, pero no todos saben conservarlo, ya que es en la permanencia donde radica la verdadera aristocracia de la riqueza. Para que consideren a uno históricamente rico, el capital en mi opinión han de disfrutarlo al menos cuatro generaciones, algo más de un siglo. Lo demás es un espejismo provocado por la diosa Fortuna, quien también tiene derecho a divertirse, qué carajo.

14 de enero de 2014

LA GRAN BELLEZA


Domingo, 12 de enero del 2014

Al medio día, tomamos el aperitivo en Orio, calle de Fuencarral, esquina a la de Colón. Después compro el periódico y me entero de lo que dicen de García Márquez, algo así como que ya es una lectura sólo para señoritas. ¿Es que acaso el mundo se ha vuelto loco? Porque en mi opinión lectura para señoritas es, sin ir más lejos, todo ese rollo infecto del tiempo entre tijeras y toda esa farfolla escrita por presentadores de televisión con el fin de calmar las ansias de una miríada de porteras adictas a la basura literaria. Qué diferencia con los tiempos claros en que los dioses olímpicos eran Juan Marsé, Gonzalo Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro, Caballero Bonald, Paco Umbral, Rafael Chirbes, quien por cierto yo estaba seguro de que pronto ascendería heroico al generalato de la cosa. O sea que, al día de hoy, no veo yo de firme que haya señoritas capaces de leer tan solo cinco páginas seguidas, por ejemplo, de “El otoño del patriarca”, del señor García Márquez, uno de los monumentos más sublimes de la literatura universal y que posiblemente fue escrito para probar el fuelle y los costillares de los buenos lectores.
Quiero decir que la literatura española se nos afloja porque quedan pocos lectores como nosotros los antiguos, los que sentíamos, y no lo digo por presumir, algo tan elemental como el placer sagrado del estilo literario, y que aún permanecemos incorruptos y firmes para no digerir la basura infecta de esta nueva literatura de señoras enjoyadas y premiadas, incapaces en su ignorancia de distinguir entre la buena prosa y la pura mecanografía, como habría dicho el bujarrón de Truman Capote, uno de los elegidos para la gloria.
         Yo digo que el buen lector es aquel que como mínimo se ha leído dos veces, sin pestañear, el “Ulises” de Joyce, tres veces los siete tomos de “Á la Recherche”, cuatro veces “La señora Daloway”, y cinco veces, como un servidor, “El otoño del patriarca”. Sin olvidarnos, naturalmente de “Abasalón, Abasalón”, de William Faulkner, que para mi gusto es la mejor novela americana de todos los tiempos.
         ¿Quiénes son, entonces, los malos lectores? Sencillamente, todos los devoradores de “best sellers”, muy parecidos a los pultifagónides de las comedias de Plauto, terroríficos devoradores de donuts, que son en realidad los grandes putañeros de la Literatura y los que pueblan la tierra dorada de Jauja para oprobio de los editores y la vergüenza secular del arte literario.
        
Por la tarde, vamos al cine, a la sesión de las cuatro y media. ¿Qué se puede decir de “La gran belleza”? Una delicia al lado de lo que ahora se estila. Alguien que como Paolo Sorrentino pretenda imitar al gran Federico Fellini tiene desde ahora todos mis respetos. Naturalmente, no consigue llegar a tales altura, pero aún así el resultado es magnífico.
Pues bien, el personaje central, interpretado por Toni Servillo, es un escritor de una sola novela que cada noche pasea por Roma en busca, sobre todo, de la mirada escondida de la belleza, pero se supone que también, cómo no, del tiempo perdido, como en la obra de Proust. Cree encontrarlo una noche cuando de repente se le aparece el rostro sereno y maduro, una aparición tan maravillosa como fugaz, de Fanny Ardant, que dulcemente lo sonríe para mostrarle lo que pudo haber sido y no fue.
Al final, el escritor, agotado en su búsqueda, orienta la memoria hacia los recuerdos del primer amor juvenil, cuando por primera vez contempló la belleza desnuda y virginal de la joven que lo amaba.
Resumiendo, no es optimismo, precisamente, lo que rezuma el pensamiento de Sorrentino, sino miedo a la vida, es decir, miedo a vivir sin conocer la finalidad metafísica de ese vivir. El escritor busca apasionadamente la belleza, es decir, la verdad, pero no se conforma con los destellos metafóricos que le salen al paso, sino que desea sumergirse de lleno en la Idea misma, en el centro geométrico de lo Absoluto, desesperándose al no conseguir nada más que la visión oscura de unas cuantas sombras, como en el mito de la caverna platónica. Una desesperación, nos dice Sorrentino, que lo empuja a buscar refugio en la nostalgia del origen, donde reina la pureza a pleno sol y donde la vida aún no ha podido fraguar en la decepción.
Y es que en el fondo yo creo que nos falta valor para aceptar con humildad nuestras propias incapacidades y limitaciones, tanto sensitivas como intelectuales. Yo creo que rezumamos soberbia cuando exigimos la belleza absoluta entre la indigencia de los límites, no conformándonos con el brillo de los sucedáneos que a diario la vida nos ofrece, pero que podía consolarnos como si fuéramos dioses. En mi opinión, la humildad es el camino más corto hacia la totalidad. Sin ir más lejos, la fugaz aparición de Fanny Ardant, bellísima, iluminó por sí sola la negrura de un domingo algo torpe y vorazmente lluvioso. Claro que la lluvia, bien mirado, también colaboró no sin cierto merecimiento.


8 de enero de 2014

DIARIO

LUIS CALVO
Lunes, 6 de enero del 2014

A las calles de Madrid les ha entrado la lluvia, así que he tratado de mantenerme como al pairo y bajo palio dentro de casa, y esas horas inevitables de sillón y café con leche las he pasado hojeando, un rato a uno y otro rato a los demás, a mis cinco escritores españoles predilectos: Ramón Gómez de la Serna, el inefable Ramón y sus automoribundias de cabecera; César González Ruano, cuyos artículos fueron mis primeras lecturas de cuando yo era niño; Ortega y Gasset, que me enseñó a comprender lo que era la metafísica, y Eugenio d´Ors, uno de los intelectuales más finos, inteligentes y cultivados que ha tenido la literatura española.
         Leí a casi todos por recomendación expresa de Paco Umbral, el quinto por excelencia, para mí el escritor español más grande en lo que se refiere al artículo periodístico, y, por supuesto, al género de memorias, biografías y diario personal. No fue una recomendación directa, claro está, de tú a tú, sino a través de sus libros y artículos, allá por los años setenta, cuando lo descubrí en las traseras de El País y al conseguir también el premio Nadal.
Por cierto, este premio se dirime esta noche y yo estoy seguro de que lo ganará el omnipresente Lorenzo Silva, un señor que se lleva todos los premios y que aparece en todas las revistas, cadenas de televisión, emisoras de radio, jurados literarios y que a este paso bien puede asomar entre los sacramentos cárnicos de un buen cocido madrileño o como sorpresa en el roscón de Reyes de la merienda, con nata o sin nata, mucho mejor sin ella, por ser más natural y de menos engorde.
A Ruano lo leí por la influencia decisiva y machacona de mi madre, cuando yo tenía como unos doce años, aproximadamente, y desde entonces empezó a importarme la Literatura y su gallofa correspondiente de escritores, editores, críticos y directores de periódicos.
Pues sí, también los directores de prensa fueron objeto de mi curiosidad juvenil. El que más me impresionó de todos ellos fue Luis Calvo, supongo que por su ironía y por esa maldad que rezumaba su mirada cuando clavaba el artículo en el corazón tembloroso de su presa, aunque pese en su biografía la sospecha de haber sido espía del Hitler, que por eso lo apresaron los ingleses hasta el final de la guerra, siendo liberado gracias a los buenos oficios diplomáticos nada menos que del duque de Alba, un escudo nobiliario cuajado de campos de gules y arcabuces que siempre atemorizó a esos pueblos bárbaros del centro y del norte de Europa.
Decía yo que mi madre era una gran lectora de periódicos, y que ella siempre buscaba al escritor de estilo y de finura literaria. Su preferido, desde luego, era Ruano, si bien admiró a muchos otros, como es el caso de Agustín de Foxá, conde de Foxá, y de Pedro Rodríguez, marido de doña Amalia.
En particular, he dicho muchas veces que prefiero leer a los muertos antes que a los vivos. Porque si el escritor que está vivo escribe mejor que yo, lo que sucede en la mayoría de las ocasiones, me entra una envidia desconsoladora, pero si está muerto la envidia se reduce ostensiblemente al suponer que el muy infame duerme cada noche en una pensión del infierno, acompañado de algún crítico bien dotado y harto juguetón, y a mí ese pensamiento, qué carajo, me reconforta y tranquiliza.

Hoy hemos comido en Casa Salvador, que está aquí al lado, y puedo asegurar que no sólo tiene la mejor merluza de Madrid, sino un lenguado insuperable, unos callos primorosos y el mejor rabo de toro del mundo. El restaurante estaba hasta la bandera, como suele pasar, pero al final conseguimos una mesa en el comedor de Luis Miguel Dominguín y Ernest Hemingway, que como todo el mundo sabe no se podían ver entre ellos y que mantuvieron durante toda su vida una singular lucha de titanes o, si lo prefieren, de toros verrihondos y ávidos de sangre. No obstante, Luis Miguel, en mi opinión, salió victorioso por su íntima y apasionada relación con Ava Gadner, y, por su parte, Hemingway no consiguió amancebarse con Ordóñez, que era en el fondo lo que deseaba y lo que todo el mundo sospechó en aquella época y nadie se atrevió a desvelar, entre otras razones porque no eran tiempos para grandes verdades, la moral era lo primero y había que salvaguardarla a cualquier precio y mucho mejor que fuera así.

Por la tarde he visto la cabalgata de Reyes por televisión, y lo que más me ha gustado, si se me permite decirlo, ha sido ese gineceo de huríes y bailarinas que este año se han agenciado los magos de Oriente, quién sabe para qué desafueros, y que parecían sacadas del mismísimo Teatro Martín, de cuando este país era serio y sabía divertirse. La verdad, no sé que pintaban estas señoras en el cortejo de los Reyes Magos, por mucho que lo animaran y a mí me alegraran el tedio de la tarde. Al principio, pensé que alguna de las danzantas sería para mí y que el rey Baltasar me la traería por la noche, a domicilio, envuelta en papel de celofán y con un lacito rojo, puesto que estaba entre mis peticiones epistolares más urgentes, pero he debido de portarme fatal porque la única mujer que anoche llamó a mi puerta, maldita sea, fue la portera de la finca, que vino a cobrarme el gabelamen anual del aguinaldo, que es como el impuesto revolucionario de Montoro o mucho peor, cosa que dudo.
         Pero si resulta difícil dar una explicación, más o menos razonable, acerca de la presencia de esas chicas tan monas en la cabalgata, me parece del todo imposible justificar la de un batallón a caballo de la Guardia Civil, y menos mal que no vino la motorizada o la brigada Brunete, pues habría parecido sin duda otro 23F o cuando el general Manolo Pavía se fornifolló la Gloriosa al pronunciar aquel discurso equino, a espuela rabiosa, en “sede parlamentaria”, que es como dice Bárcenas que hay que decirlo, y por eso ahora todos los capuletos sin excepción no paran de imitarlo: en sede parlamentaria, en sede judicial, en sede gubernamental, en sede eclesial, en sede prostibularia, en sede tanatorial y por ahí todo seguido hasta llegar a la necedad más absoluta y cursi. Joder, vaya año que nos espera.



5 de enero de 2014

DIARIO


Jueves, 4 de enero del 2014

Resulta que durante la celebración de la Nochevieja, en casa de unos amigos, tuvieron a bien señalarme el camino de salida al considerar, no se lo pierdan, que mi nivel de alcoholemia superaba con creces lo supuestamente tolerable. Y yo les juro que no estaba bebido, sino que lo simulaba a propósito. ¿Me había vuelto loco? En absoluto. El motivo de aquel simulacro tuvo su razón de ser en la lectura de un libro que hace tiempo compré en una librería de Roma. El libro se titula “Comentari della Moscovia” y su autor es un tal Antonio Possevino, un jesuita del siglo XVI que participó en la Contrarreforma, siendo también el primer diplomático papal que visitó Moscú. Y en este libro se dice que los moscovitas tienen como norma emborracharse en las fiestas con el fin de que los anfitriones comprueben el alto grado de satisfacción de sus invitados. Lo cierto es que yo encontré la norma de lo más razonable y oportuna no sólo para los moscovitas, sino para cualquier ciudadano del mundo; sin embargo, en mi caso, al tener prohibida la bebida por culpa de un colon irritable, temí no poder estar a la altura como en justicia me habría apetecido, así que opté por una actuación teatral que al parecer fue de lo más convincente. Tan convincente que, sin haber bebido una jodida gota de alcohol, me pusieron de patitas en la calle por borracho y alborotador. Al día siguiente, conté lo sucedido a mi buen amigo Patricio Santana y me aconsejó que dejara de leer esos malditos libros que, según él, me están mermando el juicio.
Pero en el caso de que ustedes quisieran conocer a mi tocayo Antonio Possevino, no tendrían más remedio que visitar el castillo real de Varsovia, donde encontrarán colgado un cuadro titulado “Bathory en Psków”, del pintor polaco Jan Matejko. Al parecer, el jesuita es el único personaje del conjunto que viste todo de negro. Cuando se lo indiqué al bueno de Patricio, me contestó que ni borracho viajaría él a Varsovia para conocer a un tipo tan siniestro. Claro que estuvo a punto de cambiar de opinión cuando le hablé de las bondades del “bigos”, plato polaco por excelencia y de lo más energético, aunque algunos digan que la receta podría ser de origen francés.
¿Que qué es el “bigos”? Pues nada menos que un estofado de carne de ternera, salchichas, panceta, cebollas, champiñones, setas, repollo, chucrut, salsa de tomate, pimienta blanca y negra, laurel y sal. Los polacos suelen acompañar esta maravilla culinaria con vodka, aunque también es aconsejable un buen vino tinto, naturalmente. Desde mi punto de vista, tan sólo por mantener vivo mi habitual tono de exigencia, a este plato le falta el añadido de unas patatas como Dios manda. ¿No les parece?
Es verdad que esos cabrones de franceses han asimilado mucha cultura de los pueblos que sometieron, sobre todo en la época de Napoleón, pero este esponjamiento descarado no es óbice para reconocer que también de su acervo han aportado lo suyo. Por ejemplo, nada menos que la obra de Henri Bergson (1859-1941), para mí uno de los intelectuales más clarividente de su época. Bergson concebía la vida como una procelosa corriente de consciencia, una energía espiritual desbordante, el “élan vital”, que impregna la materia y la organiza, la coloniza, como quien dice, a fin de incrementar su propia libertad. Bergson pensaba que si el objetivo de la evolución, como decía Darwin, era adaptarse con éxito al medio, ¿por qué fue más allá del estadio de la ameba, que es prácticamente inmortal y ha demostrado ser el organismo más adaptable por excelencia?
Una vez le dije a un tipo de lo más desagradable, cuando trataba de convencerme de que todos venimos del mono, que yo no negaba ni le quitaba que él procediese del primate que se le antojara, pero que ni mi familia ni yo teníamos un origen tan ordinario.
Por cierto, no sé que ha sucedido en realidad, pero se ha extendido por el mundo una espiral de cursilería universal al felicitar el Año Nuevo mediante unos videos horribles que se expanden como virus feroces a través de los teléfonos móviles. Recomiendo a tan activos creadores que para el año próximo, antes de exhibir su mal gusto, lean previamente “La educación estética del hombre”, una obrita muy interesante de Federico Schiller. Es probable que les sirva de aprovechamiento y así los demás tendremos una Navidad libre de sobresaltos innecesarios.