I
Aunque he pasado doce años en la cárcel, me considero un hombre de suerte, al fin y al cabo mi encarcelamiento, de una justicia inapelable, fue debido a los seis tiros que le descerrajé en la barriga al amante de mi mujer, un viajante francés de lencería fina. Mi abogado alegó enajenación mental, y por eso no me cayeron los treinta años y un día que el fiscal pedía con una saña jamás vista en un tribunal. Insisto por tanto en que soy un tipo con suerte. Y la historia que les voy a contar, lo certificará con creces. No se vayan a creer que me invento las cosas según se me ocurren.
Sucedió que nada más salir de la cárcel, mi hermano Míchel confió en mi honestidad y en mis ganas de seguir el buen camino dándome un puesto de dependiente en su joyería. No es porque sea mi hermano, pero Míchel es uno de los joyeros más reputados de Madrid, además de un magnífico padre de familia y una gran persona. Y para mí que estoy respondiendo a su confianza, y puede que dentro de algún tiempo me haya convertido en un buen profesional de la venta. Desde luego, mi hermano está asombrado de cómo han subido las ganancias desde que trabajo en la joyería. El sueldo no es que sea muy alto, tampoco es bajo, pero digamos que me llega para pagar con holgura el alquiler, vestirme decentemente, llenar la bolsa en el supermercado y salir de copas con los amigos, aunque de momento no tenga ningún amigo, salvo un par de indeseables que estuvieron conmigo en el talego. Tampoco tengo coche, pero me importa lo que se dice un bledo, y he llegado a la conclusión de que es una manera como otra cualquiera de ahorrar dinero.
Digamos que después de salir de la cárcel me he convertido en un hombre razonablemente feliz. De mi mujer hace mucho tiempo que no recuerdo ni su nombre ni su jeta de bruja sin entrañas, al menos no la recuerdo con la intensidad de los primeros años de estar entre barrotes. Según me han soplado, ella vive desde hace algún tiempo con un electricista en un pueblo del sur de España. Fue una bendición para todos que esa mujer no me diera ningún hijo, de lo cual es posible que yo tuviera la culpa, no lo niego, y mucho menos después de haberle dado al electricista un par de chicos. Mejor para él. Sé que no está bien desear el mal a nadie, pero rezo todos los días para que esos dos cabrones les salgan borrachos y drogadictos.
Ahora vivo en la calle del Pez, encima de una tienda de tejidos, en el tercero izquierda. Mi dormitorio tiene una ventana que da a un patio de luces, y una noche que estaba yo colocando en el armario la ropa limpia que me habían entregado en la lavandería, me di cuenta de que una mujer me observaba desde la ventana de enfrente. Como era verano y hacía calor, todas las ventanas estaban abiertas y con las persianas subidas. Cuando nuestras miradas se cruzaron, la mujer me saludó con la mano y me dio las buenas noches. Yo le saludé con un simple movimiento de cabeza. Le calculé que tendría como unos cuarenta años. Por cierto, era bastante guapa y llevaba además un camisón demasiado escotado y transparente como para hablar tan alegremente con un hombre al que no conocía de nada.
II
A la mañana siguiente, esa misma mujer se presentó en la joyería como si tal cosa. Claro que si no llega a darse a conocer, nunca habría sabido quién era. A lo mejor si hubiera venido en camisón la habría reconocido más fácilmente. La verdad es que se trataba de una tía de muchos quilates, tantos como la mejor pieza de oro que tuviéramos en la joyería. Según ella, fue pura casualidad que se decidiera a entrar precisamente en la tienda donde yo trabajaba. Sin embargo, luego se verá que nuestro encuentro de coincidencia no tuvo nada de nada. Pero la tía va y me suelta que se alegraba enormemente de que fuera un conocido quien le resolviera el problema del regalo. ¡Menudo problema! Resulta que una sobrina suya hacía la Comunión y necesitaba consejo para elegirle el regalo. Eso era todo. Al final se llevó una medallita de oro de poco valor que yo le recomendé sin demasiado convencimiento.
Recuerdo que al despedirse me dijo, sin que la cosa viniera a cuento, que acababa de divorciarse de su marido, y también que su vida pasaba por malos momentos y que no se encontraba muy bien de ánimo. Interpreté aquella confidencia de la única manera que cualquier hombre lo habría hecho. Quiero decir que la señora se me estaba ofreciendo en toda su magnitud, y desde luego yo no iba a ser tan panoli de despreciar aquel alijo de bondades. Confieso que desde que había salido de la cárcel, en mi palmarés sólo figuraban un par de estrellas fugaces de muy buen nivel profesional, y a mucha honra, al fin y al cabo con ellas me arreglaba bastante bien y nunca tuve motivos de queja. Pero, como es natural, al entrarme tan a las claras aquel mirlo blanco, casi caído del cielo, me dije que de ninguna manera estaría dispuesto a dejar pasar la ocasión, aunque el sol no volviera a salir por las mañanas.
A partir de ese momento, todo sucedió de manera muy rápida, ya que esa misma tarde, cuando llegué a casa, me fui corriendo a la ventana de mi dormitorio para verla de nuevo. Allí estaba ella. Y cuando advirtió mi presencia, me dedicó una hermosa sonrisa. A los cinco minutos yo ya estaba en su salita de estar tomándome una cerveza con aceitunas. Ella me recibió con una bata azul muy ligera y como llena de aberturas y oquedades de lo más sugerentes. Me dijo que se llamaba Loreto y estuvimos hablando de la vida en general, es decir, de lo mal que estaba todo y lo caro que resulta vivir con cierto desahogo y cosas por el estilo. Tras la tercera cerveza, yo le conté la verdad de mi historia personal, pero ella me dijo que se había enterado de lo de la cárcel por una señora que suele comprar en el supermercado de la esquina. Una de esas cotillas que abundan en todos los barrios de todas las ciudades del mundo. Loreto me contó a cambio que su marido era militar y que el muy cabrón se había largado con una jovencita de veinte años.
Aquel fue el momento propicio para decirle que su marido era un imbécil y que ella me parecía una mujer imponente, y que cualquier hombre estaría dispuesto a perder la cabeza por sus huesos. De repente, tras oír mis palabras, Loreto se levantó del sofá y, sin pensárselo dos veces, se subió la bata hasta la cadera.
--Mira qué piernas tengo todavía –me dijo, mirándome con sus ojos verdes-- Tócalas para que veas lo duras que están.
La señora me dejó tan paralizado como una de esas estatuas de piedra que hay en los cementerios. Sin embargo, tenía mucha razón, aquellas piernas estaban satinadas como con una piel tersa y suave, pero sobre todo, lo qué son las cosas, me fijé en que Loreto tenía el pelo rojo y rizado y un sabor que no sabría muy bien cómo determinar. No obstante, lo que más me gustó de ella fue que odiaba el tabaco, y para mí esa cualidad añade mucho valor a una mujer.
III
Desde aquel día, todas las tardes, cuando volvía de la joyería, un servidor entraba en aquella casa y ya no salía de ella hasta las dos o las tres de la madrugada. Nunca dejé de volver a mi piso a esas horas. Loreto decía que había que guardar las apariencias y a mí me parecía que dormir en mi propia cama era un signo de independencia y una condición absolutamente innegociable. Los fines de semana nos íbamos de viaje a algún lugar cerca de Madrid. La verdad es que juntos lo pasábamos bastante bien. Sólo había dos temas de conversación que nos teníamos casi prohibidos: ella nunca me hablaba de su marido y yo tampoco le comentaba historias acerca de mi mujer. Pero nuestros momentos más felices, y ahora lo digo con cierta nostalgia, eran aquellas cenas en común. Siempre en su casa. Fue una costumbre que adquirimos desde el principio de nuestras relaciones. Mientras ella aderezaba la ensalada y vigilaba, por ejemplo, que no se pasara el pescado en el horno, yo ponía la mesa en el comedor y abría una botella de vino blanco que previamente había puesto a enfriar. A Loreto le encantaba el vino blanco, cuanto más afrutado y frío mucho mejor.
Yo creo que la mayoría de los vecinos sabía con certeza que en aquel piso se cocinaba algo más que la cena. Por lo menos, casi todos ellos me dejaron de saludar cuando coincidíamos en el ascensor. No lo podía entender. Al fin y al cabo, Loreto y yo éramos dos personas adultas y completamente libres para hacer lo que nos diera la gana. Sin embargo, no tardaría mucho en saber cuál era la razón de aquel rechazo.
Una noche, Loreto me confesó que desde que me conocía había recuperado la tranquilidad y que también se le había pasado el miedo a la vida. Me dijo que siempre había sido una mujer terriblemente miedosa y que al quedarse sola, sin la protección del marido, le dio por pensar en que la iban a robar en casa y en otras tonterías por el estilo, y que por ese motivo se había comprado una pistola y la guardaba en el cajón de la mesilla de noche.
--¿Tienes una pistola?
--La compré cuando mi marido se largó con esa zorra.
--¡Enséñamela, por favor!
Era una maravilla de pistola. Reconozco que las armas siempre ejercieron sobre mí una fascinación misteriosa. Me parecen unos objetos inquietantes y sutilmente bellísimos. Sobre todo las pistolas y las escopetas de caza. La pistola de Loreto era una “Baretta” del 38 y tenía el cargador bien repleto de balas. ¡Qué casualidad! Precisamente, yo maté al amante de mi mujer con una pistola igual que aquella. Le dije que tuviera cuidado con el arma y que no la tocara a no ser que fuera absolutamente necesario.
--Las armas sólo traen desgracias a las personas –le dije en plan paternal.
Pero a la noche siguiente, después de salir de casa de Loreto, me llamaron por teléfono desde una comisaría. Serían las tres y media de la madrugada. Habían entrado a robar en la joyería de mi hermano y tuve que salir corriendo para evaluar los daños. Casualmente, Míchel estaba de vacaciones con su familia y en aquel momento yo era el único responsable del negocio. Tuve que hacer un papeleo terrible tanto en la comisaría como en el juzgado de guardia. Quiero decir que no llegué a casa hasta las siete y media de la mañana. No había dormido en toda la noche y me encontraba hecho unos zorros. Así que lo primero que hice fue darme una ducha de agua bien caliente y luego me puse ropa limpia. Después tomé un poco de café con leche y unas tostadas con mantequilla. No había tiempo para más. A las nueve en punto tenía que abrir la tienda y ordenar el desaguisado que los ladrones habían provocado.
Pues bien, a las ocho y media de la mañana, sonó el timbre de la puerta. Era la policía. El caso fue que me llevaron detenido acusado de dar muerte al marido de Loreto, mi vecina y amante. No me lo podía creer. Resulta que el marido era un coronel de ingenieros que acababa de volver de Afganistán. Según la declaración de Loreto, el coronel me encontró en la cama con ella, y yo, un servidor, al verme sorprendido, saqué la pistola de debajo de la almohada y le descerrajé cuatro tiros en el pecho. La muy zorra lo tenía todo muy bien estudiado desde el principio.
Lo peor fue que pasé cuarenta y ocho horas declarando ante la policía. En ese tiempo, el forense pudo certificar que, en efecto, el semen hallado dentro de la mujer era mío y sólo mío. También comprobaron que mis huellas estaban en la pistola. Y si además añadieron al caso mis fabulosos antecedentes criminales, nos les hizo falta ninguna prueba más para completar la cuadratura del círculo.
Allí mismo me habrían declarado culpable de asesinato y fusilado al mismo tiempo si no llega a ser por el bendito robo de la joyería de mi hermano. Una docena de policías municipales, más tres o cuatro funcionarios del juzgado de guardia, le dijeron al juez instructor que, si la muerte del coronel se había producido a las cinco de la mañana, como había establecido el forense, de ninguna manera podía ser yo el asesino porque a esas horas estaba cumplimentando el papeleo pertinente al robo de la joyería donde trabajaba. No es por nada, pero por suerte yo tenía la coartada perfecta.
No lo creerán, pero en el fondo sentí mucha pena por Loreto. Y es que esa pelirroja está como un tren cargado de chocolate fundido. Sin contar que en la cama es como un volcán siciliano en erupción. Y confieso, ¡maldita sea!, que sigo perdidamente enamorado de ella. Les pareceré un idiota, pero todas las semanas voy a visitarla a la cárcel. Incluso nos escribimos como si fuéramos dos novios enamorados. Y el otro día nos dijo un funcionario de la prisión que si estuviéramos casados tendríamos derecho a un bis a bis cada mes. Sin embargo, me cuesta dar ese paso tan importante en la vida por la sencilla razón de que Loreto ha empezado a fumar en la cárcel. Y no creo que una mujer fumadora me convenga. Claro que a la pobre chica la han condenado a treinta años y un día y, en tales circunstancias, a quién pude importarle un cigarrillo de más o de menos. Una condena que, por otra parte, yo habría cumplido en su lugar si no llega a ser por la intervención divina de unos ladrones desalmados. ¡Benditas criaturas! Y es que, pese a quien pese, yo soy un tipo con suerte. Loreto, cada vez que voy a verla, siempre me lo recuerda.
FIN
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