I
Yo lo que pasa es que al verte por primera vez, mi querida Azucena, me quedé como fuera de combate. Aquel cuerpo tuyo y aquella cara no parecían de este mundo. Recuerdo que tenías el pelo largo y moreno, muy moreno, y los ojos negros y rasgados y también que eras muy alta, al menos con tacones parecías mucho más alta que yo. A mí me gustabas sobre todo cuando llegabas vestida con aquella faldita blanca de lunares rojos y una blusa también blanca. ¿Te acuerdas? Yo es que así con ese conjunto podía imaginar, mas a las claras que con otro, que debajo te temblaban unos muslos con cierta densidad carnal y también unos pechos breves y suaves. ¿Me equivoco? Yo creo que eras la mejor tía que había visto en circulación por Madrid. O al menos una de las mejores. Mi querida Azucena. ¡Azucena Viñas! En realidad, representabas los valores más sobresalientes de aquella academia de verano. Ahora mismo no recuerdo como se llamaba la maldita academia. Ni creo que lo recuerde jamás. Sólo sé que estaba en la calle Hermosilla, muy cerca de Goya.
Pero lo malo de ti es que eras una pava casi inaccesible. Pasabas a mi lado y era como si yo fuera invisible o algo parecido. Y eso que hacía todo lo posible por cruzarme contigo en el pasillo, cuando descansábamos entre clase y clase. A ti te tocó en un aula que estaba justo al lado de la mía, pero yo sabía que nos preparábamos para el mismo examen de septiembre. Me habría gustado que te hubiera tocado en mi clase, aunque no se muy bien por qué, al fin y al cabo siempre estabas rodeada de moscones y no había manera de acercarse a ti a menos de tres metros de distancia. No obstante, al poco tiempo de que llegaras, recuerda que te cayó el sambenito de que eras una pija estirada y más estrecha que una novicia a punto de profesar, o sea, una calientapollas de muchos quilates. Pero a ti te daba igual lo que la gente dijera. Tú seguías rodeada de una multitud de admiradores, y raro era el día que al salir de clase no te acompañaran al menos un par de esos gilipollas que tanto te gustaban. Un par que, por cierto, siempre era el mismo. Aunque ahora no recuerdo sus nombres. Se decía sin embargo que no te interesaba ninguno de los dos, y que los dos tíos estaban tan desesperados que un día tendrían que dirimir entre ellos cuál se quedaba a dar la batalla final. Como así ocurrió.
Recuerda que un lunes por la mañana, ninguno de los dos se presentó en la academia y se empezó a correr la especie de que uno estaba en el hospital con un navajazo entre las costillas y al otro lo habían metido en el talego acusado de haberlo querido matar. Pero lo bueno fue que tú, mi linda Azucena, tuviste que declarar en comisaría y, según contaban, fuiste acompañada de un abogado porque temías que a ti y a tu familia rica de Serrano os salpicara toda aquella mierda del navajeo callejero.
No obstante, tú sí que te presentaste ese lunes en la academia, como si tal cosa y como si no hubiera pasado nada, pero en cuanto la gente supo que la pelea había sido porque no acababas de decidirte por uno de ellos, aunque en realidad no querías quedarte con ninguno, tus compañeros te empezaron a hacer el vacío y nadie te hablaba y todo el mundo te retiró el saludo, volviéndote la cara cuando se cruzaban contigo, y si había algún idiota que todavía no se había enterado y se acercaba a ti con las babas en la mano, siempre había alguien que se lo llevaba y lo amenazaba por si volvía a las andadas. Y tan serio y enrarecido se puso el ambiente y tan a las claras te insinuaron que no te querían ver más por allí, que no tuviste más remedio que recoger tus pertenencias y marcharte con viento fresco de la academia.
No es por nada, pero a mí me pareció una injusticia lo que hicieron contigo. Pienso en realidad que aquella actitud se asemejaba más a un linchamiento que a cualquier otra cosa. Claro que yo no me puse de tu parte abiertamente, habría estado cojonudo, ni me dio la gana hablar en tu defensa por la sencilla razón de que tú me habías convertido en un hombre invisible. Y los hombres invisibles no pueden hacer de abogados defensores. Recuerdo, sobre todo, que una mañana subí contigo en el ascensor, desde el portal hasta el tercer piso, que es donde estaba la academia. Subimos los dos solos. Yo, naturalmente, te di los buenos días y tú como si oyeras llover; después, una vez arriba, te abrí la puerta del ascensor y dejé que pasaras primero, y, por supuesto, tampoco me diste las gracias; luego te dije adiós y ni te dignaste mirarme cuando nos separamos en el pasillo de las clases. No obstante, todo te lo perdoné porque durante unos segundos gloriosos pude contemplar, como a un palmo de mis narices, uno de los culos más supuestamente perfectos que he imaginado en mi vida: el tuyo. Me dije que a una pava con ese culo había que perdonárselo todo. Y eso que con tu actitud hacia mí me tenías convencido, maldita zorra, de que yo no era otra cosa que una especie de ectoplasma andante, algo así como un ejemplar inferior dentro de la evolución natural de la especie humana.
Quiero decir que opté por mantenerme a una distancia discreta y sumamente higiénica de aquellos acontecimientos tan desagradables, por mucha injusticia que se hiciera contigo. Por otra parte, había muchas razones por las que te merecías todo lo que te pasaba y mucho más que te hubiera pasado, pero sigo pensando que, en el caso de la pelea a cuchilladas de esos dos tarados, no fue por tu culpa y para mí que no debieron organizarte aquel boicot o hacerte la cama o como quiera que se llame esa cosa tan fea de conseguir que una persona se largue contra su voluntad.
El caso fue que la academia se quedó sin el espectáculo de luz y sonido que cada día, entre clase y clase, se daba en los pasillos gracias a tu gloriosa presencia estelar. Fue como si de repente, mi querida Azucena Viñas, nos sobreviniera a todos, alumnos y profesores, un periodo de intensa glaciación. Pues sí, hasta los profesores se quedaron como mustios ante aquella ausencia tan significativa. Porque si cualquiera otra tía hubiera dejado la academia, estoy seguro de que la vida allí dentro habría seguido tal cual y nadie se habría dado cuenta a no ser a la hora de pasar lista en clase, en cuyo caso con una cruz en la casilla pertinente se habría subsanado la falta y aquí no ha pasado nada. Pero una ausencia tan conmovedora como esos ojos negros tuyos y esa cinturita de bailarina y esas dos tetitas tan delicadas que escondías bajo la blusa, era un sacrificio demasiado duro para la vida escolar de la academia. Sin hablar, claro está, de ese pedazo de culo que tienes; algunas veces parecía que las costuras de los pantalones, cuando te ponías pantalones, te iban a estallar de un momento a otro, igual que una de esas piñatas que destripan los niños en los cumpleaños. Me refiero a que una ausencia así no podía ser asimilada de la noche a la mañana por nadie que fuera de carne y hueso.
II
Aquel día en que te marchaste para siempre, pensé que nunca más volvería a verte, pero me equivoqué, ya que me encontré contigo cuando en septiembre nos examinamos de Matemáticas y Física y Química en la facultad de Ciencias. No lo podía creer. Tú estabas allí, apoyada en una columna del hall, abrazada a una carpeta roja. Te juro que para mí fue como una aparición mariana. Brillabas como una diosa entre la multitud de alumnos que esperaban la hora del examen. Y, como siempre, había media docena de moscones babeando a tu alrededor. Tú reías como la tontita despreocupada que eras, igual que solías reírte con unos y con otros en los descansos de la academia. Todo seguía igual. Pero en el fondo me alegré de que así fuera, al menos yo no te imaginaba de otra manera. Una pava de tu calibre, mi querida Azucena, ha de tener siempre el derecho a exhibir, qué carajo, todos los defectos que le vengan en gana. La verdad es que pasé un rato de lo más entretenido, escondido furtivamente entre la multitud, observando cada uno de tus gestos y movimientos. Habría pasado horas y horas mirándote, disfrutando del espectáculo, pero a la nueve en punto como recordarás nos llamaron para realizar el examen.
Y lo que son las cosas, en el aula me tocó a tu lado. Mejor dicho, encima de ti, ya que el aula era un paraninfo en forma de media luna, con los bancos puestos en paralelo y escalonados. O sea que tú, Azucena, estabas justo debajo de mí. ¿No suena a música celestial? Pero, como siempre, ni te diste cuenta de que yo velaba tu espalda como un fiel y devoto escudero. Enseguida saludaste a quiénes estaban a tu izquierda y a tu derecha y al chico que tenías por delante, una bancada más abajo, pero no a quien tenías detrás, una bancada más arriba. Sin embargo, al poco de empezar el examen de Matemáticas, como del mismo modo sucedió después con el de Física y Química, me di perfecta cuenta de que no sabías por dónde te andabas, ya que empezaste a girar la cabeza de un lado a otro por ver, digo yo, si la inspiración en forma de soplo divino te llegaba de algún otro lugar. Entonces escribí la resolución de los problemas en un papel y, arrugándolo, te lo lancé en forma de pelotita. ¿Lo recuerdas? Sólo tuviste que estirarlo bien y copiar todo lo que yo había escrito. Curiosamente, cuando salieron las listas, me enteré de que a ti te habían dado un sobresaliente y a mí un notable. ¿Acaso hay justicia en este mundo?
Pero lo milagroso fue que, al final del examen, Azucena de mi vida, te volviste hacia mí y me miraste fijamente. Y como era de esperar, mi cara te resultó absolutamente desconocida. Sin embargo, confieso que me dejaste fuera de combate con esos ojos tuyos tan negros y brillantes. No me lo podía creer, pero me diste las gracias con la voz más dulce y amable que jamás acariciaron mis oídos. También me dijiste que jamás olvidarías el detalle. ¡El detalle! Calificaste de detalle el hecho, querida, de haberte salvado el culo. ¡Y qué culo! El caso es que ya no te separaste de mí en toda la mañana. Me preguntaste cómo me llamaba y también quisiste saber dónde había estudiado durante el verano. Tuve que mentir como un bellaco, pues si te llego decir que había estudiado en el mismo garito de donde te largaron por la reyerta de aquellos dos imbéciles, no sé cómo habrías reaccionado.
También fue una sorpresa para mí que me propusieras tomar el aperitivo en Peñabel, una cafetería que entonces había en la calle Princesa. Naturalmente, acepté encantado, y allí nos fuimos los dos. Y la verdad es que pasamos un rato de lo más agradable. Tengo que reconocer que estuviste muy amable y cariñosa conmigo. Incluso llegamos a coger bastante confianza el uno con el otro, ¿lo recuerdas?, supongo yo que animados por el vino, ya que me atreví a proponerte que saliéramos juntos de vez en cuando. ¡Y tú aceptaste! Dijiste nada menos que te llamara cuando quisiera, e incluso me diste tu tarjeta de visita. No podía creer lo que me estaba pasando. Yo, el hombre invisible, había ligado con Azucena Viñas.
Aquella noche no conseguí dormir tres horas seguidas. Me había enamorado tan intensamente de ti que a la mañana siguiente amanecí con una especie de sarpullido en la cara, como intoxicado por tu presencia. Así que hasta que no desaparecieron todos esos granos a base de pomadas y ungüentos, no me atreví a llamarte para que saliéramos. ¿Pero cómo pude ser tan ingenuo? No sé cuantas veces me dijo tu doncella que la señorita Azucena no estaba en casa. Así que le dejé mi número de teléfono para que me llamases cuando pudieras, pero mi teléfono permaneció mudo toda aquella primera semana y también la siguiente y la siguiente. Tres semanas en total aguardando el santo advenimiento. Desgraciadamente, había transcurrido casi un mes desde el día del examen y de aquel bendito aperitivo en Peñabel y todavía no sabía nada de ti, mi adorada Azucena.
Entonces, se me ocurrió ir a verte a tu casa. Recuerda que me diste tu tarjeta y en ella venían las señas: calle Serrano, número 110, 4º derecha. Y una tarde, sin pensármelo dos veces, allí que me fui. Sin embargo, no tuve valor para llamar a tu puerta. Así que me metí en el bar de enfrente a esperar que salieras o entraras. No sé si sabrás, ¿pero por qué habrías de saberlo?, que estuve más de cuatro horas venga mirar y mirar hacia tu portal. Creo que en el bar me tomaron por un detective privado o algo parecido. Por fin, como a eso de diez de la noche, te vi salir. Ibas que te rompías de buena con aquel vestido blanco ajustado y unos zapatos también blancos de tacón alto, ¡qué digo de tacón alto, de tacón altísimo! Nunca te había visto tan guapa ni tan deseable. Llevabas unos andares como si te dirigieras al infinito o hacia los límites del otro mundo. Parecías una verdadera diosa.
Sin embargo, qué desalentador fue aquel pensamiento que me asoló de repente. Así es. Me refiero a que me entró un ataque de sinceridad contra mí mismo, comprendiendo de súbito que eras demasiada mujer para un pobre chico como yo. Quiero decir que en un instante de inspiración, posiblemente divina, sentí que ni por asomo podría ser yo el hombre elegido para disfrutar de tus encantos. No señor. Comprendí que aquel fatídico día en que te soplé el examen, sufrí un ataque de locura y me entró como de costado una ventolera de vanidad absurda, empeñándome en una quimera situada, como todas las quimeras, a millones de años luz de mi verdadero alcance.
Pero aquella noche, bajo los balcones de tu casa, quise realizar un experimento final. Ni más ni menos que concederme el privilegio de sentirme humillado por última vez. Estaba en mi derecho. Así que a todo correr subí por una calle perpendicular a Serrano para bajar después por la siguiente y darme de bruces contigo, cara a cara, simulando un encuentro casual. Y así lo hice. Desde luego el experimento salió tal y como yo esperaba. Me refiero a que una vez delante de ti no me reconociste. Y eso que le eché al saludo una buena dosis de simpatía y espontánea naturalidad, como si fuéramos amigos de toda la vida. Sin embargo, no sabías quién demonios era yo, ni yo tampoco te lo dije, faltaría más, supongo que por un prurito lógico de orgullo. Simplemente, te limitaste a decir, pestañeando casi a mil por hora: ¿acaso nos conocemos? Y yo te contesté que no, que no nos conocíamos de nada, que me había equivocado de persona. ¿Pero cómo equivocarse con una mujer como tú? Entonces fui y te pedí perdón por el error, una y otra vez, casi suplicando que me dieras la absolución final. Pero tú como si tal cosa. Continuaste tu camino calle adelante mientras yo te seguía con la mirada.
De repente, de un deportivo rojo aparcado en el bordillo de la acera, se bajó un tipo de casi dos metros de altura, chaqueta azul marino y melenita rubia al viento. Tú corriste a su encuentro, con los brazos abiertos, dando unos saltitos, eso sí, un poco ridículos, para abrazarlo apasionadamente. También recuerdo que lo besaste en la boca hasta quedarte sin aliento. Después, amor mío, te perdiste dentro de su magnífico coche italiano, un deportivo rojo precioso, aunque dejándome a mí el espectáculo de unas piernas interminables, más una estela de humo negro y varias luces rojas como recuerdo. Pude haber llorado, pero no lo hice. Incluso al momento me sentí bien conmigo mismo. Y es que no hay nada mejor que sondear tus propias limitaciones. Mi querida Azucena, eras demasiada mujer para un hombre que ha nacido invisible. Menos mal que lo supe a tiempo.
FIN
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