I
No sé cómo pude caer en la tentación de atender aquel anuncio. Pero lo hice. Y si he de ser sincero, no me arrepiento de nada. Todo lo contrario. Me alegro enormemente de haberlo hecho, joder, ya lo creo, al fin y al cabo gracias a ese anuncio he podido encontrar el gran amor de mi vida. Casi a los cincuenta y cinco años. Un premio gordo que a última hora me tenía reservada el destino. Si quieres encontrar a tu media naranja, ven e vernos: “Romeo y Julieta”, agencia matrimonial, calle Válgame Dios, 14, Madrid. Recuerdo que como un resorte me levanté de la butaca, doblé el periódico, lo dejé sobre la camilla y salí a la calle dispuesto a cambiar mi vida.
Eran las doce de la mañana y apretaba con dureza el calor de julio. Le di las señas a un taxista y en diez minutos estaba sentado delante de un tipo con peluquín y unas horribles gafas negras, unas gafas que para su consuelo lograban taparle casi toda la cara. La verdad es que no había visto un tío tan feo en toda mi vida. Me pregunté si alguien así podría buscarme una novia que reuniera cualidades que merecieran la pena. Seguro que el muy cabrón estaba soltero.
Incluso me da vergüenza recordarlo, pero quedé seriamente traumatizado después de oírme pronunciar aquellas terribles palabras. No me lo podía creer, pero oí con toda nitidez cómo de mi boca salió aquello de que había decidido casarme y necesitaba encontrar con urgencia a mi media naranja. ¡Santo Dios! Después de decir semejante cursilada empecé a perder el poco respeto que me quedaba por mí mismo, sin embargo la suerte estaba echada y decidí mantenerme firme en el propósito.
Así que el guripa del peluquín encendió el ordenador y estuvo dos horas preguntándome acerca de mi vida y venga escribir todo lo que se me ocurría contarle. Entre otras cosas le dije que durante más de treinta años me había ganado la vida como corresponsal de guerra y que ahora trataba de pasar el rato escribiendo artículos para una agencia de prensa y también le dije que estaba a punto de publicar mi primera novela. No obstante, se extrañó mucho cuando le conté que jamás me había casado por la sencilla razón de que siempre consideré los riesgos de mi trabajo como un verdadero impedimento para cualquier clase de vida familiar. Entonces va el tío y me responde que en su opinión yo le parecía un hombre de lo más sensato. ¡Un hombre de lo más sensato! ¿Pero se puede ser más cretino? ¿Cómo puede haber sensatez en un corresponsal de guerra? Los hombres sensatos se quedan en su pueblo, se casan con una buena chica, tienen media docena de hijos y echan una barriga tan oronda como una barrica de buen vino. Supongo que se referiría a que en el fondo de mi locura pudieron quedar restos de algo parecido a la cordura que me impidieron cometer el crimen de casarme para tener en vilo a una mujer mientras me jugaba la vida en cualquier guerra a cinco mil kilómetros de distancia. Sí, supongo que a eso se referiría. Luego me soltó el rollo de que necesitaba unos días para encontrar a las candidatas que respondieran lo más ajustadamente posible a mi perfil psicológico, y que el proceso debería seguir un protocolo muy estricto, sobre todo para mantener la discreción más exhaustiva posible acerca de las personas implicadas.
--Tendrá noticias nuestras antes de dos semanas –me dijo, esgrimiendo una sonrisa que trataba de ser amable.
Cuando salí de aquel garito empezaron a temblarme las piernas. Si no llego a soltarle un adelanto de quinientos euros, creo que habría subido otra vez para mearme en su peluquín después de retractarme de todo lo dicho. Pero no hice nada de nada y terminé entregándome sin ninguna resistencia para que la vida me sorprendiera con alguna de las suyas. Me refiero a que el mecanismo del destino se puso en marcha para bien o para mal, y he de confesar que desde ese preciso momento el tiempo empezó a lentificarse como si los relojes se hubieran vuelto de plomo fundido. Los días pasaban al ritmo lento de un calor sofocante y demoledor. A veces, un miedo cerval se apoderaba de mí y me entraban unos sudores como de menopáusica. Me tranquilizaba diciéndome a mí mismo que ni por asomo aceptaría mujer alguna que no me entrara primero por los ojos, aunque tuviera que renunciar al dinero que ya había dado.
II
Tal como me prometió el tipo del peluquín, a las dos semanas me llamó por teléfono. Me dijo que había una mujer que quería conocerme. Puso mucho énfasis en que la tía había mostrado interés y curiosidad por mi persona. Me habló de que se trataba de una clienta de dinero que, hasta la fecha, había rechazado a todos los candidatos que la agencia le había enviado, pero que él estaba seguro de que yo le gustaría y que si a mí me gustaba ella tal vez el negocio podría cerrarse felizmente para ambos. Ese tío estaba más chiflado de lo que yo pensé en un primer momento. Le dije que las tías ricas, a no ser que sean terriblemente feas y contrahechas, no necesitan de los servicios de una agencia matrimonial para encontrar marido. Él me respondió, muy seguro de sí mismo, que ese no era el caso y que me pasara por la agencia para ver la fotografía de la interesada. Pero yo insistí en que tenía que haber gato encerrado.
No obstante, fui a ver la maldita fotografía. Pues bien, se trataba de una mujer de unos cuarenta años disfrutando de una espléndida madurez. Joder, no me lo podía creer, ¡La tía estaba buenísima! Además, la fotografía estaba hecha en el jardín de un cigarral de Toledo, una de esas casas antiguas y lujosas que se levantan señorialmente sobre la cuenca del río Tajo, justo a las afueras de esa ciudad. Demasiado perfecto para ser cierto. Me dije que aquello tenía que ser un timo en toda regla. Sin embargo, ese tipo de la agencia insistió tanto en que no había gato encerrado que me convenció para que acudiera al menos a la primera cita. Yo estaba seguro de que algo extraño se cocía detrás de todo este asunto, pero me dije que en peores circunstancias me había visto yo en la vida como para que una cosa así me asustara. Además, qué periodista no querría saber lo que había detrás de todo aquello. Podría salirme un reportaje de lo más curioso.
Al día siguiente, llegó un coche a la puerta de mi casa para recogerme. Se trataba nada menos que de un “Mercedes” último modelo. El chófer era una mujer que se llamaba Carmela. Me dijo que era la secretaria particular de Carmen Sánchez, pues así se llamaba la mujer que quería conocerme. Yo me había puesto un traje de verano de color hueso todo de lino y comprado en Londres hacía un par de años. Además, llevaba camisa blanca, corbata amarilla y unos mocasines burdeos con borlitas. No es por nada, pero uno iba de lo más aparente.
--Va usted muy elegante –me dijo la secretaria esbozando una sonrisa demasiado picarona para mi gusto.
Sin embargo, he de reconocer que fue un viaje muy entretenido, no podría negarlo, ya que esa mujer era lo que se dice de una amabilidad y de una simpatía tranquilizadora. Yo por encima le eché así como unos cuarenta y ocho o cincuenta años, y no es que fuera muy guapa que digamos, pero tampoco era fea y tenía unos ojos marrones muy expresivos e inteligentes. Claro que lo más bonito de ella eran sus manos, unas manos largas y bien cuidadas. Me fijé en que sujetaba el volante con suma delicadeza, como si no quisiera dejar huella.
Naturalmente, esa chica trató de conocer todo acerca de mi vida, supuse que es lo que le habrían ordenado que hiciera. Claro que su trabajo lo llevó a cabo con mucho tacto y educación, dándome, por supuesto, la oportunidad de no contestar a lo que me pareciera demasiado íntimo. Ella utilizó la técnica de hablarme primero de su vida personal, hechos superficiales y sin importancia, para luego sonsacarme más fácilmente lo que le interesaba de mi vida. Me dijo, por ejemplo, que había estado casada dos veces y que las dos veces habían terminado en divorcio. No había tenido suerte con los hombres. Yo la correspondí tratando de ser lo más sincero posible, es decir, facilitándole su labor de investigadora por cuenta ajena. Me cayó tan bien esa chica que le dije que no se cortara en su interrogatorio. Luego ella me reconoció que esa misma tarde le tenía que pasar un informe completo a la interesada. También me dijo que además de secretaria estaba licenciada en psicología y que doña Carmen, así la llamó, doña Carmen, valoraba mucho su opinión. También me confesó que todos los candidatos anteriores mandados por la agencia fueron rechazados por ella antes de llegar a la entrevista final con su patrona.
A la media hora de viaje paramos para echar gasolina. Me fijé como sin querer en que Carmela era una chica delgadita y con unas piernas muy bien formadas. Físicamente no llamaba la atención, pero al poco tiempo de estar con ella, gracias a su simpatía y, sobre todo, a su agradable conversación, su presencia iba ganando en atractivo. La llamaron por teléfono y al momento supe que se trataba de su jefa, es decir, de mi flamante y riquísima candidata al altar, aunque empecé a pensar que en el juego que nos traíamos entre manos el verdadero candidato era yo.
Cuando le dije a Carmela lo que pensaba al respecto no me lo negó. Es más, me confesó que la señora le había llamado para pedirle un adelanto de sus impresiones y también para decirle que no me recibiría hasta las cinco de la tarde. Llegamos a Toledo a eso de las dos menos cuarto y la secretaria y yo nos fuimos a tomar unas cervezas, ¿qué otra cosa se podría hacer en Toledo además de visitar la catedral, el alcázar y la casa y las pinturas del Greco?
--¿No le gusta el arte? –me preguntó la secretaria.
--Tanto como al que más, pero siempre que el arte no sea turístico.
--¿Quiere decir que no le gustan los turistas?
--No sólo odio a los turistas, sino que creo firmemente en que el turismo ha sido la plaga más feroz y destructiva del siglo XX y lo será también del siglo XXI.
Así que me llevó a un restaurante que hay a las afueras de Toledo y desde el que se puede divisar toda la ciudad. Comimos y bebimos espléndidamente. Ni que decir tiene que no dejé que la chica pagara. Y eso que se empeñó en hacerlo, empleando toda su influencia como secretaria particular de la gran señora. Además, me dijo que tenía órdenes superiores de no dejarme pagar absolutamente nada. Sin embargo, fui capaz de imponer mi voluntad y no tuvo ninguna posibilidad de vencerme en la siempre ridícula batalla de pagar la factura.
Durante la comida, Carmela me contó que su jefa era una mujer imponente y que aunque era algo extravagante en muchos aspectos, sobre todo en la manera de hacerse con un marido, en el fondo valía la pena conocerla. También me dijo que se trataba de una mujer excesivamente generosa, casi pródiga, y que si llegábamos a un acuerdo y accedíamos a casarnos, estaba segura de que mi vida sería espléndida y con toda clase de lujos. Claro que donde más énfasis puso fue en su aspecto físico, ya que la consideraba como una mujer bellísima. No recuerdo cuántas horas me dijo que se pasaba en el gimnasio y nadando en la piscina para tener el cuerpo de una jovencita de treinta años. También me aconsejó que para salir victorioso de la visita me mostrara tal como era yo y, sobre todo, que no intentara impresionarla.
--Saldrá usted victorioso –me auguró.
Y para inflar algo más la vanidad de mi ego y supongo que también para darme ánimos, me confesó que de los doce candidatos que había investigado, ninguno mostró una personalidad tan interesante como la mía. ¿Qué más se podía pedir en unas circunstancias como aquellas?
III
A las cinco en punto nos presentamos en el cigarral. ¡Qué maravilla de casa! Se trataba de un verdadero palacete rodeado de un césped cuidadísimo y de varias hectáreas de olivos. Había un letrero en la puerta que decía: “Cigarral de las Cármenes”. Me pareció un verdadero paraíso y pensé que si jugaba bien mis cartas todo aquello podría ser mío. ¡Y cuanto lujo en el interior de la casa! Maderas nobles, escaleras de mármol, barandillas de hierro forjado, alfombras persas, porcelanas chinas, lámparas de Murano. En la salita donde me dijo Carmela que esperara, descubrí un auténtico Corot, un Duffy, un Derain y, además, dos esculturas, una de Pablo Serrano y otra de Alberto Sánchez. Naturalmente, me preocupé de realizar toda una exhibición de conocimientos artísticos delante de Carmela, no fuese a creer que mi teoría del arte turístico era una excusa para disimular un escaso interés por el arte en general.
--La verdad es que ha conseguido sorprenderme.
--Sinceramente, era lo que pretendía.
La aparición de Carmen Sánchez, la misteriosa candidata, fue realmente espectacular. En primera instancia, me pareció mucho más atractiva que la mujer de la fotografía. Desde luego, se trataba sin duda de una de esas rubias despampanantes que salen en las películas americanas. No quisiera parecer exagerado, pero esa preciosidad tenía los ojos más azules que todos los mares de la tierra juntos. ¡Y qué ecuanimidad en el reparto de sus curvas! También me pareció tan elegante como una de esas modelos de pasarela, o al menos fue la impresión que me dio al verla enfundada en un mono de seda, entre azul y verde, medio transparente, con una capa de gasa sobre los hombros que, gracias a unos andares ágiles y ligeros, como sin tocar el suelo, tomaba el aspecto de la cola radiante de una estrella fugaz. Sin embargo, lo que más me impresionó de ella fueron sus pies descalzos y largos y sus uñas pintadas de rojo, lo mismo que las uñas de las manos, tan largas y afiladas como las de una gata montesa a punto de saltar sobre su presa. Una pena, sin embargo, el lunar que percibí sobre un extremo del labio superior. Desde luego, no le hacía juego con una boca tan grande y voluptuosa y tan llena de posibilidades. Claro que enseguida me acordé del gran Tanizaki y su elogio de las sombras. El lunar era sin duda la piedra armilar de toda la belleza que se contemplaba en ella, el elemento imprescindible para ponerla de manifiesto y exaltarla.
--Carmela acaba de hablarme muy bien de usted. Espero que nos vayamos conociendo un poco más a lo largo de la tarde. ¿Quiere que le enseñe la casa?
Me enseñó la casa sin parar de hablar un instante. Me explicó cada tapiz que había tanto en los pasillos como en la subida de las escaleras; me dijo el nombre de los pintores de todos los cuadros que encontramos a lo largo de nuestro itinerario y el estilo de cada uno de los muebles. Fue una auténtica lección de arte decorativo. Después nos sentamos a tomar el té en el jardín, ya más relajados, donde aprovechó para preguntarme todo lo que se le ocurrió acerca de mi vida personal y profesional. Empezaba a cansarme tanta curiosidad ajena sobre mi vida. En un sólo día me había desnudado demasiadas veces delante de demasiada gente. Cuando terminó el interrogatorio me dijo que si pasaba las pruebas médicas, análisis de sangre, comprobación ocular del aparato reproductor, radiografías, etcétera, y si después accedía a casarme con ella, pondría a mi nombre un par de millones de euros y viviría en el ala oeste de aquella casa, donde tendría una habitación propia, cuarto de baño, gimnasio, sauna, piscina climatizada y un despacho para escribir cuanto quisiera. También me prometió toda la libertad que necesitara, para lo que pondría un coche y un chófer a mi disposición. Me dijo que también tendría derecho, y esto es lo mejor de todo, a dormir con ella dos veces a la semana. Naturalmente, me aclaró que a cambio yo no me metería en su vida privada, viera lo que viera y me enterara de lo que me enterara.
--¿Ha quedado claro, querido?
--Perfectamente claro. Y sólo puedo decir que he tenido mucho gusto en conocerla, pero que rechazo con total rotundidad su fabulosa oferta matrimonial. ¿No comprende, señora, que en el caso de aceptar usted parecería la reina de Saba y yo un pastorcillo jubilado de las montañas? Y no es que yo tenga una idea del matrimonio demasiado romántica, pero si la comparamos con la suya, alguien podría considerarme un personaje de las mil y una noches. ¿Y, además, para qué demonios necesito yo una sauna?
Durante el viaje de vuelta, Carmela, la secretaria, no sólo se burló un buen rato de mí, sino que estuvo riéndose a conciencia de la gracia que le había hecho mi contestación, pero también me dijo que no entendía cómo había rechazado una bicoca tan suculenta de manos de una mujer tan exquisitamente hermosa. Pero yo le insistí en que no buscaba un matrimonio lujoso, sino que había pensado en una vida más sencilla y de más intimidad con una mujer que quisiera lo mismo que yo. Le hablé de lo terrible que es el rostro de la soledad y de la importancia de una buena compañía y del cariño y del respeto y de cuidarse mutuamente. No le mencioné a propósito la palabra amor ni le dije nada de algo así como enamorarse y todo eso, pero sí le hablé de ayudarse y de envejecer con dignidad el uno junto al otro.
--Durante toda mi vida como corresponsal de guerra –seguí con mi discurso--, he visto acumulada demasiada maldad en el corazón de las personas como para no saber a simple vista lo que es de verdad y lo que es de mentira. Y en esa mujer tan despampanante que acabamos de dejar en su lujoso cigarral, mi querida Carmela, le aseguro que la verdad brilla por su ausencia.
--¿Sabes que me caes de puta madre?
--Tú a mí también, y sólo por eso te voy a invitar a cenar en Madrid.
--¿Es acaso una proposición de matrimonio?
--¿Qué otra cosa podría ser?
A los dos meses me casé con Carmela, una mujer de una pieza, tal y como yo había imaginado que debía ser la mujer de mis sueños. Pero lo mejor de todo fue que al año de estar casado con ella y vivir estrechamente en mi piso y tener que mantenerla al estilo antiguo, me confesó que ella era la verdadera dueña del cigarral de Toledo y que tenía en el banco una cantidad bochornosa de millones de euros. Me dejó con la boca abierta. Y cuando le pregunté por la rubia explosiva del cigarral me contestó que se trataba de una amiga suya muy aficionada al teatro. También me dijo que si hubiera aceptado aquella proposición tan estrafalaria, nunca se habría casado conmigo. Sólo había pretendido con aquella pantomima encontrar un marido que no la quisiera por su dinero, como siempre había sido su desgracia.
Carmela me contó aquella verdad con mucho tacto por si acaso me enfadaba y salía huyendo de su lado. Pero estaba tan enamorado de ella, me gustaba tanto, que sólo tardé una semana en perdonarle el engaño. Y si he de ser sincero, confieso que terminé tomándole vicio a la piscina climatizada, a las vajillas de Limoges y a la impúdica suavidad del “Mercedes”. También esperé, con cierta impaciencia disimulada, a que un día volviera por el cigarral, aunque sólo fuera de visita, la tía que trató de engañarme a conciencia; me refiero a esa actriz de pelo rubio y de ojos azules y de tanta ecuanimidad americana en el reparto de sus cosas. Lo siento mucho, pero no he podido quitármela de la cabeza. Y es que la muy zorra estaba de buena como un tren rebosante de champán y merengue. Al fin y al cabo, Carmela me la presentó para que me casara con ella.
FIN
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