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25 de julio de 2013

PARECES MÁS GORDA CON ESE PEINADO




  La verdad es que cuando me enteré no podía creerlo. Lo siento pero me pareció inverosímil que yo, Ricardo Ruano, pasara quince años en coma, completamente dormido y sin enterarme de lo que ocurría a mi alrededor. Claro que una vez asimilados los hechos, confieso que pensé en suicidarme, aunque más tarde desistí por la sencilla razón de que en el fondo aún tenía unas enormes ganas de vivir. Pero entre todo lo que sucedió, lo peor fue lo de Elisa, mi mujer. Ese fue un golpe demasiado bajo para resistirlo sin anestesia. Y es que yo estaba enamorado de Elisa desde que era un niño, más tarde seguí enamorado de ella en el instituto y después nos fuimos juntos a la Universidad porque no soportaba la idea de estar separado de ella. 
Elisa eligió la carrera de Historia y yo la de  Arquitectura. Y cuando terminamos, ella sacó unas oposiciones para dar clase en un colegio de enseñanza pública y yo me coloqué en la empresa constructora de mi padre. Mentiría si dijera que no gané dinero con el negocio familiar. En realidad, empecé a disfrutar de una posición económica bastante desahogada, pero aún gané mucho más dinero cuando a la muerte de mi padre me convertí en el presidente de la empresa. Fue el momento en que escogí para pedirle a Elisa que se casara conmigo. Ella aceptó y yo le regalé una casa a las afueras de Madrid; una casa que yo mismo había diseñado en mi tiempo libre. Se podría decir que construí para ella la casa soñada por cualquier mujer.
Fue una boda preciosa. Y como viaje de novios, decidimos dar la vuelta al mundo. Elisa pidió una excedencia de un año para poder hacer aquel viaje. No es por presumir, pero nos recorrimos los cinco continentes y visitamos las ciudades más importantes del mundo: Nueva York, Chicago, Nueva Orleans, Los Ángeles, San Francisco, Méjico, Río de Janeiro, Buenos Aires, Tánger, Casablanca, Hong Kong, Pekín, Tokio, Sydney, Moscú, Berlín, Munich, Roma, Venecia, Londres, París… Como digo, casi un año volando de ciudad en ciudad, alojándonos en los mejores hoteles, comiendo en los restaurantes de moda, asistiendo a todos los teatros. La verdad es que fue un viaje perfecto. Nunca creí que llegaría a ser más feliz que durante aquel año de luna de miel.
Y así fue, ya que nada más llegar a Madrid, el taxi que nos llevaba de vuelta a casa, al entrar en la M40, chocó contra las traseras de un camión que estaba parado en el arcén. Pero lo increíble es que yo no me enterara absolutamente de nada. Juro que no tengo el más mínimo recuerdo de aquel accidente, todo lo que sé me lo ha contado Elisa después de que me despertara la mañana del catorce de mayo, hoy hace justo un año. Y, según parece, la peor parte se la llevó el taxista, ya que el pobre murió en el acto. Sin embargo, lo que son las cosas, Elisa, milagrosamente, ni siquiera sufrió un ligero rasguño. Nada de nada. 
En cuanto a lo que a mí se refiere, me llevé tal golpe en la cabeza que tuvieron que operarme de un coágulo en el cerebro. Un coágulo que por suerte estaba en un lugar razonablemente accesible para el bisturí del neurocirujano. Y la operación, como todo el mundo esperaba, fue un éxito de mucha resonancia clínica, pero cuando se pensaba que me iba a poner bien y que en unas semanas saldría como si tal cosa por la puerta del hospital, resulta que no fueron capaces de despertarme. Los médicos decían que no había motivos orgánicos para que yo siguiera dormido. Que mi cuerpo había recuperado todas las funciones vitales y que no entendían cómo no recobraba la consciencia. A Elisa le dijeron que no se explicaban mi situación y que podría despertar en cualquier momento, pero sin a atreverse a dar un plazo más o menos fiable.


II 
Elisa decidió llevarme a casa y mantenerme alimentado mediante una sonda nasogástrica, tal como le dijeron los médicos. Para tal cometido contrató a una enfermera especializada en esta clase de situaciones y, por supuesto, a un fisioterapeuta para que me diera masajes todos los días y me mantuviera tan en forma como a cualquier atleta en unos Juegos Olímpicos. Un desperdicio intolerable que uno no se enterara de tantos placeres.
En otro orden de cosas, Elisa no tuvo más remedio que hacerse cargo de la dirección de la empresa, si bien yo había contratado de antemano a un gerente de confianza para que en nuestra ausencia se encargara del negocio.  
El problema fue que pasaron cinco años y a mí no daba la gana de abrir los ojos. Seguía dormido como un leño. Pero Elisa cumplió los veintinueve años y necesitaba vivir como cualquier mujer joven, y cuando el nuevo gerente, un buen muchacho de unos treinta y nueve años, Juan Pedro Quiles, le dijo que estaba enamorado de ella, Elisa se dejó querer y no tardó mucho en enamorarse locamente de él. Así que mi presencia empezó a ser un verdadero problema para ellos. La verdad es que ahora entiendo perfectamente aquella situación. Incluso creo que habría actuado lo mismo que Elisa, y también como ella habría presentado una demanda de divorcio. Claro que el juez se lo concedió con la condición de que me tuviera en la casa, cuidándome hasta que despertara o, simplemente, hasta que muriera. Ella aceptó y en un mes estuvo casada con el gerente de la empresa, mi sustituto en todos los órdenes de la vida. Incluso decidieron vivir en nuestra casa, en la casa que yo había regalado a Elisa, es decir, en mi verdadera casa. Porque se trataba de una casa que primeramente uno había imaginado, luego diseñado y construido y, después, aunque decirlo sea una vulgaridad, pagado hasta el último euro de los dos millones que costó. 
Pues bien, Elisa decidió colocarme en una especie de buhardilla que yo había diseñado como un pequeño estudio para mí. De modo que no creo que estorbara gran cosa para que ellos vivieran su amor con la pasión que se les antojara en cada momento. Porque allá arriba, con que subiera la enfermera y el fisioterapeuta era más que suficiente. No sé cuántas veces subiría Elisa para verme en los quince años que duró el coma. Me lo pregunto porque, al fin y al cabo, Elisa era toda la familia que tenía, lo único que me quedaba en el mundo, ya que mis padres habían muerto y tampoco tenía hermanos, ni tíos carnales ni siquiera un perro que me lamiera las heridas. De modo que estaba sólo en la vida, a expensas de lo que Elisa quisiera hacer conmigo, dado mi estado de absoluta inconsciencia. Aunque supongo que para la pareja de recién casados, saber que yo estaba en el piso de arriba, no tuvo que ser un plato de gusto, aunque seguramente terminarían acostumbrándose, como si yo fuera un mueble viejo arrinconado en el desván. El caso fue que pasaron los años y uno seguía en las mismas condiciones físicas y mentales. Y, para colmo de males, Elisa y su marido empezaron a tener un hijo tras otro, hasta cuatro engendraron: dos niños, el mayor y el pequeño, y dos niñas. Y aunque quisiera no podría repetir sus nombres por la sencilla razón de que nunca llegué a saberlo.  

III

La mañana que desperté, como digo, fue el catorce de mayo del año pasado. Hoy hace justo un año. A decir verdad, todo fue de lo más normal. Abrí los ojos y enseguida reconocí dónde estaba. Rápidamente me di cuenta de que aquello era mi estudio. Lo que verdaderamente no entendía era por qué razón estaba uno instalado en ese cuarto. Pero antes de pensar en nada, como estaba un poco aturdido por el sueño, un sueño demasiado largo y pesado, lo primero que hice fue levantarme para ir al cuarto de baño y echar una meada. Me encontré un poco débil y algo mareado, las piernas me flojeaban y en los brazos apenas tenía fuerza; también observé en el espejo que unas ojeras demasiado profundas me hundían y sombreaban los ojos y además me extrañó que tuviera algo menos de pelo que el día anterior. Al fin y al cabo, esa mañana era para mí la mañana del día siguiente de mi vuelta del viaje de novios. También noté que tenía la garganta muy irritada, casi en carne viva, incluso llegué a pensar que habría contraído una enfermedad infecciosa y que estaba en mi estudio del desván para no contagiar a Elisa. No le veía al menos otra explicación. Trataba de recordar sin conseguirlo y lo último que tenía claro en la memoria era mi viaje en taxi desde el aeropuerto. Sin embargo, no podía recordar en qué momento había llegado a casa y qué había ocurrido después. Ahí mi memoria se convertía en un lago de agua densa y oscura. Así que la única explicación que contenía cierta lógica era que me había dormido en el taxi y que, por alguna razón que no lograba recordar, había decidido dormir esa noche en el estudio. ¿Acaso Elisa y yo habríamos reñido? Pero lo extraño fue que al abrir el armario encontré toda mi ropa. Confieso que no fui capaz de dar con una respuesta más o menos razonable. 
Me dije que lo mejor sería buscar a Elisa y preguntárselo, así que me puse unos vaqueros y la primera camisa que encontré y bajé desde la buhardilla hasta el segundo piso, que es donde están los dormitorios, cinco en total, cada uno con su baño. Había un silencio sepulcral en toda la casa. Naturalmente, me fui derecho al dormitorio principal, o sea, al nuestro, al que en teoría iba a compartir con Elisa. Eché un vistazo por encima y me pareció que todo estaba en orden. Luego recorrí los demás cuartos y me dio la impresión de que en ellos había dormido una marabunta de niños, mejor dicho, estaba completamente seguro, salvo en el último, que estaba perfectamente ordenado. Un sudor frío anegó todo mi cuerpo al tratar de encontrar una explicación a lo que acaba de ver. Después bajé al piso de abajo y entré en el salón. Lo único que me llamó la atención fue una enorme pantalla de televisión que yo no había comprado. Sin duda era el último grito en materia de televisiones. Me dije que sería algún regalo de boda. También entré en la cocina. No había nadie. ¿Dónde demonios estaría Elisa? ¿Habría ido a la compra? Entonces sentí hambre y abrí la nevera, una nevera de dos cuerpos que yo jamás había visto. Allí había de todo, como para dar de comer a un regimiento. ¿Y si Elisa ya había venido del supermercado, dónde estaría? Tal vez se habría marchado a la peluquería, pensé. Había un poco de café un en la cafetera, así que saqué la botella de leche y puse un poco en un cazo, pero al ir a encender el fuego me encontré una cocina muy rara. No tenía quemadores, sólo una serie de círculos de vidrio de color rojo; tampoco tenía mandos para hacerla funcionar. Una cosa rarísima. Desde luego, ni aquella nevera de acero inoxidable ni la cocina con los vidrios rojos las había incluido yo en el proyecto de la casa. Volví a pensar que eran regalos de boda y que a Elisa se le había olvidado comentármelo. 
Me senté en la mesa y me dispuse a tomar un poco de leche fría y un trozo de tarta de cerezas que encontré en la nevera. Miré por la ventana y me alegré porque hacía un día maravilloso. El césped del jardín estaba perfectamente cortado y todo parecía que estaba en su sitio. La tarta estaba buenísima, aunque me la hubiera comido mejor acompañada de un café caliente. ¿Pero quién se había comido el resto de la tarta? Porque Elisa no probaba los dulces por miedo a engordar, y a la tarta le faltaba un buen trozo, algo así como dos tercios. Claro que también era la primera vez que veía esa nevera. La verdad es que estaba hecho un lío, y si yo no hubiera diseñado la casa, me habría parecido que aquella no era la mía.  


IV

No había terminado de desayunar, cuando oí cómo se abría y cerraba la puerta de la calle. Elisa apareció de repente en la cocina. No entendí por qué razón se quedó petrificada al verme, incluso se le cayeron las dos bolsas que sujetaba con los brazos. Enseguida me levanté para ayudarla a recoger las cosas del suelo, pero ella no movió un sólo músculo, siguiendo en la misma posición de estatua de mármol. Cuando la miré fijamente, no me lo podía creer, pero no me gustaba nada el peinado que llevaba. Así se lo dije. ¿Qué te has hecho en el pelo? Ese peinado, querida, te hace mucho más gorda, porque no creo que hayas engordado tanto de ayer a hoy. Incluso pienso que te hace mucho más vieja. Por cierto, ¿quién nos ha regalado esta cocina tan rara y esta nevera tan despanpanante y esa televisión en cinemascope de casi tres metros de larga que hay en el salón? ¿Pero qué te pasa? ¿Por qué me miras como si hubieras visto a un fantasma? Entonces, Elisa, tambaleándose como si estuviera enferma, intentó llegar a una silla para sentarse. La verdad es que si no es por mí no lo consigue. Yo volví a ocupar mi sitio en la mesa para terminar el desayuno. Los dos nos quedamos mirándonos fijamente, como si no nos conociéramos de nada. ¿Me quieres explicar qué pasa aquí y decirme por qué demonios he dormido esta noche en el estudio? Maldita sea, Elisa, ¿acaso te has quedado muda? 
De repente, volví a oír cómo la puerta de la calle se abría y se cerraba de un portazo y, al momento, cuatro niños de distintas edades, dos niños y dos niñas entre unos diez y cuatro años, entraron a todo correr en la cocina. Los cuatro eran muy rubios y tenían el pelo rizado. También los cuatro se quedaron paralizados cuando me vieron. Salvo el más pequeño de todos. ¡Anda, pero si se ha despertado el tío Richard!, dijo en un tono muy gracioso. Elisa, ¿quiénes son estos niños? ¿Son acaso tus sobrinos? ¡Pero si tú no tienes sobrinos! ¿Son los hijos de alguna vecina?  ¡Nada de eso, somos sus hijos!, dijo el mayor de todos, señalando a Elisa. Pero Elisa, cariño, contéstame, ¿qué broma es esta? De pronto, Elisa se puso a llorar como una Magdalena, aunque al rato, sin saber cómo, cambió el llanto por una risa nerviosa, como si se hubiera vuelto loca de repente. Yo no sabía qué pensar. Entonces, un señor de unos cincuenta años, rubio y con el pelo rizado, entró en la cocina. ¡Joder, pero si es mi gerente! ¿Qué hace usted aquí? Y tampoco pudo contestarme porque también él se quedó medio muerto, paralizado, al verme allí sentado, desayunando la leche y el trozo de tarta. ¿Pero cómo este tío ha podido envejecer tanto en un año? ¿Tantos problemas le ha dado la empresa?  
Fue entonces cuándo Elisa estalló en unas sonoras carcajadas. Por favor, Elisa, deja de reírte y dime qué hace el gerente en mi casa. Mira, tío Richard, él es nuestro papá y ella es nuestra mamá, dijo una niña rubita con los ojos azules, de unos seis años y francamente preciosa. ¡Elisa deja de reírte como una tonta y explícame qué pasa aquí! ¿Qué hace toda esta gente en mi casa? ¿Y por qué esta niña dice esas tonterías? Pero Elisa no paraba de reír y los niños se contagiaron de la risa y también empezaron a soltar carcajadas. La verdad es que hubo un momento en que todos reíamos como idiotas. Incluso yo también reía para no ser menos. Y hasta el gerente, el muy cabronazo, también se desternillaba de risa. En realidad, nos reíamos todos menos el niño mayor, un niño de unos diez años, muy delgado y de aspecto bastante triste. El fue quien me soltó la verdad a bocajarro. ¡Este es mi padre y esta es mi madre y tú, tío Richard, has estado en coma más de quince años porque mi madre y tú sufristeis un accidente viniendo del aeropuerto! Sí, tío Richard, no pongas esa cara, la verdad es que te has pasado durmiendo nada menos que quince años. Cuando yo nací, tú ya llevabas mucho tiempo dormido, arriba, en la buhardilla. Fue entonces cuando todo el mundo se quedó callado. Elisa fue la única que cambió la risa por otra vez el llanto. ¡Maldita sea! ¿Pero qué dice este niño? Elisa, vida mía, dime la verdad, porque esto no puede ser otra cosa que una broma pesada, demasiado pesada, y te aseguro que no tiene ni pizca de gracia. ¡Elisa, habla de una vez y dime qué está pasando! Y por fin ella se levantó de la silla y vino hacia mí, abrazándome con mucho cariño, dulcemente, llenándome la cara de besos y de lágrimas, como si yo fuera otro de sus hijos. Las palabras no salían de su boca porque no podía dejar de llorar. Sin embargo, aquel llanto y aquellos besos fueron mucho más elocuentes que cualquier palabra que dijera. Enseguida supe que el niño había contado la verdad y que todo había terminado entre nosotros. De la noche a la mañana, como quien dice.

FIN
         

                             

20 de julio de 2013

UNA SEÑORA MUY ESPECIAL






I

Ahora no sé cómo demonios contarles esta historia. Tal vez debería empezar por el final y revelarles la identidad de la mujer que se coló en mi vida sin yo saber de quién se trataba. Aunque lo mejor sería que primero les dijera quién soy yo y cómo, sin comerlo ni beberlo, me vi envuelto en aquel berenjenal de dimensiones inconcebibles. Un lío, ¡maldita sea!, cuyas consecuencias probablemente me perseguirán mientras viva. 
Me llamo José Luis Balmes y por aquel tiempo escribía relatos para una editorial que estaba apunto de irse a pique por falta de lectores. Claro que yo por entonces no vivía de la literatura sino de la herencia de mis padres, entre otras cosas de una finca de más de mil hectáreas de secano situada en Extremadura. Una finca que también me sirve de refugio y de la que no he salido desde hace más de veinte años, justamente desde que murieron mi mujer y mi primer hijo a consecuencia de un mal parto. Acabo de cumplir los cincuenta y mi vida ha transcurrido a lo largo de estos años sin la presencia de periódicos, televisión, radio, teléfono, internet o cualquiera otro medio de comunicación que el hombre haya inventado para difundir la estupidez propia de su especie. La única conexión que mantengo con el resto del mundo es a través de unos cuantos libros bien escogidos. No en vano me enorgullezco de poseer una magnífica biblioteca. O sea que entre la lectura, la caza menor, los largos paseos y las horas que estoy sentado a la máquina de escribir entretengo mi vida lo mejor que puedo.  
Para las cuestiones de intendencia normalmente siempre tengo contratado a un matrimonio de guardeses que se encarga tanto de los trabajos de la finca como de la limpieza de mi casa y, por supuesto, de mantener la despensa abastecida, hacerme la comida y, una vez al año, de traerme la ropa necesaria de una tienda de Villaval, que es el pueblo más cercano. Precisamente,  por los días que sucedieron los acontecimientos que les voy a contar, trabajaban para mí Juan y Genoveva. Los dos vivían en una casa como a unos doscientos metros de la mía. Juan era un hombre hosco, aunque muy dispuesto para su trabajo, y su aspecto impresionaba la primera vez que uno lo veía, ya que tenía las piernas demasiado cortas en relación a un tórax de gran tamaño y a unos brazos demasiado largos y fuertes. En cambio, su mujer, Genoveva, que es de aquí de la tierra, era todo lo contrario; la verdad es que tenía un buen tipo y era de una belleza algo extraña y rudimentaria, como sin pulir, y además hacía gala de una inteligencia natural digna de tenerse en cuenta, sobre todo en cuestiones relacionadas con la aritmética económica, es decir, con todo lo relacionado con el dinero y la forma de conseguirlo. Como era de preveer, después de todo aquello que pasó no he vuelto a saber nada de ellos. Ni siquiera por una postal en Navidad. 
En cuanto a mi relación con las mujeres, a pesar de no salir de la finca, siempre me las he apañado bastante bien y nunca me ha faltado sustento. Recuerdo que cuando llegaron Juan y Genoveva, yo recibía todos los sábados a una amiga mía de Villaval que se llamaba Laura. Laura era viuda y pasaba en la finca todos los fines de semana del año. Quiero decir que todos los lunes por la mañana ella se volvía a su casa y no volvía a verla hasta el sábado siguiente. A los dos nos gustaba demasiado nuestra independencia. Naturalmente, yo le pagaba bastante bien sus servicios, ustedes ya me entienden, y ese dinero le servía para vivir desahogadamente, ya que con su pensión de viuda no tenía ni para lo más necesario. Creo que mantuvimos relaciones durante unos ocho años. Hasta que un sábado se presentó con noticias muy desagradables para mí: me dijo que se iba a casar con un señor de mucho dinero, sacrificando su independencia en aras de una seguridad que, según me explicó, empezaba a serle necesaria. Como ya supondrán, la decisión de Laura me dejó un poco triste, lo reconozco, además de huérfano en algo tan necesario como la pasión amorosa. Y también me sentí, por qué no decirlo, tan jodidamente celoso como un amante burlado.
Fue Genoveva la que acabó con mis penas una de las mañanas en que fue a casa para cumplir con sus obligaciones. Primero me dijo que había notado que la señorita Laura hacía más de un mes que no venía a pasar el fin de semana. Entonces, le conté lo ocurrido y, después de un silencio bastante inquietante, va la muy zorra y me dice que por el mismo dinero la podría tener a ella cuantas veces me diera la gana. ¿Pero cómo sabía esa bruja que yo pagaba los servicios de Laura? No he visto en mi vida una mujer más fría que Genoveva para tratar de negocios. El caso fue que le dije que sí y desde la ausencia de Laura, ella me atendía casi a diario, cuando venía a ponerme el desayuno, mientras su marido realizaba las labores propias del campo. Y la verdad es que yo estaba encantado con la novedad, ya que había cambiado una cuarentona que naufragaba en un declive alarmante, por una treintañera de lo más lozana y bastante animosa en cualquier clase de navegación que se le exigiera. 

II

Fue un sábado por la tarde cuando me encontré a Betty Moore. Acaba de empezar el mes de diciembre y yo había salido de paseo por ver si oxigenaba la conciencia y de paso cazaba unas perdices y alguna que otra liebre. Entonces, la vi de lejos. Ella estaba de pie en el camino que conduce a la carretera general, al lado de su coche, un Renault alquilado de baja cilindrada. Cuando me acerqué  para preguntarle si necesitaba ayuda, me dijo que había abandonado la carretera porque le gustaba tanto el paisaje que había querido participar y fundirse con toda la belleza que había visto. Estaba fascinada por los encinares y, según decía, por una hierba con un verde tan distinto a todos los verdes posibles. También me dijo que se dirigía a Lisboa, pero que no tenía ninguna prisa en llegar. Entonces le pregunté de dónde era y me dijo que de Costa Rica, pero que vivía en los Estados Unidos. No tuve más remedio que creerla enseguida por la sencilla razón de que su español era perfecto, si bien con un ligero toque musical y como lleno de sugerencias caribeñas. También me aclaró que su padre era irlandés y su madre argentina y que por eso su piel era tan blanca. Desde luego, a simple vista parecía una mujer ágil y esbelta, a pesar de que iba enfundada en un anorak genuinamente americano. Me fijé en que su pelo, el poco que sobresalía de la tiranía de un pañuelo verde de seda, oscilaba entre dos tonalidades, una rubia y otra rojiza. Cualquiera de las dos le sentaba maravillosamente. Y no creo que ella pasara de los cuarenta y cuatro años. Pero lo que más me extrañó fue que a pesar de lo nublado de la tarde llevara gafas de sol.
De repente, a la vista de las perdices que colgaban de mi cinturón, me dedicó una sonrisa de lo más agradable. Me dijo que su padre y su marido también eran muy aficionados a la caza y que ella había sido campeona de tiro al plato en América. No podría decir cómo se cambiaron las tornas, pero sin darme cuenta pasé del papel de interrogador al de interrogado. También ella quiso saber de mí y empezó a lanzarme toda una batería de preguntas. Así que le dije que me llamaba José Luis Balmes y que vivía en aquella finca y que escribía relatos y todo lo demás que ustedes ya saben. Ella debió quedar bastante satisfecha de mis respuestas, porque aceptó casi sin pensárselo la invitación que le hice con el fin de que conociera mi casa y repusiera fuerzas para continuar el viaje. Así que puse las perdices en el maletero y, obedeciendo sus órdenes, me coloqué al volante del coche. Durante los quince minutos que duró el trayecto hasta la casa, ella no hizo otra cosa que alabar el paisaje que nos rodeaba. Hubo un momento en que la miré detenidamente y, como la tenía tan cerca y se había quitado las gafas, advertí que tenía los ojos verdes, pero de un verde tan especial como el de la hierba que ella tanto admiraba. Se trataba sin duda de una mujer guapísima y con unas maneras muy raras de ver por aquellos lugares.
Cuando llegamos a la casa, avisé a Genoveva para que encendiera la chimenea y nos preparara algo de merendar. Desde luego la cara de mi guardesa era todo un poema. Y es que después de que Laura dejara de visitarme, no había entrado ninguna otra mujer en la finca. Le tuve que explicar que me la había encontrado junto a la carretera general. Es lo que tienen las mujeres, que en cuanto marcan sus dominios a lo largo y ancho de tu cama se creen con derecho a controlar tu vida desde la mañana a la noche. Claro que los celos jugaron su papel, había que comprenderla, y juzgué de lo más natural aquella inquietud. Las mujeres fijan los límites de su territorio y ay de la que se atreva a invadirlo.
La americana, Betty Moore, encontró la casa muy acogedora y se admiró de la cantidad de libros que había por todas partes. Y se tomó muy a risa que no hubiera ninguna televisión en la casa y que yo no leyera periódicos ni escuchara la radio. Entonces va ella y me dice que era la casa más segura en la que había estado, incluyendo la suya. Aquella frase la interpreté como si se refiriera metafóricamente a la violencia manipuladora propia de los medios de comunicación. Y así se lo dije, pero ella se limitó a dedicarme otra de sus sonrisas encantadoras. 
A mi invitada le gustaron mucho las perrunillas de Genoveva. Comía con verdadero apetito, por lo que deduje que por el camino no se había parado en ningún restaurante a tomar algo sólido. Las llamas de la chimenea parecían en pleno apogeo y creí llegado el momento de lanzarle algunas preguntas indiscretas. Sin embargo, la americana encajó bastante bien que me interesara por la profesión de su marido. Me dijo que acababa de comprar una serie de hoteles por Europa y que el último había sido en Madrid. Esa era la razón de que Peter, así le llamó, estuviera tan atareado, y que le hubiera dado permiso para que viajara hasta Lisboa con el fin de visitar a unos viejos amigos. Naturalmente, todo era mentira, pero entonces yo no lo podía saber, ni tuve motivos para sospechar otra cosa. Ahora pienso que jamás he conocido a una mujer que mintiera tan convincentemente como ella. Pero les diré en su favor que no mintió cuando dijo que no tenía hijos y que su padre era diplomático y que ahora estaba jubilado y que vivía con su madre en Florida. Y tampoco mintió cuando dijo que su marido se llamaba Peter.  
Pero el caso fue que aquella señora me empezó a gustar con locura. Al instante, me di cuenta de que se trataba de una mujer culta y con una conversación de lo más agradable. Curiosamente, coincidíamos en nuestros gustos literarios. Los dos adorábamos a escritores como Fitzgerald, Faulkner, Henry Miller, Raymond Carver, Paul Auster… Y después de tomarse una copa de güisqui tras la merienda, percibí que había en sus ojos como un brillo de paz interior. Estoy seguro de que esa mujer hacía mucho tiempo que no vivía un momento tan relajado como aquel. 
Miré hacia la ventana y vi que ya había oscurecido. Se lo dije, pero no le dio demasiada importancia. Entonces me atreví a invitarle a que se quedara a pasar la noche y que siguiera el viaje por la mañana. Ella dudó un instante, pero enseguida permitió que Genoveva le preparara un dormitorio. 
Betty Moore se quedó cinco días en la finca, y al tercero ya estábamos perdidamente enamorados el uno del otro. Todas las mañanas, después de desayunar, salíamos a cazar perdices, pero no fue hasta el tercer día cuando nos besamos e hicimos el amor. La verdad es que la primera vez nos amamos apasionadamente sobre los capotes extendidos de la caza, bajo una encina, refugiados de la lluvia. Me dijo que quería quedarse conmigo y participar de aquella vida apartada y solitaria y sin apenas contacto con el mundo. Yo le animé a que lo hiciera, pero me respondió con el silencio y los ojos más llorosos y la mirada más triste que jamás había visto en una mujer. Aun así me pareció que estaba realmente hermosa. Enseguida comprendí que en su vida había algo extraño y misterioso que no me había contado. Así se lo dije, pero ella volvió a guardar silencio. Un silencio que confirmaba todos mis temores. Esa noche la pasamos juntos en mi cuarto. Y fue ella misma, quien en un arrebato de sinceridad, sin que yo le exigiera nada, me dijo quién era y por qué estaba allí. Y después de contármelo todo se quedó dormida con su cabeza apoyada sobre mi pecho, abrazada a mí como con un sentimiento de desesperación. Sin embargo, yo no pude dormir en toda la noche. ¿Cómo podría después de saber quién era esa mujer?          

III

Lo curioso fue que a la mañana siguiente, Genoveva también sabía quién era Betty Moore. Porque Genoveva sí que tenía una televisión en su casa y, según me dijo, bajando mucho la voz, todo el mundo buscaba a la señora desesperadamente, desde la Guardia Civil y la Policía Nacional hasta la Infantería de Marina. Así que cuando por la mañana, Betty apareció en el comedor, le conté que toda la policía de Occidente se había puesto en pie de guerra para encontrarla. También le dije, con un cierto temblor en la voz, que estaba seguro de que en cualquier momento aparecería el Séptimo de Caballería, con el general Custer a la cabeza, para rescatarla de las fauces del dragón. Pero ella lo tenía muy claro. El teléfono lo había dejado en el hotel, único elemento activo que tenían para localizarla mediante vía satélite. Además, el coche que había alquilado lo tenía guardado en mi garaje y era un coche que no disponía de GPS, un dispositivo por el que, según dijo ella, también podían localizarla “los chicos del Servicio Secreto”.  Yo no comprendía nada de esa jerga tecnológica. Y la verdad es que empecé a no tenerlas todas conmigo. Aquella historia sobrepasaba mi capacidad de raciocinio y por una vez en mi vida no sabía qué hacer. Entonces ella me dijo que lo mejor sería no preocuparse y que si nadie se iba de la lengua aún podría disfrutar de unos días más de vacaciones. 
Sin embargo, nuestra relación ya no podía ser la mismo de antes. Ustedes comprenderán que esa corriente mágica que se había establecido entre nosotros desapareciera por completo y que ya no fuera para mí la misma mujer que se me había aparecido en el camino, junto a la carretera. Ella advirtió que yo estaba muy afectado por la situación y rápidamente comprendió que me tenía que dar toda clase de explicaciones. Entonces, nos fuimos a dar un paseo por el campo y me contó que su marido, Peter Campbell, el presidente de los Estados Unidos, se dedicaba en su tiempo libre a disfrutar de las delicias de una jovencísima actriz de Hollywood, manteniéndola a ella en un ostracismo de lo más humillante. La verdad es que yo no sabía que el presidente de los Estados Unidos estuviera de visita oficial en Madrid. Porque fue entonces cuando la primera dama aprovechó un instante de descontrol entre sus guardaespaldas para salir huyendo del hotel. Naturalmente, entre otros propósitos, quería dar un escarmiento a su marido para que se avergonzara ante el mundo entero por el comportamiento de su mujer. Al fin y al cabo, ella ya se había avergonzado, más de una vez, por el de su marido delante de todos los americanos.  
Yo la comprendí muy bien y, naturalmente, juzgué de lo más natural que se vengara a conciencia de ese cabronazo de yanqui, pero lo terrible del caso, desde mi punto de vista, fue que me había escogido a mí como cómplice de su venganza. ¡A mí! El hombre más apartado y solitario en muchos océanos a la redonda. Porque yo sabía, y así se lo dije, que a partir del momento en que la sexta flota apareciera río arriba y los marines rodearan la finca y los helicópteros de Coppola bajaran desde el cielo a los sones wagnerianos de la Cabalgata de las Walkirias, la vida que yo había elegido desde hacía veinte años desaparecería para siempre. 
Y ese mismo día se cumplió mi presagio, ya que Genoveva, la muy puta, a primera hora de la mañana envió a su marido para que diera parte a la Guardia Civil de Villaval. Al fin y al cabo, la recompensa por una información así, según dijeron, era de un millón de dólares. Si bien se mira, una traición y un chivatazo de lo más comprensible. ¿Quién podría fiarse de una mujer celosa y terriblemente avarienta? 
Pues bien, no sé pueden imaginar el circo que se formó en poco rato. Por un momento me pareció que había llegado la hora del Apocalipsis. Incluso me llevaron esposado hasta el cuartelillo, montado en las traseras de un jeep del ejército, como si fuera un gitano que hubiera robado media docena de gallinas. Fue una experiencia demasiado aterradora para mí, ya que estuve declarando durante cuarenta y ocho horas. Menos mal que desde algún sanedrín dieron la orden de que me dejaran en paz, pudiendo regresar a mi casa entre una nube de periodistas y cámaras de televisión de todo el mundo. 
La verdad es que Betty, la señora Campbell, se portó muy bien al liberarme públicamente de cualquier responsabilidad con respecto a su tocata y fuga. También dijo que se había enamorado locamente de mí y que una vez divorciada, si yo la aceptaba en mi casa, volvería conmigo a España. Y claro que se divorció, pero fue para casarse con un maderero canadiense más joven que ella y podrido de dólares. A decir verdad, en lo que a mí se refiere, yo sólo he conseguido, además de un constante dolor de cabeza, que mis relatos se vendan a cientos de miles en todas las librerías del mundo. Y, según decían, Peter Campbell, Betty Moore y un servidor de ustedes fuimos durante más de un año las tres personas más famosas en este planeta de tarados mentales. Sin olvidarnos, claro está, de Juan y Genoveva, multimillonarios por la vía de recorrerse todos los platós del mundo pregonando los efectos afrodisíacos de la bellota extremeña sobre el ánimo pasional de la mujer americana. Como para salir de casa.


FIN      

13 de julio de 2013

AGENCIA MATRIMONIAL

I

No sé cómo pude caer en la tentación de atender aquel anuncio. Pero lo hice. Y si he de ser sincero, no me arrepiento de nada. Todo lo contrario. Me alegro enormemente de haberlo hecho, joder, ya lo creo, al fin y al cabo gracias a ese anuncio he podido encontrar el gran amor de mi vida. Casi a los cincuenta y cinco años. Un premio gordo que a última hora me tenía reservada el destino. Si quieres encontrar a tu media naranja, ven e vernos: “Romeo y Julieta”, agencia matrimonial, calle Válgame Dios, 14, Madrid. Recuerdo que como un resorte me levanté de la butaca, doblé el periódico, lo dejé sobre la camilla y salí a la calle dispuesto a cambiar mi vida. 
Eran las doce de la mañana y apretaba con dureza el calor de julio. Le di las señas a un taxista y en diez minutos estaba sentado delante de un tipo con peluquín y unas horribles gafas negras, unas gafas que para su consuelo lograban taparle casi toda la cara. La verdad es que no había visto un tío tan feo en toda mi vida. Me pregunté si alguien así podría buscarme una novia que reuniera cualidades que merecieran la pena. Seguro que el muy cabrón estaba soltero. 
Incluso me da vergüenza recordarlo, pero quedé seriamente traumatizado después de oírme pronunciar aquellas terribles palabras. No me lo podía creer, pero oí con toda nitidez cómo de mi boca salió aquello de que había decidido casarme y necesitaba encontrar con urgencia a mi media naranja. ¡Santo Dios! Después de decir semejante cursilada empecé a perder el poco respeto que me quedaba por mí mismo, sin embargo la suerte estaba echada y decidí mantenerme firme en el propósito. 
Así que el guripa del peluquín encendió el ordenador y estuvo dos horas preguntándome acerca de mi vida y venga escribir todo lo que se me ocurría contarle. Entre otras cosas le dije que durante más de treinta años me había ganado la vida como corresponsal de guerra y que ahora trataba de pasar el rato escribiendo artículos para una agencia de prensa y también le dije que estaba a punto de publicar mi primera novela. No obstante, se extrañó mucho cuando le conté que jamás me había casado por la sencilla razón de que siempre consideré los riesgos de mi trabajo como un verdadero impedimento para cualquier clase de vida familiar. Entonces va el tío y me responde que en su opinión yo le parecía un hombre de lo más sensato. ¡Un hombre de lo más sensato! ¿Pero se puede ser más cretino? ¿Cómo puede haber sensatez en un corresponsal de guerra? Los hombres sensatos se quedan en su pueblo, se casan con una buena chica, tienen media docena de hijos y echan una barriga tan oronda como una barrica de buen vino. Supongo que se referiría a que en el fondo de mi locura pudieron quedar restos de algo parecido a la cordura que me impidieron cometer el crimen de casarme para tener en vilo a una mujer mientras me jugaba la vida en cualquier guerra a cinco mil kilómetros de distancia. Sí, supongo que a eso se referiría. Luego me soltó el rollo de que necesitaba unos días para encontrar a las candidatas que respondieran lo más ajustadamente posible a mi perfil psicológico, y que el proceso debería seguir un protocolo muy estricto, sobre todo para mantener la discreción más exhaustiva posible acerca de las personas implicadas. 
--Tendrá noticias nuestras antes de dos semanas –me dijo, esgrimiendo una sonrisa que trataba de ser amable.
Cuando salí de aquel garito empezaron a temblarme las piernas. Si no llego a soltarle un adelanto de quinientos euros, creo que habría subido otra vez para mearme en su peluquín después de retractarme de todo lo dicho. Pero no hice nada de nada y terminé entregándome sin ninguna resistencia para que la vida me sorprendiera con alguna de las suyas. Me refiero a que el mecanismo del destino se puso en marcha para bien o para mal, y he de confesar que desde ese preciso momento el tiempo empezó a lentificarse como si los relojes se hubieran vuelto de plomo fundido. Los días pasaban al ritmo lento de un calor sofocante y demoledor. A veces, un miedo cerval se apoderaba de mí y me entraban unos sudores como de menopáusica. Me tranquilizaba diciéndome a mí mismo que ni por asomo aceptaría mujer alguna que no me entrara primero por los ojos, aunque tuviera que renunciar al dinero que ya había dado.


II

Tal como me prometió el tipo del peluquín, a las dos semanas me llamó por teléfono. Me dijo que había una mujer que quería conocerme. Puso mucho énfasis en que la tía había mostrado interés y curiosidad por mi persona. Me habló de que se trataba de una clienta de dinero que, hasta la fecha, había rechazado a todos los candidatos que la agencia le había enviado, pero que él estaba seguro de que yo le gustaría y que si a mí me gustaba ella tal vez el negocio podría cerrarse felizmente para ambos. Ese tío estaba más chiflado de lo que yo pensé en un primer momento. Le dije que las tías ricas, a no ser que sean terriblemente feas y contrahechas, no necesitan de los servicios de una agencia matrimonial para encontrar marido. Él me respondió, muy seguro de sí mismo, que ese no era el caso y que me pasara por la agencia para ver la fotografía de la interesada. Pero yo insistí en que tenía que haber gato encerrado.  
No obstante, fui a ver la maldita fotografía. Pues bien, se trataba de una mujer de unos cuarenta años disfrutando de una espléndida madurez. Joder, no me lo podía creer, ¡La tía estaba buenísima! Además, la fotografía estaba hecha en el jardín de un cigarral de Toledo, una de esas casas antiguas y lujosas que se levantan señorialmente sobre la cuenca del río Tajo, justo a las afueras de esa ciudad. Demasiado perfecto para ser cierto. Me dije que aquello tenía que ser un timo en toda regla. Sin embargo, ese tipo de la agencia insistió tanto en que no había gato encerrado que me convenció para que acudiera al menos a la primera cita. Yo estaba seguro de que algo extraño se cocía detrás de todo este asunto, pero me dije que en peores circunstancias me había visto yo en la vida como para que una cosa así me asustara. Además, qué periodista no querría saber lo que había detrás de todo aquello. Podría salirme un reportaje de lo más curioso. 
Al día siguiente, llegó un coche a la puerta de mi casa para recogerme. Se trataba nada menos que de un “Mercedes” último modelo. El chófer era una mujer que se llamaba Carmela. Me dijo que era la secretaria particular de Carmen Sánchez, pues así se llamaba la mujer que quería conocerme. Yo me había puesto un traje de verano de color hueso todo de lino y comprado en Londres hacía un par de años. Además, llevaba camisa blanca, corbata amarilla y unos mocasines burdeos con borlitas. No es por nada, pero uno iba de lo más aparente. 
--Va usted muy elegante –me dijo la secretaria esbozando una sonrisa demasiado picarona para mi gusto. 
Sin embargo, he de reconocer que fue un viaje muy entretenido, no podría negarlo, ya que esa mujer era lo que se dice de una amabilidad y de una simpatía tranquilizadora. Yo por encima le eché así como unos cuarenta y ocho o cincuenta años, y no es que fuera muy guapa que digamos, pero tampoco era fea y tenía unos ojos marrones muy expresivos e inteligentes. Claro que lo más bonito de ella eran sus manos, unas manos largas y bien cuidadas. Me fijé en que sujetaba el volante con suma delicadeza, como si no quisiera dejar huella.  
Naturalmente, esa chica trató de conocer todo acerca de mi vida, supuse que es lo que le habrían ordenado que hiciera. Claro que su trabajo lo llevó a cabo con mucho tacto y educación, dándome, por supuesto, la oportunidad de no contestar a lo que me pareciera demasiado íntimo. Ella utilizó la técnica de hablarme primero de su vida personal, hechos superficiales y sin importancia, para luego sonsacarme más fácilmente lo que le interesaba de mi vida. Me dijo, por ejemplo, que había estado casada dos veces y que las dos veces habían terminado en divorcio. No había tenido suerte con los hombres. Yo la correspondí tratando de ser lo más sincero posible, es decir, facilitándole su labor de investigadora por cuenta ajena. Me cayó tan bien esa chica que le dije que no se cortara en su interrogatorio. Luego ella me reconoció que esa misma tarde le tenía que pasar un informe completo a la interesada. También me dijo que además de secretaria estaba licenciada en psicología y que doña Carmen, así la llamó, doña Carmen, valoraba mucho su opinión. También me confesó que todos los candidatos anteriores mandados por la agencia fueron rechazados por ella antes de llegar a la entrevista final con su patrona. 
A la media hora de viaje paramos para echar gasolina. Me fijé como sin querer en que Carmela era una chica delgadita y con unas piernas muy bien formadas. Físicamente no llamaba la atención, pero al poco tiempo de estar con ella, gracias a su simpatía y, sobre todo, a su agradable conversación, su presencia iba ganando en atractivo. La llamaron por teléfono y al momento supe que se trataba de su jefa, es decir, de mi flamante y riquísima candidata al altar, aunque empecé a pensar que en el juego que nos traíamos entre manos el verdadero candidato era yo. 
Cuando le dije a Carmela lo que pensaba al respecto no me lo negó. Es más, me confesó que la señora le había llamado para pedirle un adelanto de sus impresiones y también para decirle que no me recibiría hasta las cinco de la tarde. Llegamos a Toledo a eso de las dos menos cuarto y la secretaria y yo nos fuimos a tomar unas cervezas, ¿qué otra cosa se podría hacer en Toledo además de visitar la catedral, el alcázar y la casa y las pinturas del Greco?
--¿No le gusta el arte? –me preguntó la secretaria.
--Tanto como al que más, pero siempre que el arte no sea turístico.
--¿Quiere decir que no le gustan los turistas?
--No sólo odio a los turistas, sino que creo firmemente en que el turismo ha sido la plaga más feroz y destructiva del siglo XX y lo será también del siglo XXI.
Así que me llevó a un restaurante que hay a las afueras de Toledo y desde el que se puede divisar toda la ciudad. Comimos y bebimos espléndidamente. Ni que decir tiene que no dejé que la chica pagara. Y eso que se empeñó en hacerlo, empleando toda su influencia como secretaria particular de la gran señora. Además, me dijo que tenía órdenes superiores de no dejarme pagar absolutamente nada. Sin embargo, fui capaz de imponer mi voluntad y no tuvo ninguna posibilidad de vencerme en la siempre ridícula batalla de pagar la factura. 
Durante la comida, Carmela me contó que su jefa era una mujer imponente y que aunque era algo extravagante en muchos aspectos, sobre todo en la manera de hacerse con un marido, en el fondo valía la pena conocerla. También me dijo que se trataba de una mujer excesivamente generosa, casi pródiga, y que si llegábamos a un acuerdo y accedíamos a casarnos, estaba segura de que mi vida sería espléndida y con toda clase de lujos. Claro que donde más énfasis puso fue en su aspecto físico, ya que la consideraba como una mujer bellísima. No recuerdo cuántas horas me dijo que se pasaba en el gimnasio y nadando en la piscina para tener el cuerpo de una jovencita de treinta años. También me aconsejó que para salir victorioso de la visita me mostrara tal como era yo y, sobre todo, que no intentara impresionarla.
--Saldrá usted victorioso –me auguró. 
Y para inflar algo más la vanidad de mi ego y supongo que también para darme ánimos, me confesó que de los doce candidatos que había investigado, ninguno mostró una personalidad tan interesante como la mía. ¿Qué más se podía pedir en unas circunstancias como aquellas?  

III

A las cinco en punto nos presentamos en el cigarral. ¡Qué maravilla de casa! Se trataba de un verdadero palacete rodeado de un césped cuidadísimo y de varias hectáreas de olivos. Había un letrero en la puerta que decía: “Cigarral de las Cármenes”. Me pareció un verdadero paraíso y pensé que si jugaba bien mis cartas todo aquello podría ser mío. ¡Y cuanto lujo en el interior de la casa! Maderas nobles, escaleras de mármol, barandillas de hierro forjado, alfombras persas, porcelanas chinas, lámparas de Murano. En la salita donde me dijo Carmela que esperara, descubrí un  auténtico Corot, un Duffy, un Derain y, además, dos esculturas, una de Pablo Serrano y otra de Alberto Sánchez. Naturalmente, me preocupé de realizar toda una exhibición de conocimientos artísticos delante de Carmela, no fuese a creer que mi teoría del arte turístico era una excusa para disimular un escaso interés por el arte en general.
--La verdad es que ha conseguido sorprenderme.
--Sinceramente, era lo que pretendía. 
La aparición de Carmen Sánchez, la misteriosa candidata, fue realmente espectacular. En primera instancia, me pareció mucho más atractiva que la mujer de la fotografía. Desde luego, se trataba sin duda de una de esas rubias despampanantes que salen en las películas americanas. No quisiera parecer exagerado, pero esa preciosidad tenía los ojos más azules que todos los mares de la tierra juntos. ¡Y qué ecuanimidad en el reparto de sus curvas! También me pareció tan elegante como una de esas modelos de pasarela, o al menos fue la impresión que me dio al verla enfundada en un mono de seda, entre azul y verde, medio transparente, con una capa de gasa sobre los hombros que, gracias a unos andares ágiles y ligeros, como sin tocar el suelo, tomaba el aspecto de la cola radiante de una estrella fugaz. Sin embargo, lo que más me impresionó de ella fueron sus pies descalzos y largos y sus uñas pintadas de rojo, lo mismo que las uñas de las manos, tan largas y afiladas como las de una gata montesa a punto de saltar sobre su presa. Una pena, sin embargo, el lunar que percibí sobre un extremo del labio superior. Desde luego, no le hacía juego con una boca tan grande y voluptuosa y tan llena de posibilidades. Claro que enseguida me acordé del gran Tanizaki y su elogio de las sombras. El lunar era sin duda la piedra armilar de toda la belleza que se contemplaba en ella, el elemento imprescindible para ponerla de manifiesto y exaltarla.   
--Carmela acaba de hablarme muy bien de usted. Espero que nos vayamos conociendo un poco más a lo largo de la tarde. ¿Quiere que le enseñe la casa?
Me enseñó la casa sin parar de hablar un instante. Me explicó cada tapiz que había tanto en los pasillos como en la subida de las escaleras; me dijo el nombre de los pintores de todos los cuadros que encontramos a lo largo de nuestro itinerario y el estilo de cada uno de los muebles. Fue una auténtica lección de arte decorativo. Después nos sentamos a tomar el té en el jardín, ya más relajados, donde aprovechó para preguntarme todo lo que se le ocurrió acerca de mi vida personal y profesional. Empezaba a cansarme tanta curiosidad ajena sobre mi vida. En un sólo día me había desnudado demasiadas veces delante de demasiada gente. Cuando terminó el interrogatorio me dijo que si pasaba las pruebas médicas, análisis de sangre, comprobación ocular del aparato reproductor, radiografías, etcétera, y si después accedía a casarme con ella, pondría a mi nombre un par de millones de euros y viviría en el ala oeste de aquella casa, donde tendría una habitación propia, cuarto de baño, gimnasio, sauna, piscina climatizada y un despacho para escribir cuanto quisiera. También me prometió toda la libertad que necesitara, para lo que pondría un coche y un chófer a mi disposición. Me dijo que también tendría derecho, y esto es lo mejor de todo, a dormir con ella dos veces a la semana. Naturalmente, me aclaró que a cambio yo no me metería en su vida privada, viera lo que viera y me enterara de lo que me enterara.
--¿Ha quedado claro, querido?
--Perfectamente claro. Y sólo puedo decir que he tenido mucho gusto en conocerla, pero que rechazo con total rotundidad su fabulosa oferta matrimonial. ¿No comprende, señora, que en el caso de aceptar usted parecería la reina de Saba y yo un pastorcillo jubilado de las montañas? Y no es que yo tenga una idea del matrimonio demasiado romántica, pero si la comparamos con la suya, alguien podría considerarme un personaje de las mil y una noches. ¿Y, además, para qué demonios necesito yo una sauna?
Durante el viaje de vuelta, Carmela, la secretaria, no sólo se burló un buen rato de mí, sino que estuvo riéndose a conciencia de la gracia que le había hecho mi contestación, pero también me dijo que no entendía cómo había rechazado una bicoca tan suculenta de manos de una mujer tan exquisitamente hermosa. Pero yo le insistí en que no buscaba un matrimonio lujoso, sino que había pensado en una vida más sencilla y de más intimidad con una mujer que quisiera lo mismo que yo. Le hablé de lo terrible que es el rostro de la soledad y de la importancia de una buena compañía y del cariño y del respeto y de cuidarse mutuamente. No le mencioné a propósito la palabra amor ni le dije nada de algo así como enamorarse y todo eso, pero sí le hablé de ayudarse y de envejecer con dignidad el uno junto al otro.
--Durante toda mi vida como corresponsal de guerra –seguí con mi discurso--, he visto acumulada demasiada maldad en el corazón de las personas como para no saber a simple vista lo que es de verdad y lo que es de mentira. Y en esa mujer tan despampanante que acabamos de dejar en su lujoso cigarral, mi querida Carmela, le aseguro que la verdad brilla por su ausencia.
--¿Sabes que me caes de puta madre?
--Tú a mí también, y sólo por eso te voy a invitar a cenar en Madrid.
--¿Es acaso una proposición de matrimonio?
--¿Qué otra cosa podría ser?
A los dos meses me casé con Carmela, una mujer de una pieza, tal y como yo había imaginado que debía ser la mujer de mis sueños. Pero lo mejor de todo fue que al año de estar casado con ella y vivir estrechamente en mi piso y tener que mantenerla al estilo antiguo, me confesó que ella era la verdadera dueña del cigarral de Toledo y que tenía en el banco una cantidad bochornosa de millones de euros. Me dejó con la boca abierta. Y cuando le pregunté por la rubia explosiva del cigarral me contestó que se trataba de una amiga suya muy aficionada al teatro. También me dijo que si hubiera aceptado aquella proposición tan estrafalaria, nunca se habría casado conmigo. Sólo había pretendido con aquella pantomima encontrar un marido que no la quisiera por su dinero, como siempre había sido su desgracia. 
Carmela me contó aquella verdad con mucho tacto por si acaso me enfadaba y salía huyendo de su lado. Pero estaba tan enamorado de ella, me gustaba tanto, que sólo tardé una semana en perdonarle el engaño. Y si he de ser sincero, confieso que terminé tomándole vicio a la piscina climatizada, a las vajillas de Limoges y a la impúdica suavidad del “Mercedes”. También esperé, con cierta impaciencia disimulada, a que un día volviera por el cigarral, aunque sólo fuera de visita, la tía que trató de engañarme a conciencia; me refiero a esa actriz de pelo rubio y de ojos azules y de tanta ecuanimidad americana en el reparto de sus cosas. Lo siento mucho, pero no he podido quitármela de la cabeza. Y es que la muy zorra estaba de buena como un tren rebosante de champán y merengue. Al fin y al cabo, Carmela me la presentó para que me casara con ella. 

FIN   
      
      

    

     

8 de julio de 2013

EL AMANTE INVISIBLE


I

Yo lo que pasa es que al verte por primera vez, mi querida Azucena, me quedé como fuera de combate. Aquel cuerpo tuyo y aquella cara no parecían de este mundo. Recuerdo que tenías el pelo largo y moreno, muy moreno, y los ojos negros y rasgados y también que eras muy alta, al menos con tacones parecías mucho más alta que yo. A mí me gustabas sobre todo cuando llegabas vestida con aquella faldita blanca de lunares rojos y una blusa también blanca. ¿Te acuerdas? Yo es que así con ese conjunto podía imaginar, mas a las claras que con otro, que debajo te temblaban unos muslos con cierta densidad carnal y también unos pechos breves y suaves. ¿Me equivoco? Yo creo que eras la mejor tía que había visto en circulación por Madrid. O al menos una de las mejores. Mi querida Azucena. ¡Azucena Viñas! En realidad, representabas los valores más sobresalientes de aquella academia de verano. Ahora mismo no recuerdo como se llamaba la maldita academia. Ni creo que lo recuerde jamás. Sólo sé que estaba en la calle Hermosilla, muy cerca de Goya. 
Pero lo malo de ti es que eras una pava casi inaccesible. Pasabas a mi lado y era como si yo fuera invisible o algo parecido. Y eso que hacía todo lo posible por cruzarme contigo en el pasillo, cuando descansábamos entre clase y clase. A ti te tocó en un aula que estaba justo al lado de la mía, pero yo sabía que nos preparábamos para el mismo examen de septiembre. Me habría gustado que te hubiera tocado en mi clase, aunque no se muy bien por qué, al fin y al cabo siempre estabas rodeada de moscones y no había manera de acercarse a ti a menos de tres metros de distancia. No obstante, al poco tiempo de que llegaras, recuerda que te cayó el sambenito de que eras una pija estirada y más estrecha que una novicia a punto de profesar, o sea, una calientapollas de muchos quilates. Pero a ti te daba igual lo que la gente dijera. Tú seguías rodeada de una multitud de admiradores, y raro era el día que al salir de clase no te acompañaran al menos un par de esos gilipollas que tanto te gustaban. Un par que, por cierto, siempre era el mismo. Aunque ahora no recuerdo sus nombres. Se decía sin embargo que no te interesaba ninguno de los dos, y que los dos tíos estaban tan desesperados que un día tendrían que dirimir entre ellos cuál se quedaba a dar la batalla final. Como así ocurrió. 
Recuerda que un lunes por la mañana, ninguno de los dos se presentó en la academia y se empezó a correr la especie de que uno estaba en el hospital con un navajazo entre las costillas y al otro lo habían metido en el talego acusado de haberlo querido matar. Pero lo bueno fue que tú, mi linda Azucena, tuviste que declarar en comisaría y, según contaban, fuiste acompañada de un abogado porque temías que a ti y a tu familia rica de Serrano os salpicara toda aquella mierda del navajeo callejero. 
No obstante, tú sí que te presentaste ese lunes en la academia, como si tal cosa y como si no hubiera pasado nada, pero en cuanto la gente supo que la pelea había sido porque no acababas de decidirte por uno de ellos, aunque en realidad no querías quedarte con ninguno, tus compañeros te empezaron a hacer el vacío y nadie te hablaba y todo el mundo te retiró el saludo, volviéndote la cara cuando se cruzaban contigo, y si había algún idiota que todavía no se había enterado y se acercaba a ti con las babas en la mano, siempre había alguien que se lo llevaba y lo amenazaba por si volvía a las andadas. Y tan serio y enrarecido se puso el ambiente y tan a las claras te insinuaron que no te querían ver más por allí, que no tuviste más remedio que recoger tus pertenencias y marcharte con viento fresco de la academia.
No es por nada, pero a mí me pareció una injusticia lo que hicieron contigo. Pienso en realidad que aquella actitud se asemejaba más a un linchamiento que a cualquier otra cosa. Claro que yo no me puse de tu parte abiertamente, habría estado cojonudo, ni me dio la gana hablar en tu defensa por la sencilla razón de que tú me habías convertido en un hombre invisible. Y los hombres invisibles no pueden hacer de abogados defensores. Recuerdo, sobre todo, que una mañana subí contigo en el ascensor, desde el portal hasta el tercer piso, que es donde estaba la academia. Subimos los dos solos. Yo, naturalmente, te di los buenos días y tú como si oyeras llover; después, una vez arriba, te abrí la puerta del ascensor y dejé que pasaras primero, y, por supuesto, tampoco me diste las gracias; luego te dije adiós y ni te dignaste mirarme cuando nos separamos en el pasillo de las clases. No obstante, todo te lo perdoné porque durante unos segundos gloriosos pude contemplar, como a un palmo de mis narices, uno de los culos más supuestamente perfectos que he imaginado en mi vida: el tuyo. Me dije que a una pava con ese culo había que perdonárselo todo. Y eso que con tu actitud hacia mí me tenías convencido, maldita zorra, de que yo no era otra cosa que una especie de ectoplasma andante, algo así como un ejemplar inferior dentro de la evolución natural de la especie humana. 
Quiero decir que opté por mantenerme a una distancia discreta y sumamente higiénica de aquellos acontecimientos tan desagradables, por mucha injusticia que se hiciera contigo. Por otra parte, había muchas razones por las que te merecías todo lo que te pasaba y mucho más que te hubiera pasado, pero sigo pensando que, en el caso de la pelea a cuchilladas de esos dos tarados, no fue por tu culpa y para mí que no debieron organizarte aquel boicot o hacerte la cama o como quiera que se llame esa cosa tan fea de conseguir que una persona se largue contra su voluntad. 
El caso fue que la academia se quedó sin el espectáculo de luz y sonido que cada día, entre clase y clase, se daba en los pasillos gracias a tu gloriosa presencia estelar. Fue como si de repente, mi querida Azucena Viñas, nos sobreviniera a todos, alumnos y profesores, un periodo de intensa glaciación. Pues sí, hasta los profesores se quedaron como mustios ante aquella ausencia tan significativa. Porque si cualquiera otra tía hubiera dejado la academia, estoy seguro de que la vida allí dentro habría seguido tal cual y nadie se habría dado cuenta a no ser a la hora de pasar lista en clase, en cuyo caso con una cruz en la casilla pertinente se habría subsanado la falta y aquí no ha pasado nada. Pero una ausencia tan conmovedora como esos ojos negros tuyos y esa cinturita de bailarina y esas dos tetitas tan delicadas que escondías bajo la blusa, era un sacrificio demasiado duro para la vida escolar de la academia. Sin hablar, claro está, de ese pedazo de culo que tienes; algunas veces parecía que las costuras de los pantalones, cuando te ponías pantalones, te iban a estallar de un momento a otro, igual que una de esas piñatas que destripan los niños en los cumpleaños. Me refiero a que una ausencia así no podía ser asimilada de la noche a la mañana por nadie que fuera de carne y hueso. 

II
Aquel día en que te marchaste para siempre, pensé que nunca más volvería a verte, pero me equivoqué, ya que me encontré contigo cuando en septiembre nos examinamos de Matemáticas y Física y Química en la facultad de Ciencias. No lo podía creer. Tú estabas allí, apoyada en una columna del hall, abrazada a una carpeta roja. Te juro que para mí fue como una aparición mariana. Brillabas como una diosa entre la multitud de alumnos que esperaban la hora del examen. Y, como siempre, había media docena de moscones babeando a tu alrededor. Tú reías como la tontita despreocupada que eras, igual que solías reírte con unos y con otros en los descansos de la academia. Todo seguía igual. Pero en el fondo me alegré de que así fuera, al menos yo no te imaginaba de otra manera. Una pava de tu calibre, mi querida Azucena, ha de tener siempre el derecho a exhibir, qué carajo, todos los defectos que le vengan en gana. La verdad es que pasé un rato de lo más entretenido, escondido furtivamente entre la multitud, observando cada uno de tus gestos y movimientos. Habría pasado horas y horas mirándote, disfrutando del espectáculo, pero a la nueve en punto como recordarás nos llamaron para realizar el examen.
  Y lo que son las cosas, en el aula me tocó a tu lado. Mejor dicho, encima de ti, ya que el aula era un paraninfo en forma de media luna, con los bancos puestos en paralelo y escalonados. O sea que tú, Azucena, estabas justo debajo de mí. ¿No suena a música celestial? Pero, como siempre, ni te diste cuenta de que yo velaba tu espalda como un fiel y devoto escudero. Enseguida saludaste a quiénes estaban a tu izquierda y a tu derecha y al chico que tenías por delante, una bancada más abajo, pero no a quien tenías detrás, una bancada más arriba. Sin embargo, al poco de empezar el examen de Matemáticas, como del mismo modo sucedió después con el de Física y Química, me di perfecta cuenta de que no sabías por dónde te andabas, ya que empezaste a girar la cabeza de un lado a otro por ver, digo yo, si la inspiración en forma de soplo divino te llegaba de algún otro lugar. Entonces escribí la resolución de los problemas en un papel y, arrugándolo, te lo lancé en forma de pelotita. ¿Lo recuerdas? Sólo tuviste que estirarlo bien y copiar todo lo que yo había escrito. Curiosamente, cuando salieron las listas, me enteré de que a ti te habían dado un sobresaliente y a mí un notable. ¿Acaso hay justicia en este mundo? 
Pero lo milagroso fue que, al final del examen, Azucena de mi vida, te volviste hacia mí y me miraste fijamente. Y como era de esperar, mi cara te resultó absolutamente desconocida. Sin embargo, confieso que me dejaste fuera de combate con esos ojos tuyos tan negros y brillantes. No me lo podía creer, pero me diste las gracias con la voz más dulce y amable que jamás acariciaron mis oídos. También me dijiste que jamás olvidarías el detalle. ¡El detalle! Calificaste de detalle el hecho, querida, de haberte salvado el culo. ¡Y qué culo! El caso es que ya no te separaste de mí en toda la mañana. Me preguntaste cómo me llamaba y también quisiste saber dónde había estudiado durante el verano. Tuve que mentir como un bellaco, pues si te llego decir que había estudiado en el mismo garito de donde te largaron por la reyerta de aquellos dos imbéciles, no sé cómo habrías reaccionado. 
También fue una sorpresa para mí que me propusieras tomar el aperitivo en Peñabel, una cafetería que entonces había en la calle Princesa. Naturalmente, acepté encantado, y allí nos fuimos los dos. Y la verdad es que pasamos un rato de lo más agradable. Tengo que reconocer que estuviste muy amable y cariñosa conmigo. Incluso llegamos a coger bastante confianza el uno con el otro, ¿lo recuerdas?, supongo yo que animados por el vino, ya que me atreví a proponerte que saliéramos juntos de vez en cuando. ¡Y tú aceptaste! Dijiste nada menos que te llamara cuando quisiera, e incluso me diste tu tarjeta de visita. No podía creer lo que me estaba pasando. Yo, el hombre invisible, había ligado con Azucena Viñas.
Aquella noche no conseguí dormir tres horas seguidas. Me había enamorado tan intensamente de ti que a la mañana siguiente amanecí con una especie de sarpullido en la cara, como intoxicado por tu presencia. Así que hasta que no desaparecieron todos esos granos a base de pomadas y ungüentos, no me atreví a llamarte para que saliéramos. ¿Pero cómo pude ser tan ingenuo? No sé cuantas veces me dijo tu doncella que la señorita Azucena no estaba en casa. Así que le dejé mi número de teléfono para que me llamases cuando pudieras, pero mi teléfono permaneció mudo toda aquella primera semana y también la siguiente y la siguiente. Tres semanas en total aguardando el santo advenimiento. Desgraciadamente, había transcurrido casi un mes desde el día del examen y de aquel bendito aperitivo en Peñabel y todavía no sabía nada de ti, mi adorada Azucena. 
Entonces, se me ocurrió ir a verte a tu casa. Recuerda que me diste tu tarjeta y en ella venían las señas: calle Serrano, número 110, 4º derecha. Y una tarde, sin pensármelo dos veces, allí que me fui. Sin embargo, no tuve valor para llamar a tu puerta. Así que me metí en el bar de enfrente a esperar que salieras o entraras. No sé si sabrás, ¿pero por qué habrías de saberlo?, que estuve más de cuatro horas venga mirar y mirar hacia tu portal. Creo que en el bar me tomaron por un detective privado o algo parecido. Por fin, como a eso de diez de la noche, te vi salir. Ibas que te rompías de buena con aquel vestido blanco ajustado y unos zapatos también blancos de tacón alto, ¡qué digo de tacón alto, de tacón altísimo! Nunca te había visto tan guapa ni tan deseable. Llevabas unos andares como si te dirigieras al infinito o hacia los límites del otro mundo. Parecías una verdadera diosa. 
Sin embargo, qué desalentador fue aquel pensamiento que me asoló de repente. Así es. Me refiero a que me entró un ataque de sinceridad contra mí mismo, comprendiendo de súbito que eras demasiada mujer para un pobre chico como yo. Quiero decir que en un instante de inspiración, posiblemente divina, sentí que ni por asomo podría ser yo el hombre elegido para disfrutar de tus encantos. No señor. Comprendí que aquel fatídico día en que te soplé el examen, sufrí un ataque de locura y me entró como de costado una ventolera de vanidad absurda, empeñándome en una quimera situada, como todas las quimeras, a millones de años luz de mi verdadero alcance. 
Pero aquella noche, bajo los balcones de tu casa, quise realizar un experimento final. Ni más ni menos que concederme el privilegio de sentirme humillado por última vez. Estaba en mi derecho. Así que a todo correr subí por una calle perpendicular a Serrano para bajar después por la siguiente y darme de bruces contigo, cara a cara, simulando un encuentro casual. Y así lo hice. Desde luego el experimento salió tal y como yo esperaba. Me refiero a que una vez delante de ti no me reconociste. Y eso que le eché al saludo una buena dosis de simpatía y espontánea naturalidad, como si fuéramos amigos de toda la vida. Sin embargo, no sabías quién demonios era yo, ni yo tampoco te lo dije, faltaría más, supongo que por un prurito lógico de orgullo. Simplemente, te limitaste a decir, pestañeando casi a mil por hora: ¿acaso nos conocemos? Y yo te contesté que no, que no nos conocíamos de nada, que me había equivocado de persona. ¿Pero cómo equivocarse con una mujer como tú? Entonces fui y te pedí perdón por el error, una y otra vez, casi suplicando que me dieras la absolución final. Pero tú como si tal cosa. Continuaste tu camino calle adelante mientras yo te seguía con la mirada. 
De repente, de un deportivo rojo aparcado en el bordillo de la acera, se bajó un tipo de casi dos metros de altura, chaqueta azul marino y melenita rubia al viento. Tú corriste a su encuentro, con los brazos abiertos, dando unos saltitos, eso sí, un poco ridículos, para abrazarlo apasionadamente. También recuerdo que lo besaste en la boca hasta quedarte sin aliento. Después, amor mío, te perdiste dentro de su magnífico coche italiano, un deportivo rojo precioso, aunque dejándome a mí el espectáculo de unas piernas interminables, más una estela de humo negro y varias luces rojas como recuerdo. Pude haber llorado, pero no lo hice. Incluso al momento me sentí bien conmigo mismo. Y es que no hay nada mejor que sondear tus propias limitaciones. Mi querida Azucena, eras demasiada mujer para un hombre que ha nacido invisible. Menos mal que lo supe a tiempo. 
FIN 
                    

                   

3 de julio de 2013

UN TIPO CON SUERTE




I

Aunque he pasado doce años en la cárcel, me considero un hombre de suerte, al fin y al cabo mi encarcelamiento, de una justicia inapelable, fue debido a los seis tiros que le descerrajé en la barriga al amante de mi mujer, un viajante francés de lencería fina. Mi abogado alegó enajenación mental, y por eso no me cayeron los treinta años y un día que el fiscal pedía con una saña jamás vista en un tribunal. Insisto por tanto en que soy un tipo con suerte. Y la historia que les voy a contar, lo certificará con creces. No se vayan a creer que me invento las cosas según se me ocurren. 
Sucedió que nada más salir de la cárcel, mi hermano Míchel confió en mi honestidad y en mis ganas de seguir el buen camino dándome un puesto de dependiente en su joyería. No es porque sea mi hermano, pero Míchel es uno de los joyeros más reputados de Madrid, además de un magnífico padre de familia y una gran persona. Y para mí que estoy respondiendo a su confianza, y puede que dentro de algún tiempo me haya convertido en un buen profesional de la venta. Desde luego, mi hermano está asombrado de cómo han subido las ganancias desde que trabajo en la joyería. El sueldo no es que sea muy alto, tampoco es bajo, pero digamos que me llega para pagar con holgura el alquiler, vestirme decentemente, llenar la bolsa en el supermercado y salir de copas con los amigos, aunque de momento no tenga ningún amigo, salvo un par de indeseables que estuvieron conmigo en el talego. Tampoco tengo coche, pero me importa lo que se dice un bledo, y he llegado a la conclusión de que es una manera como otra cualquiera de ahorrar dinero. 
Digamos que después de salir de la cárcel me he convertido en un hombre razonablemente feliz. De mi mujer hace mucho tiempo que no recuerdo ni su nombre ni su jeta de bruja sin entrañas, al menos no la recuerdo con la intensidad de los primeros años de estar entre barrotes. Según me han soplado, ella vive desde hace algún tiempo con un electricista en un pueblo del sur de España. Fue una bendición para todos que esa mujer no me diera ningún hijo, de lo cual es posible que yo tuviera la culpa, no lo niego, y mucho menos después de haberle dado al electricista un par de chicos. Mejor para él. Sé que no está bien desear el mal a nadie, pero rezo todos los días para que esos dos cabrones les salgan borrachos y drogadictos.
Ahora vivo en la calle del Pez, encima de una tienda de tejidos, en el tercero izquierda. Mi dormitorio tiene una ventana que da a un patio de luces, y una noche que estaba yo colocando en el armario la ropa limpia que me habían entregado en la lavandería, me di cuenta de que una mujer me observaba desde la ventana de enfrente. Como era verano y hacía calor, todas las ventanas estaban abiertas y con las persianas subidas. Cuando nuestras miradas se cruzaron, la mujer me saludó con la mano y me dio las buenas noches. Yo le saludé con un simple movimiento de cabeza. Le calculé que tendría como unos cuarenta años. Por cierto, era bastante guapa y llevaba además un camisón demasiado escotado y transparente como para hablar tan alegremente con un hombre al que no conocía de nada. 

II

 A la mañana siguiente, esa misma mujer se presentó en la joyería como si tal cosa. Claro que si no llega a darse a conocer, nunca habría sabido quién era. A lo mejor si hubiera venido en camisón la habría reconocido más fácilmente. La verdad es que se trataba de una tía de muchos quilates, tantos como la mejor pieza de oro que tuviéramos en la joyería. Según ella, fue pura casualidad que se decidiera a entrar precisamente en la tienda donde yo trabajaba. Sin embargo, luego se verá que nuestro encuentro de coincidencia no tuvo nada de nada. Pero la tía va y me suelta que se alegraba enormemente de que fuera un conocido quien le resolviera el problema del regalo. ¡Menudo problema! Resulta que una sobrina suya hacía la Comunión y necesitaba consejo para elegirle el regalo. Eso era todo. Al final se llevó una medallita de oro de poco valor que yo le recomendé sin demasiado convencimiento.   
Recuerdo que al despedirse me dijo, sin que la cosa viniera a cuento, que acababa de divorciarse de su marido, y también que su vida pasaba por malos momentos y que no se encontraba muy bien de ánimo. Interpreté aquella confidencia de la única manera que cualquier hombre lo habría hecho. Quiero decir que la señora se me estaba ofreciendo en toda su magnitud, y desde luego yo no iba a ser tan panoli de despreciar aquel alijo de bondades. Confieso que desde que había salido de la cárcel, en mi palmarés sólo figuraban un par de estrellas fugaces de muy buen nivel profesional, y a mucha honra, al fin y al cabo con ellas me arreglaba bastante bien y nunca tuve motivos de queja. Pero, como es natural, al entrarme tan a las claras aquel mirlo blanco, casi caído del cielo, me dije que de ninguna manera estaría dispuesto a dejar pasar la ocasión, aunque el sol no volviera a salir por las mañanas. 
A partir de ese momento, todo sucedió de manera muy rápida, ya que esa misma tarde, cuando llegué a casa, me fui corriendo a la ventana de mi dormitorio para verla de nuevo. Allí estaba ella. Y cuando advirtió mi presencia, me dedicó una hermosa sonrisa. A los cinco minutos yo ya estaba en su salita de estar tomándome una cerveza con aceitunas. Ella me recibió con una bata azul muy ligera y como llena de aberturas y oquedades de lo más sugerentes. Me dijo que se llamaba Loreto y estuvimos hablando de la vida en general, es decir, de lo mal que estaba todo y lo caro que resulta vivir con cierto desahogo y cosas por el estilo. Tras la tercera cerveza, yo le conté la verdad de mi historia personal, pero ella me dijo que se había enterado de lo de la cárcel por una señora que suele comprar en el supermercado de la esquina. Una de esas cotillas que abundan en todos los barrios de todas las ciudades del mundo. Loreto me contó a cambio que su marido era militar y que el muy cabrón se había largado con una jovencita de veinte años. 
Aquel fue el momento propicio para decirle que su marido era un imbécil y que ella me parecía una mujer imponente, y que cualquier hombre estaría dispuesto a perder la cabeza por sus huesos. De repente, tras oír mis palabras, Loreto se levantó del sofá y, sin pensárselo dos veces, se subió la bata hasta la cadera.
--Mira qué piernas tengo todavía –me dijo, mirándome con sus ojos verdes-- Tócalas para que veas lo duras que están. 
La señora me dejó tan paralizado como una de esas estatuas de piedra que hay en los cementerios. Sin embargo, tenía mucha razón, aquellas piernas estaban satinadas como con una piel tersa y suave, pero sobre todo, lo qué son las cosas, me fijé en que Loreto tenía el pelo rojo y rizado y un sabor que no sabría muy bien cómo determinar. No obstante, lo que más me gustó de ella fue que odiaba el tabaco, y para mí esa cualidad añade mucho valor a una mujer. 


III

Desde aquel día, todas las tardes, cuando volvía de la joyería, un servidor entraba en aquella casa y ya no salía de ella hasta las dos o las tres de la madrugada. Nunca dejé de volver a mi piso a esas horas. Loreto decía que había que guardar las apariencias y a mí me parecía que dormir en mi propia cama era un signo de independencia y una condición absolutamente innegociable. Los fines de semana nos íbamos de viaje a algún lugar cerca de Madrid. La verdad es que juntos lo pasábamos bastante bien. Sólo había dos temas de conversación que nos teníamos casi prohibidos: ella nunca me hablaba de su marido y yo tampoco le comentaba historias acerca de mi mujer. Pero nuestros momentos más felices, y ahora lo digo con cierta nostalgia, eran aquellas cenas en común. Siempre en su casa. Fue una costumbre que adquirimos desde el principio de nuestras relaciones. Mientras ella aderezaba la ensalada y vigilaba, por ejemplo, que no se pasara el pescado en el horno, yo ponía la mesa en el comedor y abría una botella de vino blanco que previamente había puesto a enfriar. A Loreto le encantaba el vino blanco, cuanto más afrutado y frío mucho mejor.  
Yo creo que la mayoría de los vecinos sabía con certeza que en aquel piso se cocinaba algo más que la cena. Por lo menos, casi todos ellos me dejaron de saludar cuando coincidíamos en el ascensor. No lo podía entender. Al fin y al cabo, Loreto y yo éramos dos personas adultas y completamente libres para hacer lo que nos diera la gana. Sin embargo, no tardaría mucho en saber cuál era la razón de aquel rechazo.
Una noche, Loreto me confesó que desde que me conocía había recuperado la tranquilidad y que también se le había pasado el miedo a la vida. Me dijo que siempre había sido una mujer terriblemente miedosa y que al quedarse sola, sin la protección del marido, le dio por pensar en que la iban a robar en casa y en otras tonterías por el estilo, y que por ese motivo se había comprado una pistola y la guardaba en el cajón de la mesilla de noche. 
--¿Tienes una pistola?
--La compré cuando mi marido se largó con esa zorra.
--¡Enséñamela, por favor!
Era una maravilla de pistola. Reconozco que las armas siempre ejercieron sobre mí una fascinación misteriosa. Me parecen unos objetos inquietantes y sutilmente bellísimos. Sobre todo las pistolas y las escopetas de caza. La pistola de Loreto era una “Baretta” del 38 y tenía el cargador bien repleto de balas. ¡Qué casualidad! Precisamente, yo maté al amante de mi mujer con una pistola igual que aquella. Le dije que tuviera cuidado con el arma y que no la tocara a no ser que fuera absolutamente necesario. 
--Las armas sólo traen desgracias a las personas –le dije en plan paternal.
Pero a la noche siguiente, después de salir de casa de Loreto, me llamaron por teléfono desde una comisaría. Serían las tres y media de la madrugada. Habían entrado a robar en la joyería de mi hermano y tuve que salir corriendo para evaluar los daños. Casualmente, Míchel estaba de vacaciones con su familia y en aquel momento yo era el único responsable del negocio. Tuve que hacer un papeleo terrible tanto en la comisaría como en el juzgado de guardia. Quiero decir que no llegué a casa hasta las siete y media de la mañana. No había dormido en toda la noche y me encontraba hecho unos zorros. Así que lo primero que hice fue darme una ducha de agua bien caliente y luego me puse ropa limpia. Después tomé un poco de café con leche y unas tostadas con mantequilla. No había tiempo para más. A las nueve en punto tenía que abrir la tienda y ordenar el desaguisado que los ladrones habían provocado. 
Pues bien, a las ocho y media de la mañana, sonó el timbre de la puerta. Era la policía. El caso fue que me llevaron detenido acusado de dar muerte al marido de Loreto, mi vecina y amante. No me lo podía creer. Resulta que el marido era un coronel de ingenieros que acababa de volver de Afganistán. Según la declaración de Loreto, el coronel me encontró en la cama con ella, y yo, un servidor, al verme sorprendido, saqué la pistola de debajo de la almohada y le descerrajé cuatro tiros en el pecho. La muy zorra lo tenía todo muy bien estudiado desde el principio.
Lo peor fue que pasé cuarenta y ocho horas declarando ante la policía. En ese tiempo, el forense pudo certificar que, en efecto, el semen hallado dentro de la mujer era mío y sólo mío. También comprobaron que mis huellas estaban en la pistola. Y si además añadieron al caso mis fabulosos antecedentes criminales, nos les hizo falta ninguna prueba más para completar la cuadratura del círculo.  
Allí mismo me habrían declarado culpable de asesinato y fusilado al mismo tiempo si no llega a ser por el bendito robo de la joyería de mi hermano. Una docena de policías municipales, más tres o cuatro funcionarios del juzgado de guardia, le dijeron al juez instructor que, si la muerte del coronel se había producido a las cinco de la mañana, como había establecido el forense, de ninguna manera podía ser yo el asesino porque a esas horas estaba cumplimentando el papeleo pertinente al robo de la joyería donde trabajaba. No es por nada, pero por suerte yo tenía la coartada perfecta. 
No lo creerán, pero en el fondo sentí mucha pena por Loreto. Y es que esa pelirroja está como un tren cargado de chocolate fundido. Sin contar que en la cama es como un volcán siciliano en erupción. Y confieso, ¡maldita sea!, que sigo perdidamente enamorado de ella. Les pareceré un idiota, pero todas las semanas voy a visitarla a la cárcel. Incluso nos escribimos como si fuéramos dos novios enamorados. Y el otro día nos dijo un funcionario de la prisión que si estuviéramos casados tendríamos derecho a un bis a bis cada mes. Sin embargo, me cuesta dar ese paso tan importante en la vida por la sencilla razón de que Loreto ha empezado a fumar en la cárcel. Y no creo que una mujer fumadora me convenga. Claro que a la pobre chica la han condenado a treinta años y un día y, en tales circunstancias, a quién pude importarle un cigarrillo de más o de menos. Una condena que, por otra parte, yo habría cumplido en su lugar si no llega a ser por la intervención divina de unos ladrones desalmados. ¡Benditas criaturas! Y es que, pese a quien pese, yo soy un tipo con suerte. Loreto, cada vez que voy a verla, siempre me lo recuerda.  


FIN