28 de julio de 2012
ANDRÉS VÁZQUEZ
No sé por qué razón, todos estos Vázquez, toreros donde los haya, resulta que, delante de un toro, bien saben ellos cómo conjurar a las hadas del arte. Naturalmente, Andrés Vázquez no es la excepción a la regla, sino que encabeza el honor de la saga, y hoy, a sus ochenta años, sometido a todas las usuras del tiempo, quiere demostrar que en el toreo las únicas trashumancias son de las nubes que coronan el cielo de la plaza. Andrés Vázquez nunca se fue de la fiesta, ni el tiempo lo ha convertido en ningún epígrafe putrefacto de las páginas del Cossío, sino que esta tarde vuelve a los ruedos después de unas temporadas en blanco, digo yo que por haber descansado el maestro del peso de tantos años de gloria. Y vuelve a lo grande y por la puerta grande, que es su querencia natural, un camino que él se sabe de memoria, una ruta de grana y oro que ha recorrido un océano de veces, sobre todo en Madrid, cuya calle de Alcalá aún siente, como si fuera ayer, los arrebatos de adoración desbordada de las grandes tardes de toros. Andrés Vázquez es un torero sobrio porque sobria es la tierra castellana que lo vio nacer. Sin embargo, parece mentira, pero debajo de esa sobriedad cereal de camisa blanca y de domingo nublado y ventoso, aletea el prado verde y fresco y jugoso del arte de torear como mandan los cánones. Por eso me atrevo a decir que Andrés Vázquez es el imaginero castellano de la tauromaquia. Si su tocayo Pepe Luis resulta que fue la salvaje alegría de la Maestranza, Andrés ha sido la lluvia seria y nutricia y el esplendor de los mil filos de la plaza de Madrid. Y esta tarde va a demostrar en Zamora que los duendes aún le asisten, que están con él y que las emociones, esos suspiros plácidos del alma, por costumbre las tiene arremolinadas entre los vuelos de sus percales y franelas, amaestradas, diría yo, de tanto ir y venir de tendido en tendido, de corazón en corazón. Andrés Vázquez, como el hálito refrescante de las violetas tardías, esta tarde, si el toro embiste y lo quiere, nos va a recordar a qué sabe la tauromaquia castellana de siempre, la tauromaquia acuñada por los grandes de la tierra. Yo sé que él idolatra, y lo declara cuantas veces haga falta, a maestros como Domingo Ortega, Antonio Ordóñez y Santiago Martín el Viti, el mejor cartel de la Historia, en su opinión, si pudiera imprimirse. Una terna que oscila entre el dominio de la técnica perfecta y el estallido de la inspiración plástica del arte. De estas fuentes ha bebido Andrés Vázquez. Quiero decir que estos son los tres santones ejemplarizantes y didácticos que lo han llevado tantas veces de triunfo en triunfo. Y esta tarde será para él, estoy seguro, un triunfo más, porque ni siquiera el crujido agorero de la carcoma de sus ochenta años podrá con el torbellino sencillo y natural de su arte. Al fin y al cabo, el arte es arte cuando no tiene pretensiones, cuando no ha sido forzado por mano dura, y cuando se da como si alguien no quisiera darlo y lo regalara como sin querer. La sencillez tiene la apariencia de la facilidad, es verdad, pero les aseguro que sólo es patrimonio de los grandes genios. Y el toreo de Andrés Vázquez alberga, precisamente, que todo un continente de esa fragancia sencilla y, a mayores, la necesaria y vigorosa omnipotencia de los sabios. Esta tarde voy a los toros, y les aseguro que llevo el alma predispuesta a ser invadida por el vuelo rasante de mil emociones. Les confieso que me apetece este nuevo baño de nostalgia. Suerte, maestro.
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