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22 de abril de 2012

EL ELEFANTE BLANCO

Además de una primavera encauzada entre grises, se nos presenta, aquí en Messolonghi, alguna que otra tormenta dialéctica originada por el reciente republicanismo de la chusma. Hasta hace unos días, el cielo era una bóveda incolora, fría y razonablemente silenciosa. Las tertulias de café se debatían entre las soledades de Góngora y las elegías de Rilque. Sin embargo, en cuanto el populacho supo de la cacería accidentada del rey, un revuelo de cimitarras afiladísimas nos ha venido a perturbar la paz de los divanes, como si la Monarquía, a estas alturas de la Historia, no pudiera salir a cazar ciervos y faisanes, tal y como ha ocurrido toda la vida. ¿Han sido elefantes? Eso quiere decir que vamos progresando en el arte cinegético. Desde luego, aquí nos ha extrañado mucho ese crujir de vestiduras nacionales, sobre todo entre la izquierda y su moralismo ecologista y eclesiásticamente correcto, es decir, sin ningún interés literario. En cambio, la última aventura del rey me parece toda una promesa de emociones juveniles. Les confieso, amigos míos, que ya me gustaría a mí disfrutar de la adolescencia perniquebrada del rey. Ni que decir tiene que si yo fuera él, tal vez no me iría de safari, aunque sólo por una simple cuestión de pereza, pero en cambio sí que trataría de esparcir mi semilla monárquica entre un baile de latitudes bien seleccionadas. En esto nuestro rey es un genio de la genética, valga la redundancia; no en vano, la última latitud señalada es una primorosa alemana y como recién salida, con perdón, de una ópera de Wagner. ¡Sublime! Les aseguro que cuanto más carrozones amanecemos y más quebrantadas tenemos las costuras inguinales, más elevamos el nivel de nuestras ilusiones. Lo mismo le pasa al rey, que cada vez abate mejores piezas y con mejor tino, aunque luego se haya perniquebrado digo yo que por algún alarde fuera de temporada. Aquí, en nuestro pequeño círculo de exiliados: monárquicos, anárquicos, liberales y de derechas, no comprendemos qué mal ha hecho don Juan Carlos, nuestro rey. Algunos han olvidado que hace casi cuarenta años, por voluntad propia, él traspasó a la soberanía nacional todo el poder que heredó de Franco. Un poder que era omnímodo, absoluto y como al estilo solar de Luis XIV. Desde luego, aquí no creemos que ningún socialista y, mucho menos, el amigo Rubalcaba, se habría despojado de tanto bagaje de ordeno y mando para entregárselo al pueblo. De ninguna manera. Nos habríamos quedado a expensas de sus mentiras, manipulaciones publicitarias, dictaduras del proletariado y como en busca del tiempo perdido. Tampoco se recuerda en ciertos sectores que fue don Juan Carlos, nuestro rey, quien se cobró de certero disparo un “elefante blanco”, en el año 1981. ¿Se acuerdan del “elefante blanco” del 23F? No salió entonces ningún ecologista entre jadeos y jaculatorias para protestar por el abatimiento de semejante pieza cinegética. Sin embargo, a nosotros los monárquicos, lo que más nos ha indignado es la presión que ha sufrido el rey para que pida perdón. ¡Y lo han conseguido! Pero lo intolerable es que lo ha exigido la misma gentuza que, por culpa de su despilfarro cañí, tiene sumida a España en la ruina más absoluta. Por ejemplo, ese regalito defectuoso del socialismo madrileño llamado Tomás Gómez, después de dejar al Ayuntamiento de Parla con más deudas que la mancebía argentina regentada por la Kirchner, se atreve el muy osado a exigir la abdicación del monarca. Pida perdón y abdique usted, señor Gómez, y de paso enciérrese en la cárcel con los eficaces malversadores de su partido. Si los seis millones de parados fueran de origen real, habría que demandárselo a la monarquía, pero todos sabemos quiénes han despilfarrado para conseguir una cifra tan vergonzosa. Lástima que no tengan trompa.

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