29 de abril de 2012
ESPAÑA PERNIQUEBRADA
Lo cual que nunca me he sentido yo tan monárquico ni tan español como ahora. Anoche lo pensé mientras me adormilaba con el partido del Bilbao (once españoles) y esos portugueses como recién licenciados de la Guerra de las Naranjas. Quiero decir que estuve reflexionando acerca todo eso del rey y la abdicación y ese otro tiberio tan delicado como es el ligue real y medio morganático con la medio princesa Corinne. Una princesa alemana, según dicen, y a un servidor, como ustedes ya saben, las que más le gustan son las alemanas, sobre todo por lo ingenuas que parecen, tan mitológicas y operísticas ellas, tan caprichosonas y como que nunca han roto un plato de Bohemia ni de Limoges ni cosa similar en materia de vajillas de lujo.
Mi verdadera preocupación, por lo tanto, no son los recortes del Gobierno, parcos desde mi punto de vista, o esa otra cosa del “copago” en la inyección de penicilina a la salida del puticlub andaluz o en la garlopa y el cuelgue de la Junta de Andalucía. Personalmente, los recortes sanitarios me parecen de lo más acertados para la salud de los españoles y su vicio nefando de meterse en plan yonqui tantas aspirinas, gelocatiles y britapenes. La farmacia moderna, amigos míos, no es otra cosa que una selva cocalera donde reinan los médicos del seguro y esa especie de camellos autorizados que son hoy los farmacéuticos. Cuanto menos frecuentemos la compañía de estas dos comunidades mucho más católicos, sanos y gerineldos nos sentiremos.
¿Y qué decir de la educación? Desde mi punto de vista, con la Enciclopedia Álvarez y un maestro diplomado por cada centenar de alumnos habría más que suficiente para ganar todos los concursos europeos de “Cesta y Punto”. Téngase en cuenta que, en España, el porcentaje de ceporros censados se eleva a un noventa y cinco por ciento en la escala de Richter. Pero también sobre los profesores habría mucho que decir, claro está. Sin ir más lejos, Schopenhauer, por ejemplo, escribió en su libro titulado “El arte de insultar” (mi libro de cabecera), que quienes enseñan una ciencia no son quienes la entienden y la cultivan, ya que si la cultivaran no tendrían tiempo para enseñarla. Schopenhauer, si bien era un cabrón con pintas, además de un pesimista metafísico, como ustedes ya saben, acertaba plenamente cuando también reflexionaba sobre la masificación de la Universidad. ¡Santo cielo! ¿Cómo una institución así puede albergar a tanto gandulazo por metro cuadrado? ¿Es que no tuvo bastante conmigo?
Sin embargo, como digo, mi verdadera preocupación no son hoy los recortes del Gobierno, sino el rey y su cadera fragilísima y de cómo El País de Cebrián y todos los socialistas y el rojerío en general andan que no saben muy bien qué hacer con la Monarquía. Por otro lado, ha llegado a mis oídos el soplo (uno tiene su propio “garganta profunda”) de que el verdadero busilis de la posible abdicación podría ser la amnistía que el nuevo rey, Felipe VI, concedería nada más subir al trono. Aquí nadie da puntada sin hilo. Y menos estos cabrones de socialistas que tiemblan ante la posibilidad de que algún juez, periodista, espía o policía destape algo nuevo sobre el 11M, los ERE de Andalucía, el caso Faisán o cualquier otro chanchullo de los muchos que se tienen montados. Naturalmente, el Gobierno ni se entera ni se le espera ni se come una rosca ni sabe un carajo de lo que son capaces de urdir estos calabreses de la política. A mi entender, el problema de España, más que económico y financiero, es radicalmente institucional y profundamente moral. En consecuencia, les recomiendo, amigos míos, que procuren mirar la vida tal y como decía Spinoza, es decir, “sub specie aeternitatis”. Tan difícil nos lo ponen.
22 de abril de 2012
EL ELEFANTE BLANCO
Además de una primavera encauzada entre grises, se nos presenta, aquí en Messolonghi, alguna que otra tormenta dialéctica originada por el reciente republicanismo de la chusma. Hasta hace unos días, el cielo era una bóveda incolora, fría y razonablemente silenciosa. Las tertulias de café se debatían entre las soledades de Góngora y las elegías de Rilque. Sin embargo, en cuanto el populacho supo de la cacería accidentada del rey, un revuelo de cimitarras afiladísimas nos ha venido a perturbar la paz de los divanes, como si la Monarquía, a estas alturas de la Historia, no pudiera salir a cazar ciervos y faisanes, tal y como ha ocurrido toda la vida. ¿Han sido elefantes? Eso quiere decir que vamos progresando en el arte cinegético. Desde luego, aquí nos ha extrañado mucho ese crujir de vestiduras nacionales, sobre todo entre la izquierda y su moralismo ecologista y eclesiásticamente correcto, es decir, sin ningún interés literario. En cambio, la última aventura del rey me parece toda una promesa de emociones juveniles. Les confieso, amigos míos, que ya me gustaría a mí disfrutar de la adolescencia perniquebrada del rey. Ni que decir tiene que si yo fuera él, tal vez no me iría de safari, aunque sólo por una simple cuestión de pereza, pero en cambio sí que trataría de esparcir mi semilla monárquica entre un baile de latitudes bien seleccionadas. En esto nuestro rey es un genio de la genética, valga la redundancia; no en vano, la última latitud señalada es una primorosa alemana y como recién salida, con perdón, de una ópera de Wagner. ¡Sublime! Les aseguro que cuanto más carrozones amanecemos y más quebrantadas tenemos las costuras inguinales, más elevamos el nivel de nuestras ilusiones. Lo mismo le pasa al rey, que cada vez abate mejores piezas y con mejor tino, aunque luego se haya perniquebrado digo yo que por algún alarde fuera de temporada.
Aquí, en nuestro pequeño círculo de exiliados: monárquicos, anárquicos, liberales y de derechas, no comprendemos qué mal ha hecho don Juan Carlos, nuestro rey. Algunos han olvidado que hace casi cuarenta años, por voluntad propia, él traspasó a la soberanía nacional todo el poder que heredó de Franco. Un poder que era omnímodo, absoluto y como al estilo solar de Luis XIV. Desde luego, aquí no creemos que ningún socialista y, mucho menos, el amigo Rubalcaba, se habría despojado de tanto bagaje de ordeno y mando para entregárselo al pueblo. De ninguna manera. Nos habríamos quedado a expensas de sus mentiras, manipulaciones publicitarias, dictaduras del proletariado y como en busca del tiempo perdido. Tampoco se recuerda en ciertos sectores que fue don Juan Carlos, nuestro rey, quien se cobró de certero disparo un “elefante blanco”, en el año 1981. ¿Se acuerdan del “elefante blanco” del 23F? No salió entonces ningún ecologista entre jadeos y jaculatorias para protestar por el abatimiento de semejante pieza cinegética.
Sin embargo, a nosotros los monárquicos, lo que más nos ha indignado es la presión que ha sufrido el rey para que pida perdón. ¡Y lo han conseguido! Pero lo intolerable es que lo ha exigido la misma gentuza que, por culpa de su despilfarro cañí, tiene sumida a España en la ruina más absoluta. Por ejemplo, ese regalito defectuoso del socialismo madrileño llamado Tomás Gómez, después de dejar al Ayuntamiento de Parla con más deudas que la mancebía argentina regentada por la Kirchner, se atreve el muy osado a exigir la abdicación del monarca. Pida perdón y abdique usted, señor Gómez, y de paso enciérrese en la cárcel con los eficaces malversadores de su partido. Si los seis millones de parados fueran de origen real, habría que demandárselo a la monarquía, pero todos sabemos quiénes han despilfarrado para conseguir una cifra tan vergonzosa. Lástima que no tengan trompa.
13 de abril de 2012
LA MUERTE EN VENECIA
DIARIO
JUEVES, 12 DE ABRIL DEL 2012
Esta tarde han puesto por televisión, Muerte en Venecia, esa película famosísima de Visconti que es una adaptación de la novela del mismo nombre de Thomas Mann. En realidad, Visconti también se apropia de algunas ideas de otra novela del mismo autor; me refiero, como ya saben ustedes, a Doktor Faustus, donde también desarrolla el tema de la belleza y de la creación artística. Desde luego, Visconti consigue una simbiosis perfecta para su propósito, sobre todo con el fin de que el espectador contemple visualmente las ideas estéticas que desarrolla Thomas Mann en sus dos novelas.
Pues bien, desde mi punto de vista, antes de proceder al desglose racional de las ideas, deberíamos ponernos delante de la película y buscar las sensaciones que plano a plano nos van conmoviendo. En mi opinión, hay que dejarse llevar por las imágenes y, sobre todo, por la música, que tiene la misión de marcar las pautas estéticas que se van sucediendo. De esta manera deduciremos que se producen momentos tranquilos y placenteros y otros en los que nuestros sentimientos se alteran y entran como en una cesura descarnada y muy desagradable. Naturalmente, estos momentos son los mismos que vive el personaje central de la historia, el profesor Aschenbach, que sufre en su interior un profundo caos intelectual producido, a mi entender, por la extraña necesidad humana de preservar el espíritu de la contaminación de los sentidos, asociando apresuradamente el mal a la materia y el bien al espíritu.
Yo creo que sería conveniente, en primer lugar, dirimir acerca de por qué Thomas Mann elige Venecia para desarrollar el drama personal del profesor Aschembach. Habría que preguntarse ¿por qué es Venecia ese templo elegido para esperar el advenimiento, es decir, el encuentro entre el testigo y lo sagrado?, por atenernos a la terminología desarrollada por Eugenio Trías en su libro “La edad del espíritu”. En realidad, desde mi punto de vista, la ciudad de Venecia ejemplifica entre sus muros, corroídos por el salitre del mar y una terrorífica epidemia de cólera, la representación más fidedigna y dialéctica de la decadencia, una lucha en definitiva entre la belleza y la corrupción, entre la vida y la muerte. Venecia es por tanto el escenario perfecto para la representación de este drama. El drama de un hombre que ha buscado toda su vida la belleza a través del espíritu y cree encontrarla por fin entre los canales apestosos de una ciudad moribunda. El sol, escribe Thomas Mann, desvía nuestra atención de lo intelectual para dirigirla hacia lo sensual. Quiere esto decir que el alma olvida su destino verdadero para estremecerse por la contemplación de los objetos bellos que el sol ilumina. Y es ese adolescente de la película, Tadzio, el objeto bello del que se sirven los dioses para hacernos perceptible todo lo espiritual. Pero Tadzio, desde mi punto de vista, es un espejismo, una aparición demoniaca antes de la muerte, hasta me atrevería a decir que es el ángel anunciador de la muerte. El profesor Aschenbach es puramente un pensador socrático en el sentido de que él está convencido, como Sócrates, de que nadie puede alcanzar la sabiduría, la belleza, en definitiva, si el camino hacia el espíritu pasa por los sentidos. Sin embargo, el joven Tadzio es la aparición que al final convence de lo contrario al profesor, muriendo éste persuadido de que toda su vida ha estado equivocado al respecto, y que por fin la belleza le ha sido revelada en todo su esplendor.
¿Cuándo tenía razón el profesor Aschenbach?
(Continuará)
DIARIO
JUEVES, 12 DE ABRIL DEL 2012
Esta tarde han puesto por televisión, Muerte en Venecia, esa película famosísima de Visconti que es una adaptación de la novela del mismo nombre de Thomas Mann. En realidad, Visconti también se apropia de algunas ideas de otra novela del mismo autor; me refiero, como ya saben ustedes, a Doktor Faustus, donde también desarrolla el tema de la belleza y de la creación artística. Desde luego, Visconti consigue una simbiosis perfecta para su propósito, sobre todo con el fin de que el espectador contemple visualmente las ideas estéticas que desarrolla Thomas Mann en sus dos novelas.
Pues bien, desde mi punto de vista, antes de proceder al desglose racional de las ideas, deberíamos ponernos delante de la película y buscar las sensaciones que plano a plano nos van conmoviendo. En mi opinión, hay que dejarse llevar por las imágenes y, sobre todo, por la música, que tiene la misión de marcar las pautas estéticas que se van sucediendo. De esta manera deduciremos que se producen momentos tranquilos y placenteros y otros en los que nuestros sentimientos se alteran y entran como en una cesura descarnada y muy desagradable. Naturalmente, estos momentos son los mismos que vive el personaje central de la historia, el profesor Aschenbach, que sufre en su interior un profundo caos intelectual producido, a mi entender, por la extraña necesidad humana de preservar el espíritu de la contaminación de los sentidos, asociando apresuradamente el mal a la materia y el bien al espíritu.
Yo creo que sería conveniente, en primer lugar, dirimir acerca de por qué Thomas Mann elige Venecia para desarrollar el drama personal del profesor Aschembach. Habría que preguntarse ¿por qué es Venecia ese templo elegido para esperar el advenimiento, es decir, el encuentro entre el testigo y lo sagrado?, por atenernos a la terminología desarrollada por Eugenio Trías en su libro “La edad del espíritu”. En realidad, desde mi punto de vista, la ciudad de Venecia ejemplifica entre sus muros, corroídos por el salitre del mar y una terrorífica epidemia de cólera, la representación más fidedigna y dialéctica de la decadencia, una lucha en definitiva entre la belleza y la corrupción, entre la vida y la muerte. Venecia es por tanto el escenario perfecto para la representación de este drama. El drama de un hombre que ha buscado toda su vida la belleza a través del espíritu y cree encontrarla por fin entre los canales apestosos de una ciudad moribunda. El sol, escribe Thomas Mann, desvía nuestra atención de lo intelectual para dirigirla hacia lo sensual. Quiere esto decir que el alma olvida su destino verdadero para estremecerse por la contemplación de los objetos bellos que el sol ilumina. Y es ese adolescente de la película, Tadzio, el objeto bello del que se sirven los dioses para hacernos perceptible todo lo espiritual. Pero Tadzio, desde mi punto de vista, es un espejismo, una aparición demoniaca antes de la muerte, hasta me atrevería a decir que es el ángel anunciador de la muerte. El profesor Aschenbach es puramente un pensador socrático en el sentido de que él está convencido, como Sócrates, de que nadie puede alcanzar la sabiduría, la belleza, en definitiva, si el camino hacia el espíritu pasa por los sentidos. Sin embargo, el joven Tadzio es la aparición que al final convence de lo contrario al profesor, muriendo éste persuadido de que toda su vida ha estado equivocado al respecto, y que por fin la belleza le ha sido revelada en todo su esplendor.
¿Cuándo tenía razón el profesor Aschenbach?
(Continuará)
5 de abril de 2012
LA NIÑA MALA DE VARGAS LLOSA
DIARIO
2 de abril del 2012
A mí es que Vargas Llosa, don Vargas, cada vez que lo leo, me deja tan frío como a un lenguado recién pescado. Me parece sin duda un buen novelista, lo reconozco, pero qué quieren que les diga, en mi opinión este señor no es escritor. De ninguna manera. He terminado de leer su novela de la niña mala y la encuentro, a pesar de abordar un tema procaz en sí mismo, es decir, de lo más verdilongo, digo que la encuentro como insulsa y sin alma y sin verdad alguna. Yo creo que ha escrito esta novela con el preservativo puesto. Incluso me ha resultado repetitiva y previsible. Además, es curioso que con todos los trancos sexuales que tiene, no haya conseguido ponerme en consonancia lo que se dice en ningún momento. Todo lo contrario que la “Plataforma” de Houellebecq, tal como les dije el otro día. Y yo creo que así resulta porque su prosa no tiene ningún brío ni te entra por la barriga ni te provoca escozuras ni, como digo, te la pone rabiosa de cal viva. En realidad, se trata de un estilo plano, ascético y de novicia en plena Cuaresma, aunque escriba sobre perversiones, lametones y otros flujos más o menos obscenográficos. Yo creo que el estilo de Vargas Llosa, don Vargas, es como él se nos aparece de vez en cuando: atildadito, aseado, sereno, sensato, y hasta cuando se atreve a sacar los pies del tiesto lo hace como si se tratara de un serio aspirante a los altares. Y eso que sus novelas están bien estructuradas, los personajes perfectamente definidos y la trama suele ser imaginativa y en verdad que consigue el interés del lector, pero hay algo que falla en su conjunto. Y ese fallo es puramente de estilo. Don Vargas escribe como un maestro, sí, en efecto, pero como un maestro de escuela. No digo que “Travesuras de la niña mala” no me haya gustado, no, nada de eso. Pero me ha gustado, sobre todo, por su esqueleto, por el andamiaje interior, por su planificación novelística, y para mí que la historia es buena, si bien el final me ha resultado vulgar y demasiado tramposo. El cáncer, casi siempre, es una solución poco imaginativa e impropia de un escritor consagrado como él. Lo digo una vez más porque así lo siento: don Vargas me parece un buen novelista, pero a mi entender y aunque parezca una contradicción, no es escritor. ¿Quién es escritor entonces?, me preguntarán ustedes. Pues bien, para mi gusto, son escritores, entre otros, Cabrera Infante y García Márquez, para seguir en la línea de la literatura americana en español. Se trata de dos escritores que deshacen el idioma, lo convierten en añicos, lo dinamitan hasta minimizarlo en partículas elementales, como quien dice, pero luego van ellos y lo recomponen a su antojo, creando otra cosa distinta. A eso se le llama tener estilo. Y a don Vargas le falta estilo, como a la mayoría de los buenos y famosos novelistas que hoy nos agobian desde las librerías. Escribir bien no es cuidar que la sintaxis sea perfecta, como hace don Vargas, sino deshacerlo todo para crear una nueva gramática, pero que al lector, al mismo tiempo, le parezca que todo está en su sitio y como bien puesto aún estando todo revuelto. Por ejemplo, les recomiendo como lectura obligatoria la obra de Cabrera Infante, “Tres tristes tigres”, y “El otoño del patriarca” de García Márquez. En España, para mi gusto, los más estilosos son Ramón Gómez de la Serna, Sánchez Mazas, Sánchez Ferlosio, Josep Pla, Eugenio D´Ors, González Ruano y Francisco Umbral, por nombrar sólo a los muertos. Los vivos que me gustan, o sea, los vivos del estilo, ni que decir tiene que me dan mucha envidia y no los menciono por eso y porque no me da la gana y por mí les pueden ir ajustándoles a todos por donde prefieran y más disfruten y dilaten con facilidad. Los muy cabrones.
DIARIO
2 de abril del 2012
A mí es que Vargas Llosa, don Vargas, cada vez que lo leo, me deja tan frío como a un lenguado recién pescado. Me parece sin duda un buen novelista, lo reconozco, pero qué quieren que les diga, en mi opinión este señor no es escritor. De ninguna manera. He terminado de leer su novela de la niña mala y la encuentro, a pesar de abordar un tema procaz en sí mismo, es decir, de lo más verdilongo, digo que la encuentro como insulsa y sin alma y sin verdad alguna. Yo creo que ha escrito esta novela con el preservativo puesto. Incluso me ha resultado repetitiva y previsible. Además, es curioso que con todos los trancos sexuales que tiene, no haya conseguido ponerme en consonancia lo que se dice en ningún momento. Todo lo contrario que la “Plataforma” de Houellebecq, tal como les dije el otro día. Y yo creo que así resulta porque su prosa no tiene ningún brío ni te entra por la barriga ni te provoca escozuras ni, como digo, te la pone rabiosa de cal viva. En realidad, se trata de un estilo plano, ascético y de novicia en plena Cuaresma, aunque escriba sobre perversiones, lametones y otros flujos más o menos obscenográficos. Yo creo que el estilo de Vargas Llosa, don Vargas, es como él se nos aparece de vez en cuando: atildadito, aseado, sereno, sensato, y hasta cuando se atreve a sacar los pies del tiesto lo hace como si se tratara de un serio aspirante a los altares. Y eso que sus novelas están bien estructuradas, los personajes perfectamente definidos y la trama suele ser imaginativa y en verdad que consigue el interés del lector, pero hay algo que falla en su conjunto. Y ese fallo es puramente de estilo. Don Vargas escribe como un maestro, sí, en efecto, pero como un maestro de escuela. No digo que “Travesuras de la niña mala” no me haya gustado, no, nada de eso. Pero me ha gustado, sobre todo, por su esqueleto, por el andamiaje interior, por su planificación novelística, y para mí que la historia es buena, si bien el final me ha resultado vulgar y demasiado tramposo. El cáncer, casi siempre, es una solución poco imaginativa e impropia de un escritor consagrado como él. Lo digo una vez más porque así lo siento: don Vargas me parece un buen novelista, pero a mi entender y aunque parezca una contradicción, no es escritor. ¿Quién es escritor entonces?, me preguntarán ustedes. Pues bien, para mi gusto, son escritores, entre otros, Cabrera Infante y García Márquez, para seguir en la línea de la literatura americana en español. Se trata de dos escritores que deshacen el idioma, lo convierten en añicos, lo dinamitan hasta minimizarlo en partículas elementales, como quien dice, pero luego van ellos y lo recomponen a su antojo, creando otra cosa distinta. A eso se le llama tener estilo. Y a don Vargas le falta estilo, como a la mayoría de los buenos y famosos novelistas que hoy nos agobian desde las librerías. Escribir bien no es cuidar que la sintaxis sea perfecta, como hace don Vargas, sino deshacerlo todo para crear una nueva gramática, pero que al lector, al mismo tiempo, le parezca que todo está en su sitio y como bien puesto aún estando todo revuelto. Por ejemplo, les recomiendo como lectura obligatoria la obra de Cabrera Infante, “Tres tristes tigres”, y “El otoño del patriarca” de García Márquez. En España, para mi gusto, los más estilosos son Ramón Gómez de la Serna, Sánchez Mazas, Sánchez Ferlosio, Josep Pla, Eugenio D´Ors, González Ruano y Francisco Umbral, por nombrar sólo a los muertos. Los vivos que me gustan, o sea, los vivos del estilo, ni que decir tiene que me dan mucha envidia y no los menciono por eso y porque no me da la gana y por mí les pueden ir ajustándoles a todos por donde prefieran y más disfruten y dilaten con facilidad. Los muy cabrones.
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