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26 de agosto de 2016


LAS TRES GRACIAS
Diario, 25 de agosto del 2016

Terminan por fin las dichosas olimpiadas. Tantas semanas de tortura televisiva. Apenas he podido ver los telediarios, horribles por otra parte, pero son lo único que me mantiene en contacto con el mundo.
         Sin embargo, en contra de mi manera de pensar, estos días de atrás he realizado un largo viaje por los países del norte de Europa. Siento sinceramente haberme convertido en parte de la horda turística que en el mes de agosto asola el planeta. Sin duda el turismo es una de las plagas de Egipto extrapolada con retraso a los siglos XX y XXI. Les aseguro que no hay civilización que pueda soportar durante más de un siglo los efectos devastadores de esta peste. Yo quería ser un viajero, como aquellos del XIX, pero no he pasado de ser un borrego más detrás de una señora con paraguas en alto. Por cierto, qué mal educada está la clase media.
Por eso en cuanto he regresado he pasado quince días leyendo a Proust en la cama y tomando el té cada tarde mientras escuchaba las sonatas de César Frank y Debussy. Por cierto, el Hermitage se ha convertido en un mercado chino de termitas hambrientas. Lo que nos faltaba, millones de chinos mandarines asaltando cada día el Palacio de Invierno. Solamente pude contemplar con algo de arrobo y tranquilidad las “Tres Gracias”, magnífica escultura clásica de Antonio Canova.
Esta mañana he leído de un tirón “El farsante feliz”, de Max Beerbohn, una excelente historia acerca de una máscara milagrosa capaz de convertir al que la lleva en su imagen y semejanza. Hemingway despreciaba a Beerbohn porque bebía vino de Marsala. Supongo que Beerbohn le devolvería el desprecio porque él se lo bebía todo. Hemingway en realidad despreciaba a todo el mundo, sobre todo a sí mismo.
Trato de encontrar a una mujer que me enamore por su sofisticación, pero no la encuentro. Por el contrario conozco a demasiadas mujeres sencillas, pero la mujer sencilla es uno de los mayores peligros que pueda correr un hombre. De hecho suele practicar la picadura traicionera de la víbora. A decir verdad, sólo el cine de otro tiempo puede mostrar un elenco aceptable de mujeres sofisticadas: Greta Garbo, Marisa Berenson, Silvana Mangano, Capucine, Lola Montes, Vanessa Redgrave, Gene Tierney, Ingrid Thulin, Eleanor Parker, Grace Kelly, Jackeline Biset, por poner unos cuantos ejemplos memorables. Ellas también tienen la mordedura de la víbora, pero al menos el privilegio de su contemplación sirve de antídoto para cualquier veneno que inoculen.
Me voy a la cama con el libro “Historie des Perruques”,  de Jean Batiste Thiers, libro editado en Aviñón alrededor de 1771. Entre otras cosas dice que los primeros en hacer uso de las pelucas fueron los pelirrojos y los tuberculosos. Los pelirrojos para no tener el mismo color de pelo que Judas Iscariote, por cierto, la más alta jerarquía iniciática entre los apóstoles; y los tuberculosos para esconder su cabellera tiñosa. También nos dice M. Thiers que los egipcios las utilizaban y que Atila usó pelucas de distintos colores y formas mientras cruzaba los Alpes camino de Roma. 
  







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