Diario, 25 de agosto del 2016
Terminan
por fin las dichosas olimpiadas. Tantas semanas de tortura televisiva. Apenas
he podido ver los telediarios, horribles por otra parte, pero son lo único que me
mantiene en contacto con el mundo.
Sin embargo, en contra de mi manera de pensar, estos días de
atrás he realizado un largo viaje por los países del norte de Europa. Siento
sinceramente haberme convertido en parte de la horda turística que en el mes de
agosto asola el planeta. Sin duda el turismo es una de las plagas de Egipto
extrapolada con retraso a los siglos XX y XXI. Les aseguro que no hay civilización
que pueda soportar durante más de un siglo los efectos devastadores de esta
peste. Yo quería ser un viajero, como aquellos del XIX, pero no he pasado de
ser un borrego más detrás de una señora con paraguas en alto. Por cierto, qué
mal educada está la clase media.
Por
eso en cuanto he regresado he pasado quince días leyendo a Proust en la cama y
tomando el té cada tarde mientras escuchaba las sonatas de César Frank y
Debussy. Por cierto, el Hermitage se ha convertido en un mercado chino de
termitas hambrientas. Lo que nos faltaba, millones de chinos mandarines asaltando
cada día el Palacio de Invierno. Solamente pude contemplar con algo de arrobo y
tranquilidad las “Tres Gracias”, magnífica escultura clásica de Antonio Canova.
Esta
mañana he leído de un tirón “El farsante feliz”, de Max Beerbohn, una excelente
historia acerca de una máscara milagrosa capaz de convertir al que la lleva en
su imagen y semejanza. Hemingway despreciaba a Beerbohn porque bebía vino de
Marsala. Supongo que Beerbohn le devolvería el desprecio porque él se lo bebía
todo. Hemingway en realidad despreciaba a todo el mundo, sobre todo a sí mismo.
Trato
de encontrar a una mujer que me enamore por su sofisticación, pero no la
encuentro. Por el contrario conozco a demasiadas mujeres sencillas, pero la
mujer sencilla es uno de los mayores peligros que pueda correr un hombre. De
hecho suele practicar la picadura traicionera de la víbora. A decir verdad, sólo
el cine de otro tiempo puede mostrar un elenco aceptable de mujeres
sofisticadas: Greta Garbo, Marisa Berenson, Silvana Mangano, Capucine, Lola
Montes, Vanessa Redgrave, Gene Tierney, Ingrid Thulin, Eleanor Parker, Grace
Kelly, Jackeline Biset, por poner unos cuantos ejemplos memorables. Ellas también
tienen la mordedura de la víbora, pero al menos el privilegio de su contemplación
sirve de antídoto para cualquier veneno que inoculen.
Me
voy a la cama con el libro “Historie des Perruques”, de Jean Batiste Thiers, libro editado en
Aviñón alrededor de 1771. Entre otras cosas dice que los primeros en hacer uso
de las pelucas fueron los pelirrojos y los tuberculosos. Los pelirrojos para no
tener el mismo color de pelo que Judas Iscariote, por cierto, la más alta
jerarquía iniciática entre los apóstoles; y los tuberculosos para esconder su
cabellera tiñosa. También nos dice M. Thiers que los egipcios las utilizaban y
que Atila usó pelucas de distintos colores y formas mientras cruzaba los Alpes
camino de Roma.
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