No
me jodas, Rowland, o sea que eras un buen escritor y te ningunearon como si fueras el chico de los recados. Eso fue lo primero que le dije, casi con las mismas palabras,
nada más sentarnos en un bar de la segunda avenida. El bar era “The Penrose” y
había mucho ambiente. Ocupamos una mesa que hay junto a una de las ventanas que
dan a la calle. A Rowland le gustó mucho porque veía pasar la gente y eso era
lo que más le entretenía en su situación de muerto. Así me lo dijo. La verdad
es que al principio me pareció un tipo extraño, aunque por su aspecto podría
pasar completamente desapercibido. Se había puesto un traje gris, camisa gris
clara, corbata azul y unos mocasines blancos, un conjunto que lo asemejaba con
el americano medio de los años cincuenta. Sin embargo, había algo en él que me
inquietaba y tal vez fuese su extrema timidez, como si aún, después de muerto,
le tuviera miedo a la vida. Tal vez el pobre Rowland estaba más inquieto que de
costumbre por la sencilla razón de que desde su muerte era la primera vez que
visitaba Nueva York.
--¿Qué
tal si nos pedimos un par de güisquis? –le pregunté para romper el hielo.
--Antes
de combatir en esa batalla prefiero una jarra de cerveza y una hamburguesa
gigante.
--Entonces,
permite que yo también me una al banquete previo.
--¿Sabes
lo que más me gusta de estar muerto?
--Que
no tienes que pagar impuestos, supongo.
--Pues que mi pelo ha vuelto a ser negro, como cuando era joven.
--Yo diría que tu juventud me resulta insultante. ¿No te hace ilusión?
--Yo diría que tu juventud me resulta insultante. ¿No te hace ilusión?
Desde
aquel momento nuestro encuentro adquirió tintes muy distintos, incluso a
Rowland se le puso una cara más amplia y clara y se le abrió una sonrisa de lo
más agradable y como de buenos amigos. Joder, qué diferencia. Parecía otra
persona, mucho más jovial y tal que si tuviera toda la vida por delante.
No
quise empezar con las preguntas serias y me dije que lo mejor ser
ía
esperar a que las hamburguesa entraran en sus cuartos menguantes. La verdad es
que estaban cojonudas y la cerveza resbalaba con generosidad por nuestros
gaznates. Rowland tenía tanta sed que llamó a la camarera para pedirle otro par
de jarras. Me pareció que debía esperar incluso a que los hocicos estuvieran
limpios de kétchup y mostaza para entrar definitivamente en materia. Pero la
cosa no terminó con las hamburguesas, sino que seguimos con un par de raciones
de tarta de manzana y sendos cafés recién importados de los mismísimos
cafetales brasileiros, muy cerca de Sao Paulo. Pues bien, después de que cada
uno encendiera su habano, me dije que era el momento perfecto para abordarlo
con otra clase de preguntas.
--Te
decía que has sido un buen escritor, pero que te han ninguneado continuamente
y…
--Perdona,
pero ahora sí que me gustaría tomar un buen güisqui. ¿Qué te parece si pedimos
un Knockando de 20 años? ¿Supongo que habrás traído dinero suficiente para
pagarme cualquier capricho? Ese fue el trato.
Volví
a llamar a la camarera para que atendiera por partida doble la petición de
Rowland, que se quedó mirándole el culo como si nunca hubiera visto un culo
oculto bajo una falda. No me fue difícil
llegar a la conclusión que los deseos no desaparecen con la muerte. Hasta es
probable que aumenten de manera considerable, dado el apetito tan generalizado
que Rowland me demostró en cualquier dirección que mirara. Lo mejor de todo fue
que no tuve necesidad de repetirle la jodida pregunta.
--Pues
claro que todos me ningunearon, desde los editores de libros, los directores de
cine, los guionistas, los críticos literarios y hasta los historiadores de la literatura
americana. No es que yo quiera pasar a la historia al lado de los grandes
escritores, no soy tan pretencioso ni tan iluso, pero me molesta enormemente
que mi nombre no se mencione ni cuando la obra es mía. A cada uno se le debería
dar lo que le corresponde. Por ejemplo, yo no figuro como autor en la cubierta
de la edición española de “Harpo, habla”. Creo que viene una tal Elvira Lindo
como autora del prólogo, pero te aseguro que el libro lo escribí yo solito, sin esa Elvira Lindo al lado ni nadie que se le parezca. Por cierto, ¿quién es esa tía?
--Te
aseguro que no tengo idea de quién pueda ser…
--Harpo
Marx sólo me contó su vida delante de un magnetofón y yo tuve que ordenar todo
ese material, más el que por mi cuenta recabé de otras fuentes. No es justo por
tanto que mi nombre aparezca en la página cinco y figure como colaborador. Yo
no quiero otra cosa que mi nombre venga escrito donde le corresponde. Ya sé que
no fui un escritor de los grandes, pero tampoco me merezco un desprecio de ese
calibre.
--Dicen
que el pionero de ese género llamado “novela de no ficción” fue Truman Capote
con su novela “A sangre fría”, pero me parece que se olvidaron de “Marcado por
el odio”, escrita por ti algo así como doce años antes. ¿Qué tienes que decir al
respecto?
--A
estas alturas me importa un carajo lo que todo el mundo crea o piense. Esa
novela empecé a escribirla a comienzos de los años cincuenta, si mal no
recuerdo, y Robert Wise la llevó al cine en 1956. La película tuvo mucha
publicidad porque la iba a protagonizar James Dean, pero antes de empezar el
rodaje se mató en aquel terrible accidente y fue sustituido por Paul Newman. A
rey muerto, rey puesto. Y la verdad es que esa clase de publicidad de tinte tan
siniestro y totalmente gratuita me vino muy bien porque la película tuvo mucho
éxito y de rebote yo vendí bastantes libros por todo el mundo. Eso sí, en la
cubierta no sólo venía mi nombre sino también algo semejante.
el de Rocky Graziano. Todo
fue por la publicidad que el nombre del boxeador llevaba consigo, pero es que
mi nombre aparece debajo del suyo, como si yo fuera el pinche de la obra. Por eso mucha gente creyó que fue Rocky quien escribió la novela y Rocky era un chico
listo y un buen tío, pero completamente analfabeto, maldita sea, cómo iba a escribir
--Desde
luego, a mi me ha parecido una gran novela. De las mejores en su género. La he
leído con el placer que me ha faltado en la lectura de otras muchas. ¿Lo debiste pasar muy bien escribiéndola?
--Es
que Rocky, a pesar de lo mal que lo pasó en la vida, sobre todo en los primeros
veinticinco años, era un tipo muy abierto y tremendamente gracioso. No le quedó
demasiado resentimiento y parecía una persona equilibrada, dentro de la locura
habitual de los boxeadores, claro está, pero sin cuentas pendientes que ajustar
con el mundo. Él decía que había repartido tanta leña, tan fuerte y con tanto
odio, que ya no le quedaba nada dentro y que estaba en paz con todas las
personas que lo habían dañado y con la vida en general. Le aseguro que fue un
libro que escribí con mucha facilidad y que me hizo sentir que por fin había
conseguido ser escritor.
--O
sea que la novela sobre la vida de Harpo Marx fue coser y cantar.
--No
tanto como coser y cantar, pero he de reconocer que cuando lo escribí,
empleando la misma técnica narrativa que el anterior, me divertí tanto o más
que con el de Rocky. Harpo era un tío genial, como todos sus hermanos, y, a
cada instante, sin que nadie lo esperara, se le ocurrían un sinfín de trastadas
geniales y el muy cabrón me hizo reír como nunca me había reído antes.
--Cuando
lo leí me interesó mucho la relación que tuvo Harpo con los componentes de la
Mesa Redonda del Algonquín.
--A mí también me sorprendió esa relación desde el principio, ya que esa mesa estaba compuesta
por gente catalogada como del tipo intelectual. Había dramaturgos como Charly
MacArthur, novelistas como F. P. Adams, Dorothy Parker y Edna Ferber, guionistas
como Donald Ogden Stewart, críticos de teatro como Alexander Wollcott,
directores de teatro como Kaufman, una
pintora como Noysa McMain, también estaba Harold Ross, que fue el creador de la
revista New Yorker, en fin, había toda esta clase de personajes cuya compañía
resulta muy difícil de conseguir por lo cerrados que suelen ser estos círculos.
Sin embargo, Harpo fue acogido por todos ellos gracias a lo ingenioso de sus actuaciones en
Broadway. Concretamente fue el mordaz Aleck Wollcott quien se quedó prendado de
él y, después de dedicarle una buena crítica en el New York Times, lo visitó en
el camerino y se lo llevó a una partida de póker en el Hotel Algonquín. No
volvió a salir de allí, metafóricamente hablando, claro. Harpo decía que su
misión en la Mesa Redonda era escenificar el silencio, ya que él era el único
capaz de permanecer callado. Debía resultar difícil hacerse escuchar entre
tantas voces tratando de abrirse paso al mismo tiempo.
--También
escribiste otra novela titulada “The night they raided Minsky´s”, que luego fue
llevada al cine por William Friedkin. No es una película memorable, en mi
opinión, pero al menos sale tu nombre como autor del libro en los títulos de
crédito.
--Las
adaptaciones cinematográficas despojan de todo protagonismo al autor literario.
Parece mentira que el cine se sostenga gracias a la literatura y, por supuesto,
a la fotografía, y todo lo que consigue el escritor, lo mismo que el fotógrafo,
es desaparecer de escena en favor de los actores y del director de la película.
--El
director es la estrella…
--Y
yo estoy de acuerdo con esa afirmación, sin duda alguna, pero sin escritores ni
fotógrafos no habría cine, maldita sea, y deberíamos recuperar el sitio que nos
corresponde.
--Oye
Rowland, ¿es verdad que el personaje que interpreta Britt Ekland, es decir, el de Rachel
Schpitendavel, existió de verdad?
--Existió
un personaje parecido que yo conocí cuando era joven, pero sólo me sirvió como
argamasa para construir el personaje de ficción. Una noche, en un cabaret,
mientras me excitaba viendo un estriptis, se me ocurrió pensar acerca de quién
sería la primera mujer que se desnudara como espectáculo y se me ocurrió
inventar la historia de Rachel Schpintendavel. No es porque yo la haya escrito,
claro, pero a mí la novela de siempre me ha parecido mucho mejor que la película,
dónde va a parar, vamos, como de aquí a Florida. Entre otras cosas, la Raquel
que yo imaginé no se parece en nada a Britt Ekland, pero absolutamente en nada.
Tampoco los demás personajes tienen algo que ver con los de la película. Un
bodrio de cinta. Lo que yo te diga.
Así que nos tomamos otro par de güisquis y nos fuimos dando
un paseo hasta la Quinta Avenida. Entramos en Tiffany , pero sólo en plan
mirones y te aseguro que no compramos ni un anillo de hojalata; sin embargo, aquella visita
sirvió para que Rowland se acordara de Truman Capote y echaras pestes sobre su
tumba.
--Ese
tipo, además de un mariconazo y un chupapollas, es el impostor que me quitó la
gloria de haber inventado la “novela de no ficción”. ¿Cómo es posible que nadie tuviera en cuenta “Marcado por el odio”?
--Magnífica
novela, Rowland, de las mejores novelas americanas que he leído. A la altura de
las de Marc Twain y muy superior a cualquiera de las de Hemingway. Sobre todo a
las de Hemingway.
--¿Lo
dices en serio?
--Completamente
en serio.
--Dios
te bendiga.