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2 de noviembre de 2015

JOHN O´BRIEN



Estaba en Los Ángeles cuando terminé de leer “Leaving Las Vegas”. En aquel momento me pareció una novela excepcional. Para mí que a su autor, John O´Brien, le gustó tanto mi buena disposición hacia él y su obra que se le ocurrió hacerme una visita inesperada. No se lo creerán pero lo encontré en el cuarto de baño de la habitación del hotel donde me hospedaba. Eran las cuatro de mañana y me había levantado a beber un poco de agua. La verdad, no sabía yo que los muertos mearan, pero les aseguro que el tío estaba echando una meada tan larga y cálida como la de cualquier persona viva, incluso con más elocuencia. Me dijo que me agradecía sinceramente que hubiera leído su novela y también que me esperaba al día siguiente en el Fígaro, un bistrot de la avenida Vernon, con el fin de invitarme a cenar y hablar largo y tendido. El tío me dejó helado. Al parecer se había enterado por alguna clase de magia de que yo podía hablar con los muertos y se dijo que sería reconfortante darse una vuelta por el mundo y comentar su obra con alguien que la apreciase tanto como yo. Casi no pude colocar una palabra, entre otras razones porque su aparición repentina me dejó paralizado, no sabía qué decirle, tan sólo me limité a asentir y a prometerle que no faltaría a la cita. No obstante, antes de irse, al muy cabrón sólo se le ocurrió burlarse de mi pijama. Dijo que era la primera vez que veía un pijama con tantas florecitas. Como pueden imaginarse, para volver a coger el sueño tuve que meterme un somnífero y así pude dormir las ocho horas que tengo por costumbre. Les juro que no me sentó nada bien tanta coña con mi pijama.
         El restaurante Fígaro es un local de mucha solera y claro sabor francés. Obviamente la cocina también es francesa y pensé que debía ser bastante buena porque estaba lleno de gente. John O´Brien ocupaba una mesa del fondo. Se había sentado en uno de esos divanes forrados de seda roja, muy al estilo de la Belle Époque. Ya no era el tipo seco y delgado y de apariencia con visos de degeneración física y mental. Nada de eso. John O´Brien era un joven elegante, moreno, con un traje gris bien cortado, camisa blanca y corbata amarilla. El pelo lo llevaba peinado como siempre, es decir, todo bien echado hacia atrás y con algo de tupé, al estilo juvenil de los años cincuenta. Me fije en que llevaba unos zapatos hechos a medida. Le pregunté y me dijo que se los acababa de comprar a John Lobb, el zapatero más famoso de Londres, quien en su tiempo de vivo solía calzar a la más alta aristocracia británica. Lo peor de todo es que tenía la voz más incorpórea que había oído yo en un muerto, como de aire comprimido. 
Quiero decir que John O´Brien ya no es el borracho que fue durante sus últimos años de vida, igual que el protagonista de la novela, creado por él a su imagen y semejanza. Naturalmente seguía luciendo la misma cara afilada de pájaro carpintero y su mirada inteligente y brillante, pero ya no traslucía ese halo oscuro y autodestructivo que en vida lo envolvió de manera siniestra hasta su muerte. Así se lo dije y me explicó que ese componente de autodestrucción le había acompañado a lo largo de toda su vida y que no pudo hacer nada por reprimirlo, poseyéndolo como un demonio hasta lograr de él un suicidio inevitable, nada menos que unos meses antes de cumplir los treinta y cuatro años de edad.
         Los dos cenamos lo mismo: caracoles a la borgoñona, tournedó Rossini y, como postre, lo mejor de la noche, es decir, una suculenta variedad de quesos franceses. Lo convencí de que los quesos, cuanto más fuertes y curados, necesitan para atemperar su fuerza un buen vino de Oporto. Así que pedimos un “vintage” de cuarenta años que había en la carta. Me aseguró que lo mejor de estar muerto es que uno bebe todo lo que se le antoja sin emborrarse más allá de lo razonable y sin causar lesiones a un hígado inexistente. De manera que después de las copas le entré en escorzo y le solté, sin unas gotas de cloroformo ni paliativo alguno, que el defecto principal de su novela es la excesiva cantidad de alcohol que baña buena parte de sus páginas. Me refiero a lo referente al personaje masculino y dipsómano, ya que tanta reiteración en el asunto de la bebida convierte a la novela en algo monótona, como si todas las situaciones fueran iguales. En cambio las páginas correspondientes a la joven Sera, la prostituta de las Vegas, son mucho más llevaderas por la sencilla razón de que la cosa del sexo, aunque alguien diga lo contrario, siempre interesa más que cualquier otra vaina que se escriba. Naturalmente, una vez que la prostituta y el suicida borracho se conocen y comienzan su historia de amor y de muerte, el ritmo narrativo se agiliza al máximo y el interés vuelve a tomar posesión del lector.
         Pues no crean ustedes que O´Brien estuvo de acuerdo con mi crítica. Tengan en cuenta que “Leaving Las Vegas” es su única novela publicada y él estaba muy orgulloso de ella y no hacía otra cosa que presumir y brindar por el éxito de crítica y ventas que había obtenido. La verdad es que su estilo literario es inmejorable y, a este respecto, sería justo reconocer que O´Brien nada tiene que envidiar a los escritores americanos más grandes. En mi opinión, desde ese punto de vista, la novela es simplemente magnífica. Se lo dije tratando de poner cara de hombre sincero y creo que el elogio fue capaz de calmarlo.
Claro que también le solté a bocajarro que la fama conquistada se la debía más bien a la adaptación cinematográfica de Mike Figgis y, sobre todo, al Oscar ganado merecidamente por Nicolas Cage, consiguiendo que tanto la novela como su autor se elevaran a gran altura y brillaran con luz propia en el cielo mundial de la fama
Bueno pues fue en ese momento cuando John O´Brien me confesó, con total serenidad y mucha distinción de muerto inteligente, que por desgracia esa fama no pudo disfrutarla en vida, ya que se le ocurrió descerrajarse un tiro en la cabeza justo antes de que se estrenara la cinta. También reconoció, mientras apuraba una copa de “oporto”, que yo llevaba razón al considerar a la película como la causa primera de que su novela y su nombre se conocieran en todo el mundo. Lo dijo con mucha paz en la mirada y por la mirada supe que sus demonios interiores ya no estaban con él y que la muerte lo había liberado y por fin había dejado de ser la víctima de sí mismo.


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