Estaba en Los Ángeles cuando
terminé de leer “Leaving Las Vegas”. En aquel momento me pareció una
novela excepcional. Para mí que a su autor, John O´Brien, le gustó tanto mi buena disposición hacia él y su obra que se le ocurrió hacerme una visita inesperada. No se lo creerán
pero lo encontré en el cuarto de baño de la habitación del hotel donde me
hospedaba. Eran las cuatro de mañana y me había levantado a beber un poco de
agua. La verdad, no sabía yo que los muertos mearan, pero les aseguro que el
tío estaba echando una meada tan larga y cálida como la de cualquier persona
viva, incluso con más elocuencia. Me dijo que me agradecía sinceramente que
hubiera leído su novela y también que me esperaba al día siguiente en el Fígaro,
un bistrot de la avenida Vernon, con el fin de invitarme a cenar y hablar largo
y tendido. El tío me dejó helado. Al parecer se había enterado por alguna clase de magia de que yo podía hablar con los muertos y se dijo que sería reconfortante
darse una vuelta por el mundo y comentar su obra con alguien que la apreciase tanto
como yo. Casi no pude colocar una palabra, entre otras razones porque su
aparición repentina me dejó paralizado, no sabía qué decirle, tan sólo me
limité a asentir y a prometerle que no faltaría a la cita. No obstante, antes
de irse, al muy cabrón sólo se le ocurrió burlarse de mi pijama. Dijo que era
la primera vez que veía un pijama con tantas florecitas. Como pueden
imaginarse, para volver a coger el sueño tuve que meterme un somnífero y así
pude dormir las ocho horas que tengo por costumbre. Les juro que no me sentó nada bien
tanta coña con mi pijama.
El restaurante Fígaro es un local de mucha solera y claro
sabor francés. Obviamente la cocina también es francesa y pensé que debía ser
bastante buena porque estaba lleno de gente. John O´Brien ocupaba una mesa del
fondo. Se había sentado en uno de esos divanes forrados de seda roja, muy al
estilo de la Belle Époque. Ya no era el tipo seco y delgado y de apariencia con
visos de degeneración física y mental. Nada de eso. John O´Brien era un joven elegante,
moreno, con un traje gris bien cortado, camisa blanca y corbata amarilla. El
pelo lo llevaba peinado como siempre, es decir, todo bien echado hacia atrás y con algo de tupé, al
estilo juvenil de los años cincuenta. Me fije en que llevaba unos zapatos hechos
a medida. Le pregunté y me dijo que se los acababa de comprar a John Lobb, el zapatero
más famoso de Londres, quien en su tiempo de vivo solía calzar a la más alta aristocracia
británica. Lo peor de todo es que tenía la voz más incorpórea que había oído yo en un muerto, como de aire comprimido.
Quiero
decir que John O´Brien ya no es el borracho que fue durante sus últimos años de
vida, igual que el protagonista de la novela, creado por él a su imagen y semejanza. Naturalmente
seguía luciendo la misma cara afilada de pájaro carpintero y su mirada
inteligente y brillante, pero ya no traslucía ese halo oscuro y autodestructivo
que en vida lo envolvió de manera siniestra hasta su muerte. Así se lo dije y
me explicó que ese componente de autodestrucción le había acompañado a lo largo
de toda su vida y que no pudo hacer nada por reprimirlo, poseyéndolo como un
demonio hasta lograr de él un suicidio inevitable, nada menos que unos meses
antes de cumplir los treinta y cuatro años de edad.
Los dos cenamos lo mismo: caracoles a la borgoñona, tournedó
Rossini y, como postre, lo mejor de la noche, es decir, una suculenta variedad
de quesos franceses. Lo convencí de que los quesos, cuanto más fuertes y
curados, necesitan para atemperar su fuerza un buen vino de Oporto. Así que
pedimos un “vintage” de cuarenta años que había en la carta. Me aseguró que lo
mejor de estar muerto es que uno bebe todo lo que se le antoja sin emborrarse más
allá de lo razonable y sin causar lesiones a un hígado inexistente. De manera
que después de las copas le entré en escorzo y le solté, sin unas gotas de
cloroformo ni paliativo alguno, que el defecto principal de su novela es la
excesiva cantidad de alcohol que baña buena parte de sus páginas. Me refiero a
lo referente al personaje masculino y dipsómano, ya que tanta reiteración en el
asunto de la bebida convierte a la novela en algo monótona, como
si todas las situaciones fueran iguales. En cambio las
páginas correspondientes a la joven Sera, la prostituta de las Vegas, son mucho
más llevaderas por la sencilla razón de que la cosa del sexo, aunque alguien
diga lo contrario, siempre interesa más que cualquier otra vaina que se escriba. Naturalmente,
una vez que la prostituta y el suicida borracho se conocen y comienzan su
historia de amor y de muerte, el ritmo narrativo se agiliza al máximo y el
interés vuelve a tomar posesión del lector.
Pues no crean ustedes que O´Brien estuvo de acuerdo con mi
crítica. Tengan en cuenta que “Leaving Las Vegas” es su única novela publicada
y él estaba muy orgulloso de ella y no hacía otra cosa que presumir y brindar
por el éxito de crítica y ventas que había obtenido. La verdad es que su estilo
literario es inmejorable y, a este respecto, sería justo reconocer que O´Brien nada
tiene que envidiar a los escritores americanos más grandes. En mi opinión,
desde ese punto de vista, la novela es simplemente magnífica. Se lo dije tratando
de poner cara de hombre sincero y creo que el elogio fue capaz de calmarlo.
Claro
que también le solté a bocajarro que la fama conquistada se la debía más bien a
la adaptación cinematográfica de Mike Figgis y, sobre todo, al Oscar ganado merecidamente
por Nicolas Cage, consiguiendo que tanto la novela como su autor se elevaran a
gran altura y brillaran con luz propia en el cielo mundial de la fama
Bueno
pues fue en ese momento cuando John O´Brien me confesó, con total serenidad y
mucha distinción de muerto inteligente, que por desgracia esa fama no pudo
disfrutarla en vida, ya que se le ocurrió descerrajarse un tiro en la cabeza justo
antes de que se estrenara la cinta. También reconoció, mientras apuraba una copa
de “oporto”, que yo llevaba razón al considerar a la película como la causa
primera de que su novela y su nombre se conocieran en todo el mundo. Lo dijo
con mucha paz en la mirada y por la mirada supe que sus demonios interiores ya
no estaban con él y que la muerte lo había liberado y por fin había dejado de
ser la víctima de sí mismo.
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