Alguien tendría que escribir
acerca de la estética de los catarros. Verdaderamente son demoledores. Acatarrarse
es la manera más sencilla de convertirse en una especie de monstruo doméstico. Los
ojos se congestionan, la nariz enrojece, el moquiteo que no cesa, la tos
perruna y luego ese estornudar de manera inconstante, cuando menos te lo
esperas. Para colmo, uno pone la televisión y sólo se ven fotografías de
moritos, como si uno fuera André Gide y anduviera a la caza por el norte de África.
Por cierto, nunca había oído cantar la Marsellesa con tanto ahínco y de manera
tan descangallada como en estos días.
Los
españoles, después de cuarenta años de terrorismo vasco, jamás hemos cantado
nuestro himno nacional, por muchos muertos que hayamos enterrado. Claro que
tampoco le han puesto letra a la cosa y con el “chunda chunda” no creo que
resulte ni elegante ni patriótico. De cualquier manera los españoles no somos
nada chovinistas, como los franceses, sino todo lo contrario. A los españoles lo
que nos gusta es opinar. Aquí opinamos sobre todo lo que se mueve, ya sea
divino o humano. De manera que ahora, con lo de París, el personal chapotea en el
lodo y se emociona con el placer de emitir sonidos más o menos inteligibles. Y
así podríamos permanecer en absurda perorata durante un par de eternidades. O
más bien hasta que llegue el próximo acontecimiento y alguien cambie el
decorado con total y absoluta naturalidad. El caso es tener algo sobre lo que
poder iluminar al mundo y esparcir toda clase de opiniones a los cuatros puntos
cardinales.
Pero, si mal no recuerdo, hablábamos de la estética del catarro y de cómo
enfrentarse a un estado corporal excesivamente incómodo. Téngase en cuenta que
todo cambia en la mente del acatarrado, por lo menos en la mía, pues si ayer me
paseaba lleno de salud por el camino de Swann, hoy me habría decidido, en caso
de haber salido, por el de Guermantes. Y en cuanto a la lectura, les puedo
asegurar que, si bien la semana pasada disfruté con la novela de Walter Mosley,
de repente hoy me apetece, bajo un manantial de lágrimas y un torrente de estornudos,
inmolarme en los brazos, largos y perezosos, de Virginia Woolf.
Naturalmente, para leer a Virginia Woolf es obligatorio
enfundarse la bata de seda. Uno no puede leer a esta señora tan exquisita
vestido de cualquier manera y menos con un pijama de franela como el mío. No en
vano se trata de una mujer exageradamente refinada, lo mismo que sus amigos del
círculo de Bloomsbury, salvo Gerald Brenan, claro, que se vino a las Alpujarras
a lomos de una mula y la mula le afeó el estilo hasta límites intolerables. De
ese mismo grupo, tras la estela mágica de la Woolf, camina E. M. Forster, muy
por delante de los demás. Si bien no debería olvidarme de Litton Strachey, el
más inteligente de todos, pero su obra, en mi opinión, aunque brillante, es más
bien escasa y su nombre ha quedado para lucir en anecdotarios de tertulia.
Tampoco deberíamos olvidarnos de escoger el aperitivo más indicado
para tratar el catarro lo más civilizadamente posible. Desde luego ningún catarro debería
acabar con nuestra dignidad. Pico de la Mirandola, por ejemplo, escribió aquello
tan famoso acerca de la dignidad del hombre mientras sufría un trancazo
memorable. Sin embargo no dijo nada acerca de la bebida más adecuada para conllevar
su estado con resignación, pero de haber podido escoger estoy seguro de que habría
optado por una copa de oporto. El oporto es el vino más aristocrático de Occidente.
Incluso está por encima del champán y el jerez en la escala de valores de
cualquier alma sensible.
Otro problema por resolver es la clase de comida que más le
conviene a un catarroso como yo. No desde un punto de vista puramente medicinal,
sino más bien estético. La estética, señores, es la mejor arma contra un
terrorismo tan encarnizado como pueda ser un romadizo en toda regla. Para el terrorismo
moruno ya tenemos los misiles americanos, los aviones ingleses y la mala leche
de los rusos, de la que siempre hicieron gala. Además de la Marsellesa, claro. Sin
embargo, para vencer lo que ahora me afecta más directamente al estado animo,
es decir, para acabar en definitiva con este catarro que me asola, lo más
apropiado es una buena sopa mediterránea: una bullabesa, por ejemplo, acompañada de un vino blanco de Alsacia. Sólo la dignidad y la estética pueden plantar cara
a la barbarie.