Como parece tan impaciente por saber acerca de mi vanidad, le diré que sí, que siempre
he sido un gran vanidoso. Tenga en cuenta, querido, que la vanidad bien
entendida empieza por uno mismo. Claro que también he de añadir que ha sido perfeccionada gracias a quintales de humildad y un número incalculable
de buenas lecturas. Le aseguro que para reconocer la vanidad en uno mismo hay
que practicar la humildad cada día, yo diría que a todas horas. ¿No le parece curioso? En realidad, existen dos
clases de vanidosos. El vanidoso de nacimiento, que actúa sin saberlo, por
lo que se trata de un imbécil hecho desde la cuna. Y luego tenemos el vanidoso
que se ha forjado a sí mismo; es decir, el que se ha labrado la vanidad a golpe
de meditaciones, estudio y fuerza de voluntad. El primero es un vanidoso inconsciente. El segundo lo es gracias a
la energía que puede aportar una consciencia tan despierta como un mar
embravecido. Este último soy yo.
De modo que me gustaría aclarar que siempre me he considerado un vanidoso
artificial. Me refiero a que mi vanidad ha sido siempre un puro fingimiento, como cualquier creación artísitica. Y le aseguro
que cuando por las noches llego a casa, las noches que así sucede, dejo mi
vanidad junto al abrigo, en el perchero de la entrada. No se puede ser sublime
las veinticuatro horas del día, tal como pretendía ese exagerado de Baudelaire.
Una tarea demasiado agotadora, se mire por donde se mire. Sobre todo para
alguien que ya ha cumplido los ciento sesenta años.
No creo
que nadie me considere un farsante por llevar durante el día, cuando salgo a la
calle, esa máscara divina, la máscara de los elegidos, que tanto trabajo me
costó conseguir y no digamos perfeccionar. Sobre todo en Oxford, un lugar donde ser brillante es una
absoluta vulgaridad. En Oxford, amigo mío, hay que ser genial. O eres un genio
o no eres nadie. Y muy pocos lo son. Yo lo fui, naturalmente. Y puede estar
seguro de que aún lo soy, a pesar de estar muerto, o precisamente por eso. En
realidad, soy más famoso que nunca. Lo único que siento es que por culpa de mi fama
el mundo conoce a esa mala bestia del marqués de Queensberry. Ya sé que también
es conocido por haber establecido las normas del boxeo. ¿Qué otra cosa podría
inventar ese animal? Pero fue mi nombre lo que le proporcionó un poder casi omnímodo después de mi condena.
¿Usted
se preguntará cómo un dandi puede perder la cabeza por un chiquillo como lord
Alfred Douglas? Pues, en efecto, la perdí. Y eso me convierte en un dandi
destronado. Ese chiquillo hizo de mí lo que le vino en gana y confieso que me
presté a su juego. Lo dejé bien claro en “De Profundis”, una obra que tiene el
defecto de ser demasiado seria, sobre todo por la sinceridad que puse en ella.
Un error imperdonable. Cuando salió publicada y volví a leerla me di cuenta de
que estaba acabado como escritor. Había perdido una de las grades virtudes que,
junto a la vanidad, siempre me adornaron. Me refiero, claro está, a la
frivolidad. Sí, querido, la frivolidad fue la gran luz que, como un faro marino
en una noche de niebla, me ha guiado durante toda la vida. Una pena que la cárcel
acabara con ella y con todo lo bueno que había atesorado durante los años de libertad.
Así es, en efecto, lord Alfred Douglas fue el origen de todas mis desgracias. No lo dude.
¿Pero cómo se puede luchar contra una pasión? ¿Y cómo augurar un desenlace tan dramático? Desde luego, aquello ocurrió en la época en que mi
religión, si es que alguna vez me decidí por una religión, me obligaba a elegir lo más trágico. Sin
embargo, le juro que no volvería a meterme en pleitos con la acémila del
marqués. Aquellos dos años de cárcel carcomieron mi alma y no se los deseo a
nadie. Y mucho menos a mi mejor enemigo. Y le aseguro que en este caso no me
refiero a Queensberry. Le juro que para formar parte del séquito de mis mejores enemigos hay que demostrar las dotes de una inteligencia incluso superior a la
mía. Siempre dije que elegía a mis amigos por su aspecto y a mis enemigos
por su inteligencia. Ni que decir tiene, que lord Alfred no era tan torpe como
su padre, pero sí tan mono y cursi como su madre. Después de muerto me enteré que se había casado con una tal Olive Custance y que había tenido un hijo llamado
Raymond. La verdad es que me alegré por él. Un hombre debe saber qué es la
paternidad al menos una vez en la vida. Peor habría sido que se casara con el pendón
de Natalie Barney, la Amazona, como la bautizó Remy de Gourmont, una lesbiana
yanqui que necesitó a las once mil vírgenes al completo para calmar sus ardores. Habría
sido un desastre para lord Aldfred, tan de bajo calibre y de tan poco aguante,
casarse con esa Pentesilea lujuriosa de los bollos calientes. Y no es que la otra, Olive, fuera el
ideal de mujer para él, pues en materia lésbica, aunque más calmada, tampoco
se quedaba tan al margen. Pero sí, sí resultaba más apropiada para él. En
realidad, fue la familia de la Barney la que se opuso al matrimonio con lord
Alfred. Supongo que sería por su fama de chapero de lujo y amante de Oscar Wilde.
¿Quiere oír un cotilleo? Mi
sobrina Dolly, hija de mi hermano Willie, ya sabe usted que anduvo por París, despendolada y medio locatis, durante unos años. Pues bien, la chica tuvo el capricho de beneficiarse, desconozco si al tiempo, a las dos señoras en cuestión. Me refiero, claro, a
Natalie Barney y a Olive Custance. Y he dicho muchas veces que un capricho dura
algo más que un amor eterno. ¿Se imagina al animal de Queensberry removiéndose en su tumba al enterarse de que, no
sólo su hijito precioso, sino también su flamante nuera había sido seducida por otro miembro de la familia Wilde. Sólo de pensarlo me entran
ganas de volver al mundo. ¡Qué gran carcajada lanzaría en mitad de Picadilly
Circus!
Pero volviendo a lo nuestro,
no tengo otro remedio que darle la razón. El amor de Lord Alfred me privó de
haber sido un verdadero dandi; un dandi que seguramente habría llegado a la altura del gran George Brummell. El otro día me lo decía mi amigo d´Aurevilly, a quien me encontré cenando
en Le Dôme. ¿Ha probado las ostras de Le Domê? A mi amigo Marcel aún le dan mucho asco. No sabe lo que se pierde. Pues bien, siempre es un placer
encontrarse con Jules, uno de esos tipos que saben escuchar y hablar lo justo y
lo necesario. Y ya sabe usted lo que Oscar Wilde necesita de un público así. Sin
embargo, por una vez, le dejé que se explicara:
--Oscar, me dijo, el
dandismo es la religión más exigente que hay en el mundo. No lo dudes. Tiene
reglas mucho más duras que la de cualquier orden monástica. Ten en cuenta,
continuó diciéndome, que se trata de una mezcla explosiva entre la filosofía
estoica y la epicúrea. Y te diré algo más: el dandi ha recorrido casi la
totalidad del camino si domina tan sólo una única virtud: la “imperturbabilidad”.
Y tú Oscar estuviste a punto de conseguirlo, pero al caer en las garras de una
pasión tan incontenible como la que sentiste por lord Alfred Douglas, tú mismo te
expulsaste de la cofradía. Es un crimen de lesa majestad que un dandi
sea aniquilado por una pasión. Dos años de cárcel y tu exilio posterior a
Francia completaron el resto de la catástrofe. El naufragio fue total. El dandi
que pugnaba por nacer dentro de ti murió apenas vio la luz del mundo. Te juro,
Oscar, que sin lord Alfred, habrías sido uno de los más grandes. No te quepa duda.
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