Hablamos por teléfono y me concedió la entrevista. Me dijo
que nos veríamos en la mansión de Menabilly, la casa donde según parece
escribió su novela más famosa, Rebecca, y también donde nacieron sus tres
hijos, dos niñas y un niño Quedamos a las cinco y me prometió que tomaríamos el
té, dejándome bien claro que ella, por supuesto, era una inglesa tradicional y
la ceremonia del té le era sagrada y que sería un honor compartirla conmigo. Un
cumplido muy hermoso, así que se lo devolví asegurándole que el honor,
naturalmente, era sólo mío, pues no todos los días podía uno sentarse a tomar
el té con una personalidad de tantos quilates como Daphne du Maurier.
Lo primero que pensé es que
me había pasado en la coba, pero resultó que, incluso para los muertos, los
elogios aún son susceptibles de exagerarse cuanto a uno le convenga, pues, como
pura vaselina, suavizan el alma de cualquiera. Así que empecé a preocuparme de
cómo llegar puntual a la cita. Ya se sabe la importancia que dan los ingleses a
este respecto. Y allí estaba ella, preparándolo todo, colocando las tazas y los
cubiertos y los platitos con los sándwiches en una mesa con mantel blanco que
había dispuesto en el jardín. Todo era de porcelana blanquísima, con dibujitos
rosas y las servilletas, diminutas hasta el exceso, pero que al tacto me
parecieron de hilo finísimo.
Nos dimos un buen apretón de
manos; la de ella una mano larga y fina, pero con firmeza de hombre. Me pidió por favor
que tomara asiento, sugiriéndome al tiempo que le llamase señora Browning, el
apellido de su marido, ya que así le había llamado todo el mundo hasta su muerte. Así que asentí con
la cabeza y enseguida me dediqué a escudriñarlo todo.
La mansión era de piedra, de
dos plantas, con una fila de ocho ventanas, perfectamente alineadas, en la
segunda, y sólo seis en la primera, tres y tres, ya que la puerta de entrada la
dividía en dos mitades. Todas las ventanas lucían un marco de madera blanca,
permitiendo un contraste muy acusado con el tono oscuro de la piedra.
Naturalmente, como todas las casas de campo británicas, estaba rodeada de
césped, que es donde la escritora había colocado la mesa del té, como a unos
veinte metros de la fachada.
Nos resultó de lo más
extraño que no soplara el viento, sobre todo a ella, ya que todo el mundo sabe
que la costa de Cornualles es tradicionalmente ventosa. Incluso la temperatura
nos pareció de lo más veraniega, aunque estábamos en mayo, una rareza si bien
se mira. La señora Browning lo achacó a los cambios sin tino que últimamente
ofrecen los fenómenos del clima. Claro que los muertos no estamos a expensas de
estas mudanzas, me dijo, mirándome con mucha fijeza a los ojos, como si
quisiera comprobar el estado de mi alma. Los muertos sólo podemos fingir que
estamos vivos, insistía ella, y que la vida y sus circunstancias nos afectan lo
mismo que a ustedes.
La verdad es que me
impresionaron sus palabras. Y también sus ojos, que eran de un azul intenso,
casi violáceo. Para mí que aparentaba tener como unos veinticinco años. Sin
duda se trataba de una chica alta, espigada y ligera de carnes. Me pareció muy
inglesa en todas y cada una de las esencias de su persona. Advertí que su
cabeza era exageradamente pequeña para la altura que presentaba de cuerpo. Quiero
decir que la proporción entre tamaños no me pareció la más idónea. Además, su
cara, mirada de frente, me resultó demasiado angulosa por la parte del mentón, en
total desarreglo con la anchura de la frente. Incluso la nariz tenía algo así
como un aire de inexistencia, excesivamente respingona para mi gusto. Sin
hablar de la exagerada planicie del resto del cuerpo y demás extremidades. Nada
por delante, nada por detrás. Quiero decir que la señora Browning no me pareció
ni de cerca el tipo de mujer que suele gustarme, si es que puedo ser completamente
sincero. Mis gustos en la materia, por así decirlo, son más mediterráneos,
aunque ahora no se me ocurre ningún ejemplo de escritora de esa zona que
responda con fidelidad a tales cánones. Si es que existen esos cánones.
En compensación, me
atrevería a pontificar acerca de un tema que no todo el mundo va estar de
acuerdo. Me refiero a que las mejores escritoras de la historia de la
literatura son las inglesas. Y no es que Daphne du Maurier me haya parecido un
genio de la literatura, pero digamos que mezclada y agitada entre Virginia
Woolf, las hermanas Bronté, Jane Austen y Agatha Christie, hasta es posible que
pueda parecernos un miembro imprescindible del grupo.
Sorprendentemente, enseguida
empezamos a discutir acerca de cómo debería servirse la taza de té perfecta. Me
refiero, claro, al té con leche. En realidad, fue ella quien sacó el tema a
relucir y al respecto se despachó después a su gusto Lo de la discusión no ha sido más
que un eufemismo por mi parte. Porque fue ella, la señora Browning, quien
comenzó a pontificar, como poseída por un espíritu infalible, acerca del té y
su forma de tomarlo. Al parecer, muy al contrario de lo que siempre dijo una
autoridad en la materia como George Orwell, la leche es lo primero que debe
echarse en la taza, es decir, antes que el té, con el fin de que la mezcla
entre ambos fluidos se complete a la perfección y en su totalidad.
Naturalmente, según me aseguró la escritora, el té tiene que ser de Ceilán,
mucho mejor que el chino.
Así que no fue hasta terminar
mi última taza, cuando la señora Browning aceptó por fin que yo comenzara
con mis preguntas y comentarios acerca de su vida y obra. Empezamos con
Rebecca. Ella estuvo de acuerdo en que esta novela era un buen principio para nuestra
conversación, no en vano había sido la llave que mágicamente le había abierto los
salones de la fama mundial. Claro que el mago fue nada menos que Alfred Hitchcoch, que, como se sabe, adaptó la novela al cine, consiguiendo un gran éxito
de público en el mundo entero. De manera que el nombre de Daphne du Maurier apareció en las pantallas de los cinco continentes, obteniendo, claro, una fama universal.
Sin embargo, si en algo se
resistió la señora Browning, digamos que con demasiada determinación, fue
cuando entramos en el análisis psicológico de la historia, aunque su
resistencia del principio se vino abajo cuando pronuncié el nombre del padre: Gerald du Maurier, un nombre que lleva implícito, además de múltiples dones y
habilidades profesionales, una sucesión interminable de amantes que alteró de
alguna manera el equilibrio psicológico de la hija.
A decir verdad, no tardó
demasiado en reconocer que sí, que en cierta forma los celos fueron terribles
por su causa y que también podría ser cierta mi insinuación acerca de que hubiera
estado enamorada de él, pero que esa relación entraba de lleno a formar parte
de los muchos secretos que lleva aparejada su biografía. Así me lo dijo, con
esas mismas palabras, asomando en sus ojos una chispa casi imperceptible de
malevolencia incontenida.
Claro que esa fue la señal para
empezar a buscar en su obra cualquier síntoma de neurosis. Y no hay que molestarse
demasiado en una búsqueda exhaustiva, ya que casi sin querer lo encontramos en su
novela predilecta: Rebecca. Naturalmente, la escritora me reconoció que nuestra
heroína sin nombre nos da a entender que entre su padre y ella había habido una
relación muy especial. También me reconoció, no sin alguna reticencia, que
Maxim de Winter, con quien la joven se casa, es también un sucedáneo de la
figura del padre; entre otras cosas porque le dobla la edad y su aspecto de
señor con sombrero y traje gris así nos lo confirma. Sin duda alguna, se trata
de las dos cuestiones que nos llevan a pensar en un posible complejo paterno.
No obstante, como me dijo la
señora Browning, la verdadera amenaza
que se cierne sobre la chica proviene en realidad de la parte femenina: desde
la señora van Hopper hasta, una vez en Manderley, la señora Danvers y el
fantasma de Rebecca. Me refiero a que todo el mujerío de la historia digamos
que se conjura peligrosamente en contra de la joven. A decir verdad, todas esas
señoras juntas representan unitariamente a la arquetípica madre terrible y celosa
que trata de impedir la felicidad de su hija con el príncipe azul, un mitologema
que se repite en infinidad de cuentos infantiles, desde el de “Blancanieves y
los siete enanitos” al de “Cenicienta”, por poner los dos ejemplos más famosos.
Claro que en el caso particular que nos cuenta Daphne du Maurier en Rebecca, el
elegido no es ningún príncipe azul, sino la figura del padre, que es la razón
de que todas las fuerzas femeninas del inconsciente de la joven formen en orden
de batalla para impedir el incesto. Naturalmente, la escritora no estuvo de acuerdo
con mi interpretación psicológica y trató de defenderse señalando como ejemplo
de inocencia el amor purísimo y de lo más cursi que sienten los dos tortolitos
de su historia. Pero eso sucede, obviamente, porque fue lo que ella quiso
escribir. Sin embargo, desde mi punto de vista, la mente de la autora, inconscientemente,
impregnó la historia con los aromas patológicos de una neurosis que sin ninguna
duda había padecido en vida.
También ante su perplejidad,
me permití la libertad de referirme a otra de sus novelas: “La posada de
Jamaica”, donde el complejo paterno se ve verificado y aumentado con total
claridad en la figura todopoderosa del juez de paz de la isla: Sir Humphrey
Penganllan, contra quien la heroína termina luchando con todas sus fuerzas para
liberarse definitivamente de su influencia.
Sin mencionar los síntomas
añadidos de lesbianismo que, tanto en “Rebecca” como en “La Prima Raquel”, otra
de sus novelas, se ponen de manifiesto. Lógicamente, al ser del dominio público,
no tiene más remedio que reconocerme la
relación amorosa que en vida mantuvo con Gertrude Lawrence, una actriz de cine
y teatro, además de cantante, a la que nadie recuerda en la actualidad, pero
que entre los años veinte y cuarenta se convirtió en una gran estrella del
espectáculo. Para hacerle justicia se la debería recordar por sus actuaciones
tanto en los teatros de Londres, donde fue la actriz principal de muchas de las
comedias de Noël Coward, como en los garitos de Broadway, cuyo éxito más rutilante
fue la interpretación del papel de Anna Leonowens de la obra “El rey y yo”,
nada menos que junto a Yul Brynner. La
señora Browning me contó que conoció a la Lawrence porque escribió para ella
una especie de monólogo cómico. Y de ese conocimiento personal surgió el amor
entre ambas y así tuvieron su aventura. Pero con la mala suerte de que el
“affairs” fue del dominio público y de ahí el escándalo consecuente y los
problemas familiares y todo lo demás. La verdad es que me cayó muy bien esa
chica, Daphne du Maurier, de un mirar algo extraño e inquietante y, sobre todo,
muy entretenida en su conversación, además de ser la anfitriona perfecta y una gran
entendida en esos versículos casi masónicos de la ceremonia del té. Una lástima
que estuviera muerta.
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