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24 de noviembre de 2014

MARCEL PROUST



Uno busca a Proust cuando los demás escritores acaban hastiándote. Y yo sé dónde encontrarlo. Unas veces lo veo apoyado en el puente de la Concordia, mirando el fluir de las aguas del Sena; y otras, si no hace frío y el viento está calmado, se sienta en la terraza del Grand Hotel de Cabourg, en la costa de la Normandía. Cabourg es la ciudad a la que él se refiere en su obra con el nombre de Balbec. Pero también puede darse el caso de que se acerque a Combray, un pequeño pueblo francés que en realidad es una amalgama de ficción entre Auteuil, su lugar de nacimiento, e Illiers, que es el pueblo de su padre.
         Pues bien, esta vez lo he encontrado en Cabourg, paseando por la playa. Enseguida lo divisé desde la ventana de mi habitación. Llevaba un traje gris claro y un sombrero blanco. Andaba muy erguido, con la espalda muy recta o más bien ligeramente inclinada hacia atrás. Sin duda no podía ser otro. Así que bajé a la terraza y lo esperé a que regresara de su paseo. Serían las cuatro de la tarde.
Cuando volvió lo invité a tomar el té en mi mesa. Él aceptó amablemente y estuvimos conversando más de hora y media. Tenía el aspecto de un joven de treinta años. Le dije que había rejuvenecido mucho desde su muerte y el me contestó que la muerte es maravillosa sobre todo porque uno puede solicitar el aspecto que más le guste.
--Claro que hay muertos que prefieren seguir como cuando eran mayores; dicen que les da algo así como más seriedad, más prestancia y un aura de sabiduría, aunque no la posean, que todo hay que decirlo. Sin embargo, como mi aspecto a los cincuenta resulta que fue el de un asmático ojeroso con pinta de cadáver, requerí parecerme al Marcel de mis mejores tiempos, los más saludables, cuando me movía por los salones de París como por los de mi propia casa. Ahora, naturalmente, también me muevo por los salones del Hades y le aseguro que no deseo continuar escribiendo. Comprenda que después de “Á la Recherche” no vale la pena aventurarse con nada más. Y ya ve usted, amigo a mío, ahora me dedico a zascandilear por ahí y, de vez en cuando, como usted sabe, recorro por nostalgia los lugares que frecuentaba de vivo. Este hotel, por ejemplo, me trae grandes recuerdos, sobre todo de mi madre, pues ya sabe que durante toda la vida sentí por ella una pasión inconmensurable. Para mí mi madre fue la mujer mas deliciosa que había en el mundo y, por experiencia personal, le aseguro que también en el otro. Ese fue el amor que condicionó toda mi existencia y el amor del que escribí con mayor sinceridad. Todos los demás amores  fueron ficciones y fingimientos y un sin vivir para esconder mis vicios más perentorios y, sobre todo, aquellos caprichos fugaces de una noche de verano. Por otra parte tampoco fui un hombre físicamente atractivo, ni para las mujeres ni para los hombres. Además, mi enfermedad pulmonar, ese asma salvaje que condicionó toda mi vida, era como un disolvente para cualquier interés foráneo. También mis rarezas y escrupulosidades actuaron al unísono en mi contra. Creo que fui demasiado sensible a cualquier estímulo tanto físico como espiritual. Me emocionaba cualquier aroma, cualquier forma sorprendente, los sonidos de las calles, la espuma del mar, el ulular del viento, la suavidad acariciadora de una brisa marina, una noche de luna llena, las montañas del horizonte, una colina cercana y al acecho, la sonrisa de un niño, las manos de una mujer, el andar torpe de algún joven. Todo me conmovía en exceso. Todo me afectaba. Todo me dejaba sin aire en los pulmones. Sin respiración. Creo que podría afirmar que la Belleza, con mayúsculas, fue mi pasión y mi mortaja. Por ejemplo, no podía escuchar una sonata de Saint-Saens sin que mis lágrimas me empaparan el rostro. Ni podía leer a Keats sin que mi cuerpo se estremeciera. “¡Bardos de pasión y regocijo habéis dejado el alma en la tierra!” Cómo llegué a comprenderle, cómo comulgué con esa pasión suya por las cosas cercanas y simples de este mundo. ¡Cuánta espiritualidad y misterio anida en la aspereza de la materia!
--¿Se refiere, por ejemplo, a su famosa magdalena?
--Si no fuera por lo manida que ya está la dichosa magdalena, le aseguro que el ejemplo nos valdría para justificar los versos de Keats, pero prefiero referirme, si no le parece mal, a algo tan físico y sensual como Gilberta, que en mi obra aparece mucho antes que las dagas afiladas del humor y la ironía. Gilberta, la hija de Odette y de Swann, una niña que juega conmigo a policías y ladrones en los Campos Elíseos, sustituye a la pasión que antes había sentido por mi madre. Naturalmente, ahora de muerto comprendo que era el mismo amor, la misma emoción, idéntico sufrimiento. Pero no fue hasta el final de mi vida cuando comprendí que todas las mujeres y todos los hombres a quiénes amé fueron en realidad la misma persona: mi madre adorable, mi madre querida. La reina de mi alma. La femineidad esparcida por el mundo y más tarde reunida, unificada, en una sola mujer. Una sola diosa.
--¿Llegó a conocer a Rilke?
--Lo conocí en París y leí toda su obra, menos las “Las Elegías de Duino”, publicadas en 1923, un año después de que yo muriera.  Así que las tuve que leer una vez muerto, a la orilla del Río Jordán, muy de moda por entonces. Y le aseguro, amigo mío, que nadie comprenderá el verdadero significado de esos poemas hasta que no se haya dado una vuelta por el Otro Mundo. Quiero decir que sólo los muertos podemos comprender esas elegías en toda su magnificencia poética. ¿Cómo desentrañar en vida el misterio de las estrellas?
Proust no paró de hablar durante la hora y media que estuvimos sentados en la terraza del Grand Hotel. Yo apenas pude meter baza, muy pocas palabras me dejó entreverar, pero para qué decir nada si el que habla se llama Marcel Proust. Cuando nos levantamos de la mesa, me dijo que había quedado con Albertine en París, en el Bosque de Bolonia, y que llegaba tarde. No obstante, antes de irse me sugirió que la próxima vez nos viéramos en su casa de Illiers, donde me enseñaría su dormitorio de niño, la cama desde la que ansioso esperaba que su madre subiera y le diera el beso de buenas noches. Le dije que para mí sería un honor pasar unos días en Combray, pero que también me gustaría que en nuestro próximo encuentro me hablara de su libro sobre Sainte-Beuve. Me dio a entender que no estaba muy orgulloso de él, pero que por su parte no había inconveniente en comentarlo ampliamente. Siempre que fuera para destrozar la memoria infecta de ese cretino, me susurró al oído. Por supuesto que no me atreví a contradecirlo.

acivantosmayo@gmail.com

         

6 de noviembre de 2014

ERNEST HEMINGWAY



                                  
                                            I

Como todas las mañanas, Hadley le preparó el desayuno. Dos huevos fritos, un par de rebanadas de pan con mantequilla y un tazón de leche con achicoria. Hadley se cubría los hombros desnudos con la toquilla negra de lana que le había regalado Gertrude. La mesa de la cocina no era muy grande. Apenas podían desayunar los dos juntos. Hemimgway era poco hablador recién levantado, sobre todo si la noche anterior haba_﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽______________________hol. poco hablador por las mañanas, sobre si la noche anterior se hab___________________________ía abusado del alcohol, que era lo habitual. Claro que también ella, por acompañarlo,  abusaba casi todas las noches. A Hemingway la bebida apenas le dejaba huellas, pero a Hadley le redondeaba  las caderas y le ponía una nota de color rojo en las mejillas. Hadley había engordado mucho después de haber dado a luz al pequeño Jack, que dormía feliz en la habitación de al lado.
         --Tenemos que dejar de beber –dijo ella.
         --Deja tú si quieres –contestó Hemingway sin mirarla.
         --Por favor, no des voces. Vas a despertar a Bumby.
         --Yo no doy voces, maldita sea.
Esa mañana Hemingway se puso el chándal y cogió del armario unos guantes de boxeo que le había regalado su padre cuando volvió de la guerra.
--¿Vas a pelearte con alguien? –le preguntó Hadley.
--Con un tipo que es amigo de Scott. Supongo que será otro niñato de Princeton. No creo que esté a mi altura. En realidad, aún no he conseguido pelear en París con nadie que lo esté. Salvo con ese presumido de Harold, que consiguió aguantarme nueve de los diez asaltos.
Hem soltó los puños al aire, primero el izquierdo, luego el derecho, uno, dos, uno, dos; realizó un par de respiraciones profundas y se golpeó el pecho como un gorila.  Después comprobó que llevaba el cuaderno adecuado. También afiló un par de lápices y, sin mirar a su mujer, salió del piso y corrió escaleras abajo. No quiso darse cuenta de que ella le seguía con la mirada y que algunas lágrimas empezaban a brillarle en los ojos.
Hadley sabía que él iba detrás de una chica inglesa que acaba de llegar a París. Pero estaba segura de que a la inglesa sólo le interesaban los hombres ricos y Hem no solía llevar más de diez francos en el bolsillo. Pero siempre sienta muy mal que tu marido se interese por otra mujer. Sobre todo si se trata de una mujer de mundo, más sofisticada que tú, más delgada y mucho más elegante. Pero esa es otra historia.
Hemingway solía escribir por las mañanas en un café que se llamaba La Closerie des Lislas, muy cerca de su casa, pero ese día había quedado con Scott en el de la Rotonde, algo más abajo. Scott le dijo que se pasaría por allí con su amigo sobre las doce, así que Hem pensó que tendría más de dos horas para escribir antes de que llegara. Había que terminar la novela que tenía entre manos desde hacía más de cuatro meses. Se trataba de su primera novela, aunque él afirmara que era la segunda. Hemingway le dijo a todo el mundo que había una novela terminada en la famosa maleta que Hadley perdió en la Gare de Lyon. Pero en realidad nadie se creía semejante patraña. Y mucho menos sus mejores amigos.
El Café de la Rotonde está en la esquina del Boulevard de Raspail con el de Montparnasse. Ya empezaba a haber gente. Hemingway percibió al entrar un aroma de cruasanes calientes. Nadie se extrañó que fuera en chándal, ni siquiera Picasso, que hablaba acaloradamente con su marchante alemán.
--Hola, Hem –dijo el pintor--. ¿Vas a ir esta tarde a casa de Gertrude? Nos ha invitado a una taza de chocolate.
--Allí nos veremos –respondió Hemingway.
--Yo iré con Fernande.
--Y yo con Hadley.
--Alice me ha pedido que le enseñe a preparar los picatostes.
Hemingway se sentó cuatro mesas más a la derecha de donde estaban el pintor y su marchante, muy cerca de una ventana. Cuando se acercó el camarero, un tipo moreno y con unos enormes bigotes, le pidió una copa  de calvados. Después abrió el cuaderno y se puso a escribir. No le molestaban los ruidos metálicos que producían las cucharillas al golpear con la porcelana de las tazas. Ni los vasos que entrechocaban unos con otros. Ni tampoco el murmullo incesante de las conversaciones. Hemingway escribía como un poseso, sin mirar a ningún lado. Sin tener en cuenta lo que pasaba a su alrededor, como si no existiera otra cosa que la historia que estaba escribiendo.
Scott Fitzgerald se presentó en el café a las doce en punto. Vestía un traje de verano de un color muy claro, casi blanco. Llegó con un joven de unos veintidós años. Un tipo mucho más delgado que Hemingway, pero de su misma altura. Se llamaba Morley Callaghan y llevaba un traje gris oscuro, bastante arrugado. Con la mano derecha sujetaba una bolsa verde de lona. Hemingway tardó en levantar la vista del cuaderno. Cuando se dignó a mirar, quedó muy sorprendido.
--Joder, Morley, no me digas que eres tú el que va a pelear conmigo.
--Le pedí a Scott que no dijera nada para darte una sorpresa.
--¿Pero qué haces tú en París?
--He venido a pasar unas semanas. Me vuelvo a Canadá a final de mes.
Resulta que los dos púgiles habían coincidido como periodistas en el “Toronto Star”. Callaghan era como unos cinco años más joven que Hemingway, pero siempre habían sido buenos amigos. Así que se quedaron charlando como una media hora más en el café. Después salieron los tres para el gimnasio, uno que había en la plaza de Saint Germain y donde conocían de sobra a Hemingway. Los tres amigos andaban muy despacio, como si ninguno tuviera ganas de empezar la pelea que habían concertado.

                                   II

El verano acababa de entrar y ya se notaba algo de calor en París. Por el camino, Hemingway y su amigo Morley siguieron dándole vuelta a los recuerdos de cuando se dedicaban al periodismo. Scott sonreía y escuchaba en silencio.
--Oye, Morley, ¿cuando has aprendido a boxear? Estás seguro de que quieres cruzar los guantes conmigo.
--En Toronto me dieron unas clases de boxeo. ¿No te importará que hagamos un poco de ejercicio? Creo que nos vendrá bien a los dos. ¿No te parece, Hem?
--Como tú quieras, amigo.
El gimnasio olía a una mezcla de sudor, cuero y linimento. El ring lo tenían reservado para la una en punto. Era la hora perfecta porque la gente se iba a comer y no volvía hasta mucho más tarde.
Los dos púgiles pasaron a los vestuarios y se vistieron con la ropa adecuada para la pelea. Morley se puso un pantalón corto de seda roja y una camiseta sin mangas del mismo color. Hemingway se quedó con el pantalón del chandal y el torso completamente desnudo. Parecía uno de esos osos pardos de los cuentos de Faulkner.
Después de realizar unos cuantos ejercicios de calentamiento, ambos le pidieron a Scott que se encargara de contar los asaltos y cronometrar su duración.
--Scott, no se te olvide de que la pelea es a diez asaltos y cada asalto ha de durar tres minutos exactos. Ni un segundo más ni un segundo menos. Aunque no creo que lleguemos hasta el final –le dijo Hemingway, guiñándole un ojo.
--De acuerdo, Hem, no te preocupes.
Todo ocurrió más rápido de lo previsto. Hemingway era un tipo fuerte y tenía los brazos muy largos, y estaba claro que pegaba como una mula, pero también era lento de cintura y sus movimientos denotaban demasiada rigidez en sus articulaciones. Callaghan, no era tan fuerte, ni su pegada tan terrorífica, pero al ser más delgado que su rival, se movía por el cuadrilátero como una ardilla.
Hemingway no lograba colocar ninguno de su golpes. Y su respiración se hacía cada vez más fatigada. En realidad se le notaba mucho más cansado que a Callaghan, que se movía y giraba por la pista con la soltura de un bailarín de ballet clásico.
Lo terrible fue que a Fitzgerald, quien no se perdía detalle de lo que ocurría en el ring, se le olvida en el ring, se le olvidde lo    dñia detalle de lo    que dez en sus articulaciones. s minutos exactos. na mujer de mundo, m______ó mirar el cronómetro, permitiendo que el asalto siguiera su curso más allá del tiempo reglamentario. Hemingway ya no podía con su alma. Apenas le quedaba aire en los pulmones. La bebida tenía sin duda mucha culpa de su mala forma. Así que Callaghan, dándose cuenta de las dificultades de su oponente, empezó a castigarle los costados. Hemingway, al principio, encajaba los golpes con mucha solvencia, pero pronto empezó a resentirse y al final no pudo con un terrible derechazo que Callaghan le propinó en la mandíbula, cayendo en la lona todo lo grande que era. Hemingway estaba noqueado.
Cuando Fitzgerald advirtió que había cometido un error al no mirar a tiempo el cronómetro, prolongando más de un minuto aquel primer asalto, en vez de callarse, fue a disculparse con Hemingway, que empezaba a salir de su atontamiento en los vestuarios.
--Lo has hecho a propósito, maricón de mierda –le soltó a bocajarro, mientras se aplicaba una bolsa de hielo en el pómulo izquierdo.
--Te juro Hem que ha sido un despiste sin ninguna intención de perjudicarte. ¿Es que no vas a perdonarme?
La palabra perdón jamás tuvo cabida en el vocabulario de Hemingway, que abandonó el gimnasio sin cruzar palabra con sus dos amigos. Lo cierto es que iba completamente abatido y soltando espuma por la boca, como un perro herido y rabioso. Incluso a Callaghan, que lo creía no sólo cómplice sino instigador de la maniobra, no volvió a saludarlo en todo el verano, como si los buenos tiempos del periódico se hubieran diluido en el aire. Curiosamente, ningún amigo de Hemingway se atrevió a comentar aquel combate delante de él. Si bien sonrieron al saber quién había sido el ganador. Incluso Hadley no encontró la manera de entristecerse.

FIN


3 de noviembre de 2014

DOROTHY PARKER





Dottie, amor, me ha gustado mucho ver esa fotografía donde estás con tus dos hijos. El chico es alto y guapo, todo un hombre, y la chica parece de lo más hermosa. Está muy claro que dentro de nada se va a convertir en una mujer deslumbrante, igual que su madre. De paso te diré que he ocupado la mañana en leer algunos de tus relatos. Los tengo todos reunidos en un solo libro. Así que sentado en una butaca de la terraza y con el mar a mi espalda, se me han ido las horas volando. También las olas muertas rompían en blanco casi sin sentirlas. De vez en cuando me levantaba para ir a la cocina y prepararme un café. Una pena que se hayan terminado esas mariconadas de galletitas que no dejan azúcar en la sangre. Pero lo bueno es que la casa ha permanecido en silencio todo el rato. Los vecinos han terminado con la mudanza y con sus ruidos feroces de muebles y lavadoras. Hasta siempre, amigos. De modo que he agradecido esta paz como si fuera un premio que me cayera del cielo raso.
Mi querida señora Parker, recuerdo muy bien la primera vez que nos saludamos. Fue en el hall del Hotel Algonquin de Nueva York. No estoy muy seguro pero creo que no llevabas ni seis meses en el otro mundo. Yo me acerqué a ti para que me firmaras uno de tus libros de relatos. También me acuerdo, señora Parker, que aún te envolvía el intenso olor a güisqui que de viva solías llevar contigo. Un aroma que aún echan de menos tus incondicionales. Pero te comprendo muy bien. Imagino que será difícil quitarse de encima los vicios de la vida para cambiarlos por los de la muerte. Sin embargo, ya deberías saber que eres una privilegiada al poder experimentar vicios nuevos, sobre todo si éstos son de otra dimensión y salen gratis tanto en lo que se refiere a la salud como al dinero.
Te dije en aquel hall del Algonquin que me había gustado mucho el relato que titulaste “Una rubia imponente”. Claro que ahora no me acuerdo de qué va esa maldita historia. Lo cierto es que desde hace algún tiempo me viene fallando la memoria. Te juro que si no fuera por lo que es, me gustaría morirme antes de tiempo, te lo digo en serio, aunque sólo fuera para disfrutar y recuperar algunas lecturas olvidadas, como ese relato tuyo. Me han dicho que todo vuelve a funcionar como un reloj suizo después de la muerte. Recuerdo que Hemingway, la noche en que se apareció en mi cuarto vestido de cazador de leones, me confesó que nunca se había sentido de mejor humor que tras descerrajarse aquel tiro. Claro que tú ya debes conocer muy bien las infinitas ventajas de eso tan interesante y misterioso como es el estar de invitada de pleno derecho en el país de las hadas. 
¡Ah, sí! Creo que ya me acuerdo del argumento de la rubia imponente. Lo siento pero no me negarás que detrás de esta historia hay todo un océano enfurecido por tu propia tristeza, la misma que siempre te acompañó por el mundo, aunque aparentaras una jovialidad que no sentías. Porque, en el fondo, este relato no es otra cosa que la historia de una mujer que, por el sólo hecho de estar siempre alegre, nadie le consiente su derecho ni a la melancolía ni tampoco a finalizar con éxito un coma barbitúrico. Así que la señora no tiene más remedio que seguir con la bebida para responder a las exigencias de los demás.
Cuando te dije que era un relato que demostraba tu inteligencia y tu profundo conocimiento del ser humano, se te infló tanto la vanidad que me invitaste a cenar. ¿Lo recuerdas? Pero no cenamos tú y yo solos, como uno esperaba, sino que me presentaste a tus amigos del círculo vicioso y me sentaste con todos ellos a esa mesa redonda del comedor del Hotel Algonquin. Una de las mesas redondas más famosas de la historia de la literatura americana.
No obstante, deberías reconocer, señora Parker, que el único miembro de esa mesa cuya fama ha llegado a nuestros días se llama Harpo Marx. De los demás no hay nadie que en realidad sea famoso en esta época nuestra del 2014. La única famosa, amor, digamos que eres tú y no del todo, porque te aseguro, querida, que sólo lo eres en círculos de lectores muy selectos y cultos. Y eso que entre los demás comensales se encontraba, un respeto, Donald Ogden Stewart, uno de los mejores guionistas de todos los tiempos, con un Oscar en sus vitrinas por “Historias de Filadelfia”. Lo mismo te digo de Harold Ross, el periodista que en 1925 fundó nada menos que la revista “The New Yorker”. Y la fundó con el único fin de presentar batalla a “Vanity Fair”. Claro que tampoco deberíamos olvidarnos de Edna Ferber, la autora de novelas tan famosas como “Cimarrón”, “Gigante” y de tantas otras obras que fueron llevadas al cine por los mejores directores de Hollywood.
Claro que lo único que no entiendo de ti, mi querida señora Parker, es por qué, siendo una Rothschild, ya que Rothschild es tu verdadero apellido, se te ocurrió una tarde entonar nada menos que “La Internacional”, paseándote puño en alto por las aceras atónitas de la Quinta Avenida. Sí, amor, recuerda que ibas en compañía de John Dos Passos, que por entonces era más rojo que una alfombra de Hollywood. Naturalmente, nadie puede entender que una chica como tú, de buena familia y tan inteligente, brindara una propaganda gratis a un asesino en serie como Stalin. ¿No fue eso lo que escribió Edmund Wilson? Ahora que estás muerta supongo que habrás aprendido que los problemas personales, incluidas las neurosis de alta gama, no se curan abrazando causas políticas que pretendan mejorar el mundo, como si el mundo fuera mejorable más allá de todo lo mejorable que pueda ser el ser humano. De cualquier forma, esa fotografía en la que estás, como digo, puño en alto, cantando carmañolas comunistas, me parece de una ingenuidad conmovedora. Y por eso te quiero y te sigo leyendo con todo el placer que me permite el estruendo ensordecedor de los vivos, que no dejan leer a nadie.
Por cierto, tus relatos los he colocado en mi librería justo al lado de los de Eudora Welty, Flannery O´Connor y Willa Cather. Espero que las cuatro os llevéis como de familia y os sintáis cómodas, tranquilas y sin problemas de convivencia. Al menos, si alguna vez os afilaseis las uñas para arreglaros mutuamente el maquillaje, procurad que los ríos de carmín no lleguen al suelo y empapen la moqueta de rouge. Aún no la he pagado y es de las caras.
acivantosmayo@gmail.com