Martes, 23 de septiembre del 2014
DIARIO
Pues sí, esta mañana me he pasado por el Hotel Palace porque
he quedado a tomar el aperitivo con don Julio Camba, quien de vez en cuando
vuelve por este mundo a darse un garbeo, supongo que por ver cómo sigue el
personal y de paso a que uno le invite a "cocido madrileño" en Malacatín, que es donde
dice él que ponen los mejores cocidos de Madrid, y allá que nos vamos.
Normalmente, como está muerto, no le sientan mal las comidas, digiere como un
jovencito y, al no darle la gana de pagar factura alguna, es feliz como un
niño. Don Julio tenía fama de tacaño en vida y ahora que está muerto aún lo es
más y sin visos de cambiar más adelante. Claro que él se defiende cuando yo le
pregunto acerca de su famosa tacañería y me dice que, al ser gallego de
nacimiento, no ha tenido más remedio que ejercer de gallego y los gallegos son
tacaños por naturaleza y también porque les da la gana. No obstante, aclara él, además de ser gallego, nunca tuve mucho dinero,
por lo que me fue imposible ir de generoso por la vida, incluso de haberlo
querido, que no era el caso.
Entonces va y me explica,
justificándose, que lo de la habitación vitalicia en el Palace fue algo así
como una filantropía de don Juan March y no de Luis Calvo, director de ABC,
como dicen algunos. Don Juan March era un lector empedernido de todo lo que él
escribía y, al enterarse de su precaria situación, el millonario llegó a un
acuerdo con el director del Palace y así fue cómo, desde el 8 de julio de 1949,
don Julio Camba pasó a ser huésped permanente de uno de los mejores hoteles de
Europa. Su habitación fue la 383 y César González-Ruano le llamó, en uno de sus
artículos, “el Solitario del Palace”. Entonces él solía decir, a quien se lo
preguntara, que vivía en la Plaza de las Cortes, número 7, tercero izquierda.
Después
de la comida en Malacatín y de tomar café en la espléndida Rotonda del hotel,
Don Julio me ha pedido que lo acompañase hasta Casa Mira, la pastelería que hay
en la Carrera de San Jerónimo. Me dijo que le apetecía tomarse unos dulces. Y, cuando llegamos, el escritor se despachó a discreción,
empezando por media docena de buñuelos, tres o cuatro pasteles de gloria y un
par de napolitanas, una de chocolate y otra de crema, y si no lo llego a sacar
de la pastelería acaba con las existencias de esa vitrina de cristal que da
vueltas y vueltas en el escaparate y que casi ha vuelto loco al difunto, que es
tremendamente goloso. Lo cierto es que me ha salido todo por un pico, pues ni
ha hecho ademán, el muy jodío, de llevarse la mano a la cartera y financiarse el
banquete, como estaba de ley. Y encima va y me dice que a él el azúcar ya no le
sube por la sencilla razón de que a los muertos no les entra la diabetes sólo
por la cosa de estar muertos, y que al parecer todos están sanos como manzanas
y nunca llaman al médico.
Después me ha llevado a la
librería Berdagué, en la calle Cedaceros, donde me dijo que en sus tiempos
solía hacer tertulia con amigos como Sebastián Miranda, Juan Belmonte, Domingo
Ortega, Antonio Díaz Cañabate y Gregorio Marañón, pero allí no se encontraba
ninguno de ellos ni tampoco se les esperaba por mucho tiempo, según nos informó
un librero joven con pinta de no ser librero. Aquí me sentaba yo, en una butaquita
que la dueña me tenía guardada, y ni siquiera don Gregorio osó jamás
quitarme el sitio, lo mismo que todos los demás, como el torero Juan Belmonte, que
siempre se quejaba de lo mal que le había ido en la vida con la cosa amorosa y
también añoraba los buenos tiempos de cuando alternaba, de plaza en plaza, con
su amigo Joselito, que en paz descanse.
Al final hemos terminado
sentándonos en una cafetería de la Gran Vía, donde hemos pedido un par de cafés
y yo le he rogado que me cuente sus viajes por el mundo y si alguna vez tuvo
novia antes de meterse en el Palace y de ser un solterón profesional y con poco
desgaste, por así decirlo.
Pues bien, no es que don
Julio Camba ya de por sí hable demasiado por mucho que uno lo intente. Ni
hablaba de vivo y ahora de muerto sólo habla lo necesario. Sin embargo, noté
que se le encendían las pupilas cuando empezó a contarme, muy despacito y con un
hilo de voz, cómo en París se enamoró de
una francesita que se llamaba Georgina y de cómo Georgina le pedía, muy ansiosa
ella, que le diera placer. Sin embargo, la cosa de darle placer consistía en llevarla al
cementerio de Baqueut para echarle plegarias a su tío, que estaba allí
enterrado. Pero que una vez allí tampoco le rezaba plegarias ni oraciones ni nada de
nada, según me dijo don Julio, sino que Georgina se ponía a hablar de sus cosas
con el tío, delante de la tumba, durante un buen rato, y cuando terminaba
siempre le daba recuerdos para su tía. De modo que a Georgina, cada vez que
salía con ella, don Julio Camba le procuraba todo el placer que le era posible
llevándola al cementerio de Baqueut, y, según decía, la chica quedaba
plenamente satisfecha por los servicios prestados y bien alto el pabellón español.
También me dijo que fue en
Londres donde mejor se lo pasó y, no por la comida, claro, que don Julio es un
gourmet, sino porque los ingleses son unos tipos que dan mucho de sí como
personajes literarios y, gracias a ellos y a su manera de ser, pudo sacar lo
mejor que llevaba dentro como escritor. No obstante, si usted fuera a Londres y
deseara comer bien, me dijo al oído, yo le recomendaría que se diera una vuelta
por Simpson´s, restaurante que está situado muy cerca del Hotel Savoy, y no
deje de pedir un “joint”, que consiste en carne de buey o carnero con patatas y
coles hervidas. La verdad es que se alegró con la alegría sana de un niño cuando le dije que ya sabía yo lo
del Simpon´s y lo del “joint” por haber leído con verdadero placer “La casa de
Lúculo”, uno de sus libros más famosos. A los escritores se les ilumina el alma
cuando alguien les dice que ha leído sus libros. En realidad son como niños
huérfanos y algo así como si estuvieran necesitados de elogios y de algún otro
merengue, que nunca vienen mal.
Don Julio, curiosamente, me
dijo, así como en un aparte, que él jamás había sido demócrata, que desde el
año 36 siempre había sido franquista, pero que en su juventud dio cierto juego
como anarquista, y que por haber mantenido una pizca de amistad con Mateo
Morral, el terrorista que tiró la bomba a los reyes en el día de su boda, le
detuvo la policía por ver si había participado de alguna manera en el atentado.
No es que don Julio presumiera de ello, nada de eso, pero me lo contó con el
fin de que uno viera en él el hombre de acción que había sido de vivo, y que no
todo fue calentar las sillas de las corresponsalías de Europa y jubilarse después
entre las sábanas de hilo de una cama prestada del Hotel Palace.
Don Julio siempre ha sido
muy suyo y a veces se pone de un humor de perros, pero se le alegra el alma
cuando alguien le invita a cenar. De vivo, me decía, sí que me sentaban mal las
cenas, no podía con ellas, sobre todo en los últimos diez años de mi vida, pero
ahora de muerto las digiero divinamente, por muy fuertes que hayan condimentado
las salsas. Así que le llevé a Casa Ciriaco, para que se trasegara una buena
“gallina en pepitoria”, un plato madrileño que siempre fue muy de su gusto.
Pero mi gozo en un pozo, pues insistió en que el guiso ya no era lo mismo, que
los tiempos habían cambiado y el tío empezó a protestar porque hasta los
sabores parecían “torturados y confundidos”. Eso mismo dijo. Como si el cambio climático
y el calentamiento global lo hubieran puesto todo manga por hombro y hasta la
comida fuera ya o bien de plástico o como de otro mundo, igual que el propio don
Julio Camba, que no hay quien lo aguante y encima dice que de aquí no se mueve.
Otra cosa. Y a ver quién lo lleva de nuevo al Hotel Palace, habitación 383, que
es de inmediato lo que él exige, sin un don Juan March en activo y voluntarioso
que se haga cargo de la pensión, la mensualidad y los buñuelos de viento. Una
papeleta.