El Paseo de DOÑA MARGARITA es el jardín que los trujillanos siempre hemos llamado Paseo de Abajo, hermano pequeño del Paseo de Arriba, aunque mucho más florido y sombreado, pero también algo más retorcido de carácter por culpa de sus muchos vericuetos zigzagueantes y como más en su labor de laberinto misterioso. El Paseo de Abajo, al ser más umbrío debido a la cúpula barroca de sus árboles, y al tener el suelo de tierra, solía ser en mis tiempos el jardín más fresco y agradable de Trujillo, convirtiéndose en el refugio de los niños durante las tardes de verano. Era en definitiva un jardín de infancia que después de la siesta se llenaba de niños aulladores y saltarines, de niñas jugando a las casitas con sus muñecas lloronas y de madres abriendo la cesta de la merienda para darles el vaso de leche, la pastilla de chocolate y la magdalena de Proust.
Pero en el Paseo de Abajo, como en todos los paraísos, también habitaba el Guardián del Umbral. En nuestro caso, un guardián con boina y mono azul que vigilaba, centinela alerta, para que los niños no pisáramos los setos y las flores que él, amorosamente, regaba con una manguera roja que enchufaba al grifo dorado de una fuente. Me refiero al señor Manuel, uno de los grandes jardineros que ha tenido Trujillo, el héroe que salvaba a las flores de la pasión acariciadora pero destructiva de los niños. Y les aseguro que fue la primera autoridad, civil y callejera, que la vida me puso en el camino. El señor Manuel era el jardinero fiel, y si un sentimiento de miedo me produjo entonces su presencia, ahora su recuerdo me llena de ternura, nostalgia y agradecimiento.
Claro que si aquel jardinero inolvidable era para nosotros, los niños, el genio huraño del lugar, doña Margarita de Iturralde, en su estatua rodeada de niños marmóreos, medio verdosos y angelicales, era sin duda la diosa benefactora y todopoderosa. La estatua de doña Margarita estaba rodeada y protegida por un foso lleno de agua que todos queríamos rebasar, un juego prohibido que solía terminar con el infante en el fondo del agua, con el griterío nervioso de las madres y con la espantada y la risa cruel del resto de los niños, muy felices y divertidos por el desenlace final.
Pues bien, si este jardín era algo así como la joya misteriosa y coqueta de la ciudad, su hermano mayor, el Paseo de Arriba, el Paseo Ruiz de Mendoza, fue para Trujillo como la gran explanada dominguera y popular cuando llegaba el buen tiempo. También tenía árboles, aunque más separados, y también su piso era de tierra para asegurar la frescura de la zona, y al ser más amplio y los límites más generosos, la luz brillaba mucho más blanca y como de más confianza. Porque yo recuerdo, como si fuera ayer, su gran animación ciudadana en las tardes de los domingos. Los bancos de cantería estaban repletos de gentes que conversaban al tiempo que comían altramuces, “cacagüeses”, patatas fritas e infinitos cartuchos de pipas y almendras garrapiñadas. También a los lados del paseo se levantaban casetas de madera verde, cuyos cierres se abrían como fauces de dragones hambrientos, transformándose en bares de andar por casa y como de quita y pon. Cada caseta tenía su espacio para situar una decena de veladores de madera, con las correspondientes sillas de tijera, donde las familias y las pandillas de amigos se sentaban para refrescarse con las gaseosas Maribel o animarse con las cervezas “El gavilán”, Rodrigo Barrado y nadie más, que es la frase publicitaria más original y eficiente de la historia de la Publicidad.
Sin embargo, lo más hermoso del Paseo de Arriba era el templete encalado de la música, donde los días de fiesta por la tarde, la banda municipal daba sus conciertos. Entonces era cuando el Paseo se convertía en el auditórium más fantástico y delicioso del mundo. Y es que se establecía entre nosotros, los moradores, una corriente emocional que nos envolvía como si fuera un aura mágica, espiritual, es decir, una alegría que nos contagiaba el alma de esa pasión que siempre hemos sentido los trujillanos por nuestro pueblo. Porque la pasión nace de la emoción y la emoción sólo puede surgir de la belleza o de la virtud, si es que no son la misma cosa, como muy bien dicen algunos filósofos.
El Paseo de Arriba fue en aquellos dorados cincuenta, y dorados fueron porque la infancia siempre es dorada, el ágora lúdica donde los trujillanos, las tardes de los domingos, deponíamos las armas de nuestra rutina diaria, y convergíamos democráticamente en el disfrute de placeres tan sencillos como son sin duda unos pasodobles y unos polos de raspadura de hielo empapados de aquellos líquidos aromáticos que, por alguna clase de milagro, sabían a fresa, naranja o limón.
Pero si por aquel entonces, el Paseo de Abajo y el Paseo de Arriba eran los jardines versallescos más antiguos de Trujillo, sería una injusticia olvidarse de otro jardín que fue tan importante como ellos para la vida de los niños. Me refiero, claro está, a El Parque, inaugurado durante la segunda mitad de los años cincuenta, un lugar que nació con cierta vocación por parecerse al Hyde Park londinense, pero terminó conformándose con ser un pequeño jardín salvaje sacado tal vez de una novela de Henry Thoreau.
Porque si en la primera infancia, uno disfrutó de la deliciosa frescura del Paseo de Doña Margarita, la segunda entró de pleno en la anarquía boscosa del parque de la carretera de Cáceres. Y si en los paseos mencionados de la ciudad, tanto en el de arriba como en el de abajo, predominaban los colores ocres, era el verde en todo su esplendor quien reinaba en este nuevo y maravilloso recinto municipal.
Pero no se trataba de un verde sembrado, como si fuera el césped de un campo deportivo, sino de un verde que crecía por sí mismo, tanto en invierno como en verano. En invierno, la hierba lucía espléndida con su verde intenso y oscuro de hoja de higuera; en cambio, durante el verano, la hierba se cambiaba de ropa para no pasar calor y se vestía con un verde limón, más claro y fresco que el anterior y un imperio más luminoso.
El Parque disponía de zonas de mucho arbolado, pero había otras que se abrían claras y diáfanas y que nosotros, los niños, utilizábamos para jugar al balón. El Parque fue mi primer campo de fútbol donde, gracias a la hierba, uno se podía caer a placer, es decir, sin zalearse las rodillas y los codos y sin miedo al escozor amarillo del yodo curativo. En general, un niño podía tumbarse en el suelo sin que el grito alarmado de la madre desgarrara las telas del Universo.
Además, el Parque no tenía vigilante, es decir, no disponía de jardinero que lo cuidase, ya que poseía un mecanismo biológico que lo convertía en un recinto autosuficiente; tampoco necesitaba regarse porque el subsuelo lo abastecía del agua que necesitaba. Tampoco los celadores se daban una vuelta digamos que por aquello del orden público, tan de moda entonces y ahora tan anticuado, por lo que el parque fue un pequeño paraíso de plena anarquía infantil, tan sólo vigilado y regulado por las leyes maternas, más o menos rígidas según el caso. Curiosamente, lo más sofisticado, el artilugio de más alta tecnología, era una fuente, paralepipédica y vertical, a la que le salía un potente y sorprendente chorrito de agua siempre y cuando se apretara un botón niquelado. Un verdadero milagro de la ciencia para la época. Como es natural, la dichosa fuente se convirtió en uno de los puntos de fricción y discrepancia más violentos que uno haya frecuentado en la vida. Y es que los niños, sobre todo tras los primeros días de su instalación, queríamos probar, todos a la vez y medio en tropel, la eficacia hidrológica del dichoso botón niquelado.
También, algunas tardes, se levantaba tormenta. Y en cuanto la barruntaban las madres, a las primeras gotas pretendían que lo dejáramos todo y nos volviéramos a casa. Claro que nosotros, como si oyéramos llover, seguíamos con nuestro gran partido de fútbol, y qué placer eso de correr bajo la lluvia y sentir la cara mojada y el pelo chorreando y luego tirarse de barriga en los charcos, rebozándonos como si fuéramos buñuelos de viento.
Por cierto, ¡qué elegantes resultaban los árboles mojados de lluvia, goteando sobre la hierba, brillándoles las hojas al igual que los espejos!
Sin embargo, cuando el chaparrón arreciaba fuerte y los verdes se apagaban y se volvían amenazantes los truenos de la tormenta, los niños, sensatamente, decidíamos el regreso, aunque, eso sí, calados desde las bambas hasta la coronilla del alma. Obviamente, nada más llegar a casa, las madres nos desbravaban en la bañera, donde se nos ablandaban el salvajismo, las patadas y el cansancio que nos abrasaba por dentro.
Pues bien, ninguno de aquellos tres jardines de mi niñez permanecen fieles, hoy día, ni a la fisonomía que yo recuerdo ni mucho menos a su esencia. Los dos paseos han sido cruelmente enlosados y sembrados de enormes macetones. Y es posible que los tres hayan sido mejorados y, a primera vista, parezcan más civilizados y a tono con los tiempos. Es decir, más en consonancia con el progreso, santa palabra, y también más en sintonía con las nuevas ideas para el diseño urbano. Pero les aseguro que a los tres jardines, un diseñador tal vez influenciado por la estética de alguna escuela renacentista de Las Vegas, Nevada, les ha cercenado el alma de un solo tajo. No obstante, sus imágenes genuinas aún permanecen firmes y fieles en mi memoria y, algunas noches, las más agradables, aún dulcifican mis sueños.