Reconozco
que me ha sorprendido gratamente que me haya citado en este restaurante
neoyorkino, “La Grenoulle”, mucho más lujoso y de mejor calidad culinaria que
donde me hacía comer esa vieja bruja de la Caspary. Le aseguro que de esa
señora sólo me gusta su nombre: ¡Vera!, como el personaje de uno de los cuentos
crueles de Villiers. ¿Ha leído a Villiers? No esperaba menos de usted. Pero
estábamos hablando de mi creadora, Vera Caspary, ¿se ha fijado en esas
narices que le sobresalen en pico casi hasta la barbilla? Ni siquiera sus ojos
azules son capaces de dulcificarle el rostro. Pues sí, amigo mío, esa bruja de
cuento infantil no supo entenderme. En primer lugar me convirtió en un hombre
obeso y le aseguro que no conozco a ningún dandi que sea obeso. Y yo soy un
dandi. Ya lo creo. Pertenezco a esa sacrosanta religión. Porque el dandismo,
como bien dijo Baudelaire, es una religión. No entiendo cómo algunos han
otorgado a Balzac la categoría de dandi. No lo entiendo. Balzac estaba gordo
como una vaca charolesa, y, para colmo, su ropa, además de terriblemente
chillona, relucía a un alto voltaje gracias a un sinfín de manchas de grasa con
más solera que el mejor de los vinos de Jerez.
Como
le digo, esa idiota de la Caspary jamás
entendió mi manera de ser. Ella quiso hacer de mi un hombre del que ninguna
mujer pudiera enamorarse. ¡Y qué mejor que un tipo de carnes blancas,
abundantes y blandas! Así que no me dio la menor oportunidad de enfrentarme de
tú a tú con mis rivales. Incluso no se dio cuenta de que uno representaba en
realidad el mito de Pigmalión. A decir verdad, no me dediqué a otro menester
desde que conocí a Laura Hunt, una chiquilla de veinte años que se presentó en
mi casa para que avalara con mi firma la marca de una pluma estilográfica. En
seguida advertí, tanto por el físico como por sus maneras y forma de
expresarse, que dentro de esa chica habitaba la semilla de una gran señora.
Claro que se precisaba de la persona adecuada que supiera cultivar esa semilla,
sembrándola en la tierra propicia y regándola atinadamente para que pudiera
florecer en todo su esplendor. Así que yo, Waldo Lydecker, traté de erigirme, no en su mentor, como
dice la Caspary, sino en su creador y después en su maestro. Quise enseñarle
todo lo que sé acerca del mundo y sus placeres y de la forma en que una mujer
debe conquistarlo. Me propuse que Laura fuera una gran señora, con un estilo exquisito
en el vestir, con unos modales deliciosamente aristocráticos, con una cultura refinada y acorde
con la sociedad donde debía moverse. Así que traté de presentarle a todas mis
amistades: escritores, pintores, escultores, personajes de la alta sociedad
neoyorquina. En fin ya sabe usted, a todo un elenco tanto del mundo artístico e
intelectual como del puramente social. Lo más granado de Nueva York. Sin
embargo, esa inútil de novelista pasó por alto, tan deprisa como un cometa
veraniego, todas mis aspiraciones, describiéndome como un simple mentor sin
apenas atribuciones y competencias. Y yo
creo que esta carencia narrativa es precisamente la causa de que los lectores no
entiendan muy bien mis razones para intentar asesinar a Laura. Un asesinato, en
mi opinión, de lo más justificado.
Tan
justificado como el sacrificio de la res que ahora nos permite disfrutar de
este excelente “steak tartar”. No sé si usted opina lo mismo, pero se ve
claramente que la carne es solomillo de primerísima calidad y que ha sido
picada a cuchillo, como mandan los cánones. Y permítame decirle que haber
elegido esta magnífica cerveza alemana para acompañarlo ha sido una excelente
idea por su parte. Yo me habría inclinado por un champán rosé, más acorde con
mis preferencias habituales, y si he cedido a su consejo es porque en materia
gastronómica siempre confío en la mayor experiencia de los europeos.
No
se apure, tenga paciencia, enseguida recuperaremos el hilo de nuestra conversación. Sólo quería participarle que disfruto enormemente con esta comida. Pues bien,
si usted me pregunta si prefiero la versión cinematográfica a la novela, le diré
que sí. Ya lo creo. En mi opinión es mucho mejor la película. Sobre todo porque tanto los guionistas como el director, Otto Preminger, me dieron un buen trato y
supieron comprender mis necesidades con más inteligencia que mi propia creadora, esa vieja bruja. En primer
lugar porque eligieron a un actor anatómicamente delgado como Clifton Webb para que
interpretara mi personaje. Todo un detalle y un acierto. Recuerde que Webb era
bailarín y tenía un aspecto de lo más refinado, si bien por entonces andaba ya
por los cincuenta y cinco y, por lo tanto, era bastante mayor que Laura.
Obviamente ese fue el principal inconveniente para que ella no se enamorara de
mí. Yo creo que si Webb hubiera tenido quince años menos otro gallo me habría
cantado. ¿No piensa lo mismo?
Sin
embargo, yo soy el único artista que puede firmar esa maravillosa obra de arte
llamada Laura Hunt. Y deberíamos reconocer que la elección de Gene Tierney y sus maravillosos ojos verdes para
el papel fue todo un acierto. Qué manera de moverse, de hablar, de reír, de
mirar, de besar. Cuánta elegancia en todos sus movimientos. Tenga en cuenta que
la Tierney tenía veinticuatro años cuando rodó esa película. No le digo más que
al terminar mi trabajo con ella, la soplé en los ojos para insuflarle vida y al instante me enamoré perdidamente.
Por desgracia,
había algo en el interior de Laura Hunt que la Caspary había colocado a
propósito y que yo no sospeché hasta que fue demasiado tarde. Incluso Otto Preminger, respetando la
originalidad de la novela, consideró que el nivel de refinamiento alcanzado por
la chica no era razón suficiente como para que sus amantes no fueran todo lo
vulgares que ella deseara.
Y
ese fue el motivo de que me decidiera a asesinarla. Ya estaba escrito de
antemano. Ni obra de arte ni nada que se le pareciera. Mi trabajo con Laura
terminó en un fracaso completo. No entiendo cómo esa zorra, después de
explicarle las bondades de un hombre elegante, inteligente, culto y de gustos
exquisitos, prefirió enamorarse de tipos vulgares y gustos deplorables. Tal vez
yo no entienda del todo el alma de las mujeres, ¿pero acaso no estaba justificado su
asesinato? ¿No tenía yo derecho a destruir, si me daba la gana, mi propia obra
malograda?
Sí,
en efecto, hubo un tiempo en que esperé una correspondencia por su parte, pero
no tardé demasiado en desilusionarme. No me di cuenta a tiempo de que el objeto de mi
creación poseía una vida propia y por tanto voluntad de decisión. Y cuando
llegó el momento de volar del nido, sus propios instintos la llevaron a
enamorarse de hombres jóvenes y musculosos y de una vulgaridad lamentable. Le
importaba un bledo su grado de refinamiento. Por eso me dije que, si no iba a
ser para mí, no sería para nadie. Laura Hunt era mi obra de arte, eso sí, imperfecta
a todas luces, pero mía en definitiva. Y yo tenía todo el derecho a disfrutarla
y, si era mi deseo, a destruirla. Sin embargo, ni la Caspary ni Otto Preminger
ni sus malditos guionistas tuvieron la sensibilidad y la inteligencia
suficiente para dejarme perpetrar lo que en justicia me correspondía. Y, al final, el que
se fue al otro mundo fui yo.
¿Le
importa que después del “steak tartar” pida este magnífico “faisán a la Santa
Alianza” que viene en la carta? Tenga en cuenta que mi glotonería fue idea de la Caspary, pero como he elegido por mi cuenta la exquisita
delgadez de Clifton Webb, puedo comer cuanto quiera sin engordar un sólo gramo.
¿No le parece maravilloso? Claro que para usted será aterrador cuando el
camarero le traiga la cuenta. Ah, ¿no le importa? Entonces, después del faisán
me decidiré por unos quesos franceses y de postre voy a ordenar que me preparen
unas “Crêpes Suzette”. Y como se muestra tan generoso, a la hora del café, los
puros y “le trou normand”, voy a contarle cómo enseñé a Laura todo lo que ahora
sabe acerca de la vida y sus apetitos más sublimes. ¿Que si tocaba el
clarinete? Al terminar sus estudios de solfeo, podría decirse que Laura era una
auténtica virtuosa. Se me erizan los cabellos tan sólo de recordarlo.