El domingo había salido muy claro y soleado, no tenía nada que hacer y me fui a las carreras. Encontré bastante tráfico desde el comienzo del camino del Pardo hasta llegar al hipódromo. Algunos conductores, víctimas de la impaciencia, tocaban el claxon como si fueran las trompetas de Jericó. Yo puse la radio para calmar las prisas y escuchar un poco de música. Encontré una emisora donde casualmente sonaba una canción que siempre me había gustado, Something Stupid, pero interpretada, no por Sinatra y su hija, sino por Nicole Kidman y Robbie Williams, que es mi versión preferida. Confieso que si esa chica, me refiero a la Kidman, claro está, midiera una cuarta menos y yo una cuarta más ya le habría propuesto una luna de miel en alguna isla solitaria de los mares del sur. Pues sí, empecé a soñar de manera tan descabellada que a poco embisto por detrás al coche que circulaba delante. Y lo curioso es que mi tercer matrimonio acababa de venirse abajo, pero pensar en una mujer así siempre consigue ponerme de buen humor, aunque luego la realidad me golpee la cabeza como si fuera el martillo de guerra de Thor. Me refiero a que me llené de tanto almíbar al oír esa canción, por muy estúpida que sea, que llegué a pensar en que una novia como ella, sigo hablando de la Kidman, bien podría ser lo que yo necesitaba en la vida. No se me ocurrió tener en cuenta que después de vivir tres divorcios y un par de amancebamientos fallidos ninguna mujer querría vivir una pesadilla a mi lado. Pero en algo había que pensar para matar el tiempo, sobre todo si uno iba metido en un cascarón maloliente que si acaso avanzaba dos metros por minuto. Y es que la caravana de coches reptaba por la carretera como una boa que acabara de comerse un muslo de buey.
Claro que todo el mundo se preguntará que quién soy yo para soñar con una estrella de cine. No deja de ser una buena pregunta. Pues bien, a bote pronto se podría decir que soy algo así como una especie de rata de la literatura, una rata de más de cincuenta años, que necesita nuevas experiencias para escribir lo que la imaginación por sí sola no consigue inspirarle. Y confieso que las carreras de caballo, no sé por qué, siempre me proporcionaron historias más o menos aceptables. La última se la vendí a una revista por cincuenta euros y luego me dijeron que había tenido mucho éxito. Creo recordar que la titulé “El caballo que nunca llegó a la meta”. Aunque ese mismo día perdí cien euros en las apuestas y las ganancias del relato se fueron por la alcantarilla del hipódromo. Naturalmente, no vivo de los relatos, ya me habría muerto de hambre, sino de mi puesto de interventor jefe en una Caja de Ahorros. Quiero decir que no soy un don nadie, por si alguien lo había pensado de antemano y, en consecuencia, tengo derecho a soñar con quien me dé la real gana. Faltaría más.
Por fin, sin novedades dignas de comentarse, llegué a mi destino. Y una vez dentro del hipódromo, tardé casi media hora en conseguir un buen asiento en la tribuna. Había demasiada gente. Demasiados ludópatas babeando sobre sus boletos, empezando por mí. Así que en la primera carrera aposté diez pavos a una potranca de tres años llamada Daisy y obtuve un premio de veinte. Y juro que no conocía el historial deportivo del animal, ya que lo elegí porque se llamaba como el principal personaje femenino de “El Gran Gastby”, un buen logro literario de Fitzgerald, uno de mis ídolos, pero si tengo que ser sincero he de decir que a mí esa tal Daisy nunca me gustó demasiado, no señor, jamás me cayó bien esa tontita americana podrida de dólares y con el cerebro del tamaño de una aceituna; no obstante, me dio suerte en la ganancia y me dije que siempre que Daisy corriera apostaría por ella. Al rato ya había perdido los veinte pavos por confiar en un penco llamado Romanov, un potro que quedó cuarto en la tercera carrera, dejándome con dos palmos de narices.
--¿No me diga que ha apostado por Romanov? –me preguntó una desconocida que acababa de sentarse a mi lado.
--Así es.
--¿Quién puede ganar con un nombre así? –volvió a preguntarme la desconocida.
--Ya veo que le gusta la Historia.
--Me gusta ganar y hoy todavía no he ganado nada.
--En la siguiente carrera voy a jugarme diez euros por un potro que se llama Quidam. ¿Le parece bien?
--Yo no apostaría por ese caballo –me dijo con mucha seguridad en sí misma--. Y no es que sea un animal lento, pero acaba de salir de una lesión muy grave. En cambio, le recomendaría que probara suerte con Parmesano. El domingo pasado lo vi en muy buena forma.
Así que los dos apostamos por ese animal y, como por arte de magia, yo volví a recuperar el dinero perdido y ella ganó los primeros euros de la mañana. ¡Joder con Parmesano! ¿Pero quién es esta mujer?, empecé a preguntarme, ya que con el lío de las apuestas y los jodidos caballos no habíamos tenido ocasión de presentarnos civilizadamente. Así que me armé de valor y le pregunté su nombre. Me dijo que se llamaba Ana María y también que venía todos los domingos al hipódromo porque le gustaban los caballos y porque se sentía bien cuando ganaba y no tan bien cuando perdía, como en la vida misma. Eso fue al menos lo que me dijo. Quiero decir que no me habló de su vida ni yo insistí en mi curiosidad para no parecerle demasiado indiscreto, si bien reconozco que me habría gustado indagar en su historia para conocer algunos detalles como, por ejemplo, si estaba casada y todo eso, un dato fundamental para establecer convenientemente las coordenadas de una posible relación. Me fijé en que no llevaba anillo de compromiso ni cosa parecida, en realidad no lucía ninguna joya, pero cualquiera sabe a estas alturas de la Historia. A decir verdad, la tía me pareció desde el principio una mujer de lo más misteriosa. Y lo cierto es que con respecto al físico estaba bastante bien. Era lo que se dice una mujer con mucho estilo y con un aire muy juvenil, aunque para mí ya tendría cumplidos los treinta y ocho, seguramente, y se notaba a la legua que era una de esas mujeres dispuestas a conservar la belleza más allá de lo que les obliga el deber. No se parecía en nada a Nicole Kidman, maldita sea, pero qué más le puede pedir a la vida un tipo de mis hechuras: más bien bajo, algo enclenque, medio calvo y, en cuanto a las mujeres, con un bagaje de rechazos, divorcios y abandonos que hasta le sería ofensivo a un leproso de nacimiento.
Pero estábamos hablando de Ana María, que sin ser una belleza de Hollywood, la chica estaba como para estar dando saltos de alegría una semana entera y ponerle un par de velas de agradecimiento a San Antonio. Y, si he de ser sincero, en aquel momento no pude comprender cómo una tía así quería pegar la hebra con un tipo como yo. Desde luego, lo que más me gustaba de ella era su pelo castaño recogido en un moño; le daba una aspecto de señora rica y como de vuelta de todo. Sus ojos eran azules y rasgados y su boca amplia y confortable, si bien era de piel muy blanca y algo pecosa y su nariz no era recta, ni mucho menos, sino que se abría desde el final de la frente en un ligero arco que se curvaba hasta la punta. No era una nariz bonita, esa es la verdad, pero daba a su rostro una personalidad y una fuerza que con otra nariz no hubiera tenido. Lo malo de ella es que era más alta que yo, y eso siempre supone un handicap que me condiciona bastante. Yo creo que descalza esa tía pasaba del metro setenta, y a mí nunca me gustó pasearme en público con una mujer que me sacara la cabeza. Me siento ridículo, intimidado y como si yo fuera un ser inferior al resto de la especie. Es una cuestión de principios. Sin embargo, en el caso de Ana María no me costó demasiado hacer una excepción. Al carajo con los principios, me dije.
--¿Aceptaría una invitación a comer? –le pregunté.
--Siempre que sea en Madrid. El restaurante de aquí no acaba de gustarme.
--Conozco un sitio que sí le gustará.
Me dijo que no tenía coche y que al hipódromo siempre venía en autobús. Así que nos fuimos en el mío, un Opel modelo no sé cuantos con más de quince años en sus chapas, y que si frenaba medianamente era por el trabajo meticuloso de la industria alemana, no porque uno lo cuidara, como suele hacer casi todo el mundo, y lo llevara al taller para cambiarle esto y lo otro, nada de eso. El coche sólo recibía alguna atención cuando se paraba, y confieso que por aquel tiempo el muy cabrón había tomado a deseo el vicio de pararse con demasiada frecuencia. Por eso temí que me jugara una mala pasada con Ana María a bordo. Claro que primero sentí verdadero pavor a que ella no quisiera montarse al ver tanta suciedad en el interior, sobre todo por lo bien vestida que iba, con un traje beige de pantalón y chaqueta, tal vez demasiado claro para disimular más tarde cualquier agresión de la tapicería. No obstante, si bien noté en ella una ligera duda al abrir la portezuela, fue de agradecer que disimulara cualquier reacción negativa al respecto. Me dije que sólo por ese motivo merecía ya todos mis respetos. A todas luces, se trataba de una tía de muchos quilates.
--¿Dónde me vas a llevar?
--A la “Bodega la Ardosa”, en la calle Colón, una taberna donde ponen la mejor tortilla y el mejor salmorejo de Madrid.
--Confío en tu palabra.
No creo que tardáramos más de veinte minutos en llegar, contando con los diez que nos llevó encontrar aparcamiento. Eran las tres de la tarde y la taberna estaba completamente llena de gente, incluso había parroquianos bebiendo cerveza apoyados en las cubas que habían sacado a la calle. Sin embargo, al poco de entrar quedó una cuba libre y pudimos ocuparla. Creo que nos bebimos una botella de blanco entre los dos, aunque es probable que yo bebiera más que ella. Naturalmente, Ana María quedó encantada con el aspecto antiguo de la taberna y también con todo lo que le aconsejé que comiera. Los ojos le brillaban más que nunca y yo percibí en pleno estómago como una señal avisadora de que había llegado el momento de encauzar la situación hacia su destino final, es decir, bien hacia el fracaso más absoluto o, por qué no, hacia la gloria merecida de los héroes.
Fue algo así como un impulso repentino, no podría explicarlo, pero le cogí una mano y me la llevé a los labios para besársela. Ella me dejó hacer mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa para mí que entre picarona y de rendición sin condiciones. No sabría decirlo con seguridad. Sin hablar de su mirada azul, muy brillante, tan brillante como un mar embravecido o como la de una gata salvaje convencida de que ha llegado el momento de saltar sobre su presa. Y así fue. Ana María, parsimoniosamente, se bajó del taburete y recreándose en su lentitud se acercó a mí y me besó en la boca, primero con suavidad, sus labios sobre mis labios, para abrirse luego como pétalos en primavera, convirtiendo su lengua de repente en el postre jugoso que me había guardado durante toda la mañana. Confieso que empecé a enamorarme perdidamente de ella, como un colegial de quince años.
--¿Conoces un hotel cercano? –me preguntó, rozándome una y otra vez la nariz con la suya.
--¿Conozco todos los hoteles cercanos que tú quieras? –balbuceé mientras trataba de parar el temblor de las piernas.
--Sin embargo, querido, hay una cuestión que antes quisiera aclarar contigo –me dijo acariciándome la cara con mucho cariño. Jamás había sentido unas manos más suaves que las suyas. Ni siquiera las de mi madre. Hasta los ojos le ardían con abrasadora dulzura.
--¿Me vas a confesar que eres virgen?
--No, simplemente que cobro trescientos pavos por servicio –me soltó a bocajarro, igual que si me hubiera metido una bala entre los ojos.
--Debí preguntarte antes si mis encantos serían suficientes.
--Casi nunca lo son, cariño.
FIN
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