I
Después de colgar el teléfono, decidí que yo también iría a Nueva York. Así que llamé a la agencia de viajes y solicité que me reservaran dos billetes de avión, uno para mi mujer y otro para mí. En realidad lo que contraté, además de los billetes, fue una semana completa en uno de los mejores hoteles de Nueva York, el Hotel Plaza. La sorpresa se la llevó Adelina ese mismo día después de cenar. La verdad es que se quedó como si le hubiera dado un aire, ya que después de nuestro viaje de novios no habíamos salido al extranjero. Por España sí que nos movimos con cierta frecuencia: Sevilla, Santiago de Compostela, Barcelona, Madrid, sobre todo Madrid, y en el verano siempre íbamos a Mojácar, donde teníamos un chalecito con vistas al mar.
Yo soy de Granada y me llamo Leopoldo, Leopoldo Casas, Leo para los amigos y para casi todo el mundo; y mi mujer, como digo, se llama Adelina y ella es de Málaga. Adelina es profesora de Literatura en la Universidad y yo soy farmacéutico. Adelina, cuando nos casamos, era una chica mona, pero con los años se le puso una cara muy rara y sobre todo echó un culo como si le hubiera tocado en una tómbola. Yo tenía una farmacia en la calle Arabial de Granada, pero la vendí hace un par de años, cuando Adelina y yo nos separamos. La verdad es que siempre me ha ido muy bien en los negocios y suelo tener mucha suerte en asuntos de dinero. Se podría decir que soy un hombre con una economía bastante desahogada. Adelina y yo tenemos una hija de catorce años que se llama Virginia, y escogimos este nombre, en realidad lo escogió mi mujer, en homenaje a Virginia Woolf, que por aquel tiempo era la escritora favorita de la casa. Precisamente, Adelina llegó a escribir un libro sobre ella, concretamente de cuando la escritora inglesa vino a España acompañada de Litton Strachey con el fin visitar a Gerald Brenan, que vivía en un pueblecito de las Alpujarras.
A Adelina, desde luego, le hizo mucha ilusión que nos fuéramos a Nueva York. Quizás ella habría preferido ir a Londres, por aquello de Virginia Woolf y todo eso, pero después me reconoció que Nueva York le vendría bien para tomarse un descanso y luego volver al trabajo con más fuerza. De modo que dejamos a Virginia con mis padres y Adelina pidió permiso en la Universidad, ya que según ella le debían una miríada de días en concepto de vacaciones atrasadas.
Pues bien, salimos para Nueva York a últimos de noviembre. Lo recuerdo porque el día en que viajamos cumplía yo cuarenta y tres años y lo celebramos en el avión a base de champán, canapés y galletitas saladas. Sin embargo, Adelina no entendió por qué había escogido precisamente esas fechas para el viaje, cuando hubiéramos podido esperar a las vacaciones de Navidad y así ella no habría tenido que pedir permiso ni echar un borrón en su expediente académico. Yo le dije que esos antojos repentinos si no se convierten en realidad al instante, luego no se llevan a cabo y todo queda para otra vez y el tiempo pasa y las oportunidades se van diluyendo en el aire y jamás vuelven a presentarse. No era la verdad, naturalmente, pero ella aceptó mis razones y sin demasiado esfuerzo me dio la razón y, por lo menos, se quedó convencida de que hacíamos lo correcto y nunca más volvimos a hablar sobre aquello.
Sí hablamos, en cambio, de cosas sin importancia, como la ropa que había que llevar cada uno y del calzado más apropiado para andar por la Quinta Avenida y visitar todos lo museos que Adelina ya tenía elegidos y apuntados en una agenda que se había comprado a tal efecto. Claro que en esa agenda también llevaba anotados los restaurantes que íbamos a visitar, los clubes nocturnos donde nos íbamos a emborrachar y otros lugares para encuentros de intelectuales que ella decía que había en el Greenwich Village. Uno de esos locales era, según Adelina, la White Horse Tavern, muy frecuentado por Djuna Barnes mientras vivió en el barrio. Djuna Barnes era otra de sus escritoras fetiches, ya que la Literatura para Adelina no es otra cosa que un campo de batalla en el que un tropel de escritoras, y si son lesbianas mucho mejor, suelen batirse contra un mundo lleno de hombres feraces. Porque en lo que se refiere a los escritores, solía concederles carta de naturaleza siempre y cuando fueran homosexuales. La verdad es que al casarse conmigo hace dieciocho años no era una feminista tan reivindicativa como lo es ahora. Recuerdo que su tesis doctoral fue sobre Ernest Hemingway, un escritor que por entonces admiraba y que ahora, no sé por qué, odia con todas sus fuerzas. Una vez le pregunté acerca del cambio tan radical que habían sufrido sus ideas y me dijo que yo tenía el honor de haber sido su influencia más determinante. Como es natural, no volví a preguntarle nada al respecto. Desde luego esa ironía era lo que más me molestaba de Adelina. La verdad es que no recuerdo cuándo la dejé de querer, aunque seguramente coincidiría con la época en que ella me dejó de querer a mí. Por eso se extrañó tanto cuando llegué a casa con los billetes de avión para Nueva York. Y no era para menos. Claro que debió parecerle tan tentador el regalo que ni se le pasó por la cabeza los motivos que realmente me empujaban para hacerlo.
II
En el avión lo pasamos bastante bien. Como digo, era mi cumpleaños y lo estuvimos celebrando con una pareja que Adelina había conocido en la sala de espera del aeropuerto. Adelina es una de esas jodidas mujeres que pegan la hebra con cualquiera que se siente a su lado. Él era uno de esos tipos que nadie se atreve a emitir un veredicto por temor a equivocarse. Dijo que se llamaba Luis Alberto y se dedicaba a los negocios. Claro que si hubiera asegurado que era un asesino en serie también lo habría creído al instante. Tenía la cabeza como apepinada y era completamente calvo, y yo a los calvos nunca he logrado adivinarles ni la edad ni las intenciones. Además era tan exageradamente ancho de espaldas que tampoco me habría extrañado si alguien le hubiera pedido un autógrafo como campeón del mundo de lucha libre. Desde luego ese tipo se lo tenía creído y cada vez que hablaba parecía que estuviese imbuido de la infalibilidad del papa. Claro que yo lo calé desde el primer momento y para mí que todo en él era pura fachada y me habría apostado la vida a que era el mantenido de la mujer que iba con él. Para colmo sólo le gustaba vestir a base de camisetas ajustadas, pantalones vaqueros y zapatillas de deporte. No llegué a entender cómo un zafio de esa categoría podía gustar a la chica que lo acompañaba. Porque esa chica era una chica con clase y de exquisito gusto en el vestir y de una delicadeza casi célica en cada uno de sus movimientos y manifestaciones. Por eso no entenderé jamás a las mujeres. Al presentármela, Adelina me dijo que se llamaba Julia.
--Yo tengo una amiga que se llama como usted –le dije.
--Pues espero que la conserve mucho tiempo –me contestó.
El pelo de Julia es el pelo más rubio que jamás he visto en la vida. Yo creo que se trata de un rubio que brilla más próximo a la plata que al oro. Y es una de esas mujeres que por su blancura de piel uno siente primero la necesidad de rezarles una oración antes que dar cabida a cualquier otro deseo más vulgar y propio de la especie. Me refiero a que en primera instancia es difícil desear a una mujer que parezca la viva imagen de la pureza. Para colmo Julia tiene los ojos muy azules, y su mirada da la impresión de que procede de algún lugar sagrado y misterioso, y no tuve ninguna duda en que ella supo con la rapidez y lucidez del relámpago todo lo bueno y lo malo que se reflejaba en la mía. A Julia sin duda no le gustaba nuestra compañía, pero Adelina se mostraba tan decidida a no dejarles volar por su cuenta que la chica no tuvo más remedio que aceptar su rotundo fracaso y entregarse por completo a lo que el destino le deparara.
Una vez en nuestra habitación del hotel, tiñendo mis palabras con toda la hipocresía que fui capaz de encontrar dentro de mí, traté de convencer a Adelina para que los dejara en paz, pero a Dios gracias sólo conseguí que se molestara y me ganara una de esas broncas que solía echarme cuando me oponía a sus deseos. En realidad, Adelina no quería pasarse toda una semana a solas conmigo, así que se pegó a la pareja como una sanguijuela y los cuatro fuimos inseparables durante toda la semana que estuvimos en Nueva York.
Naturalmente, como ya me esperaba, Julia trató de evitar en todo momento que su mirada coincidiera con la mía. He de confesar que me resultaba muy difícil dejar de mirarla, y mucho más no desearla en cualquier lugar dónde estuviéramos, ya fuera en lo alto del Empire State o tomando unas cervezas en la White Horse Tavern de Djuna Barnes o admirando los cuadros del museo Metropolitano o cenando en el restaurante Baboo o escuchando buena música en el Birdland Jazz Club de la calle 315 Oeste. Jamás me cupo la duda de que ella disecaba a la perfección cada uno de los pensamientos que transitaban mi cerebro como aves migratorias. Y confieso sinceramente que yo empecé a desesperarme porque en ningún momento podía hablar a solas con ella, ya que la muy zorra no se separaba o bien de su novio, o lo que fuese ese acompañante que llevaba, o bien de Adelina, de la que se colgaba del brazo con toda desfachatez y como si se conocieran de toda la vida. No sé por qué razón, pero casi prefería que se colgara de él, ya que el hijo de perra resultó que no era tan mala persona como a mí me pereció desde un principio. El tal Luis Alberto era en el fondo uno de esos hombres pastueños a lo que todo les parece bien y que disfrutan como niños con cualquier gilipollez que le salga al paso y luego son más inocentes que los angelitos del cielo. Y como empezó a tener mucha confianza con Adelina, le confesó que se dedicaba a entrenar señoras en un gimnasio que tenía en Madrid, en la calle de Sor Ángela de la Cruz. Y fue en ese gimnasio donde, según dijo, había conocido a Julia.
No obstante, era tal la tensión que desde el aeropuerto se había establecido entre Julia y yo que llegué a temer que, si cualquier noche me pasaba de copas, la misma ansiedad de tenerla delante y no poderle hablar me pudiera jugar una mala pasada y me hiciera montar un espectáculo de consecuencias imprevisibles. Después, en la habitación, yo trataba de tranquilizarme haciendo el amor con Adelina, pero Adelina estaba segura de que el deseo que me quemaba era porque pensaba en la piel blanca y clara y sedosa de Julia y en el fulgor azul de sus ojos azules.
--¡He visto cómo la mirabas!
Y la verdad es que tenía toda la razón. Sin embargo, no me dio la gana de reconocerlo y prefería una discusión en toda regla que la rendición incondicional que ella me exigía.
III
La última noche de nuestro viaje, después de una reñida discusión con Adelina, me bajé al bar del hotel. Todo el mundo sabe que el bar del hotel Plaza es famoso en el mundo entero por una de las películas de Hitchcoch, y si yo no era Cary Grant ni me sentía como él, después de trasegarme dos copazos de una excelente malta escocesa estuve a punto de suplantarlo. Sobre todo cuando vi que Julia venía hacia mí con el mismo vestido negro que se había puesto para ir a cenar al restaurante Daniel. Para mí que los dos martinis que se tomó como aperitivo le dieron la valentía suficiente para presentarse delante de mí como si no hubiera pasado nada. ¡Y de qué manera tan sublime maltrató el alfombrado hasta llegar a donde yo estaba! Casi me desmayo allí mismo. Me dijo que Adelina le había llamado para darles las buenas noches y que de paso le había comentado que yo me había enfadado con ella y que estaba en el bar. No me lo podía creer. Julia, más radiante que nunca, estaba delante de mí y sin el pesado fardo de ese acompañante suyo de espaldas ciclópeas. Era el momento que yo había esperado durante toda la semana para decirle todo lo que sentía.
Lo primero que hizo ella fue darme dos besos, luego pidió otra malta escocesa, encendió un cigarrillo y me echó el humo a la cara. Y fue ella la que con toda desfachatez tomó la palabra.
--¿Cómo te atreves a mirarme de esa manera delante de todo el mundo, acaso has perdido el juicio? Además, ¿qué haces tú en Nueva York? ¿Es que me has tenido vigilada por algún detective y conoces todos mis movimientos? Te recuerdo que llevas más de un mes sin aparecer por Madrid y pensé que yo no te interesaba un carajo. Sé que te debo mucho y que si estoy viva es gracias a ti y también que me devolviste la dignidad y me regalaste el piso donde vivo, sin olvidarme de que me mantienes holgadamente y no me falta de nada y te juro que te estaré eternamente agradecida por todo, pero no tienes derecho a jugar con mis sentimientos. Yo te quiero y necesito que estés conmigo con más frecuencia, al menos dos fines de semana al mes, tal como habíamos acordado. No te pido que te divorcies y te cases conmigo entre otras cosas porque no tengo ningún derecho a exigírtelo, pero al menos respétame como la mujer que tú has querido que sea. De lo contrario, dame la libertad para irme con quien yo quiera y me apetezca. Soy una mujer que vale la pena y necesito que me amen y que me deseen y te aseguro que hay muchos hombres como Luis Alberto que están dispuestos a darme todo lo que yo les pida. Así que tienes que decidir ahora mismo si al menos vas a respetar el pacto que establecimos hace ya más de cinco años.
No me lo podía creer, pero en ese momento habría hecho el amor con ella. Sí, yo le salvé la vida, porque casualmente me encontraba a su lado cuando trató de tirarse a una vía del Metro de Madrid, y desde entonces me he responsabilizado de ella y la he mantenido como amante y amiga. Sin embargo, por primera vez desde que la conocía, me di cuenta de que estaba perdidamente enamorado de ella, sí, allí mismo, justo en el bar del Hotel Plaza de Nueva York, y también supe en aquel instante que jamás volvería a separarme de ella. Así se lo dije y se lo juré y hasta me puse de rodillas para pedirle que se casara conmigo. Ella me levantó y volvió a besarme y después noté que en sus ojos aparecían algunas lágrimas y en sus labios una sonrisa de felicidad. De repente, nos dimos cuentas de que Adelina y Luis Alberto estaban como a cuatro metros de nosotros y que probablemente habían sido testigos de toda la escena. Así que consideré con acierto, al menos eso es lo que ahora pienso, que no habría un momento mejor para contarles toda la verdad y dejar las cosas claras entre nosotros. Después me dijeron que estuve como quince minutos fuera de combate. Y es que ese tipo del gimnasio no era tan angelito ni tan ingenuo como yo pensaba y, para mi desgracia, tenía la pegada de Rocky Marciano. Aunque no creo que mi sangre llegara hasta el río Hudson.
FIN
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