Vistas de página en total

31 de agosto de 2013

TE LO VOY A CONTAR CASI TODO Y PERDONA POR LAS MOLESTIAS



I

Mira, Marta, lo primero que quiero que sepas es que nada estuvo premeditado ni yo pensé jamás, maldita sea, en que las cosas se iban a poner como se pusieron, en primer lugar porque yo aquella tarde me fui a Barcelona, ¿te acuerdas lo guapa y deseable que estabas en el andén y cómo me decías adiós agitando un pañuelo con orillas de encaje?, recuerdo que llevabas un vestido blanco casi de época y la chupa de piel negra que tan bien te sienta, pero te juro que sólo me ausenté por lo del cursillo de Mercantil, tan necesario para mi formación como abogado, y también me acuerdo de que te dije que estaría de vuelta en una semana y que empezaríamos de inmediato a preparar nuestra boda, aunque tú en realidad ya llevabas con los trámites desde hacía meses y el banquete ya lo tenías concertado con el Hotel Palace, eso sí, sin tener la deferencia de consultarme el menú y otros detalles de costumbre, y también sé que te habías probado varias veces el vestido de novia que te confeccionaba una modista famosa de la calle Almirante, ya lo sé, pero lo que pasa es que yo tenía mucho trabajo en el despacho y lo sigo teniendo, gracias a Dios, pues no creas que los tiempos son fáciles, nada de eso, y tampoco me resultaba demasiado sencillo abandonar los casos que llevaba entre manos, ¿qué habrían pensado mis clientes?, sin embargo te prometí que a la vuelta de Barcelona te ayudaría a elaborar la lista de invitados y todo eso y, si mal no recuerdo, creo yo que cumplí mi palabra y también recuerdo que no hicimos otra cosa, cuando salíamos por ahí a tomar copas, aunque las copas sólo las tomara yo, que enumerar posibles invitados y tú eras la que decías este sí y este no, sobre todo si se trataba de alguien de mi familia y no consentías por mi parte la más mínima protesta. Quiero decir que en ese sentido no tienes demasiados argumentos como para añadir improperios inexistentes a la ya larga lista de los que tú y tu familia habéis acumulado contra mí, y no te digo que no hayas tenido motivos suficientes para anular la boda, claro que los has tenido, y ahora te digo que yo habría hecho lo mismo que tú, pero déjame que explique y aclare los hechos que ocurrieron, ya que no quiero que sigas culpándome al cien por cien de nuestra ruptura, y mucho menos a Julia María, que nada sabía de lo nuestro. 
Pues bien, la cosa ya no tiene remedio y te juro que si me suplicaras y vinieras a mí de rodillas ofreciéndome tu perdón, te juro, querida, que lo despreciaría y no volvería a tu lado así me muriera por no hacerlo. Esa es la razón por la que te voy a contar casi todo lo que pasó en Barcelona y espero que estas líneas sean el último capítulo de nuestra relación, una relación finiquitada, extinguida, volatilizada, como si nunca hubiera existido, maldita sea, una relación acabada a bombo y platillo y sin haber sido consumada en la cama, que mira que tienen huevos la cosa, porque de ahí viene el problema, querida, no lo dudes, solamente de tu negativa recalcitrante a tener cualquier tipo de relación sexual conmigo antes del matrimonio, ya que si bien te tomaste como una cuestión de vida o muerte el asunto de tu virginidad y pretendías ofrecerme esa flor inmaculada la noche de bodas, que ya hay que ser cursi para decir una cosa así, al menos debiste dejarme probar contigo otros métodos de satisfacción mutua en los que la virginidad quedase tan intacta y tan sin mancha y tan fuera de servicio como el cerebro de tu madre, doña Celia, origen sin duda alguna de esa cruzada contra todo lo que pueda suponer cualquier tipo de intercambio, rozamiento, besos de a tornillo y otras prácticas amorosas que lleven el ánimo más arriba de una temperatura razonable, es decir, no más de los cero grados como máximo y sin que sirva de precedente. No lo dudes querida, esa es la principal razón de que en Barcelona uno cayera en la tentación de desahogar las urgencias que con paciencia mineral había venido reprimiendo contigo, porque entre otras cosas estás como estás de buena y el esfuerzo a tu lado se convertía, según la estación del año, en algo así como cuatro veces mayor que para cualquier mortal con sangre en las venas.

II

La conocí en el cursillo de Mercantil. Me dijo que se llamaba Julia María y se sentó justo a mi lado. Yo le calculé como unos cuarenta años, nada menos que diez más que yo, porque yo la edad no se la pregunto a las mujeres, me parece una falta de tacto y de educación, si bien luego ella me insinuó que estaba muy cerca de los cuarenta y cinco, pero, maldita sea, esa mujer se parecía mucho a ti y me dejó fuera de combate nada más verla. Me pareció guapísima y su cuerpo era como un sueño hecho realidad, lo tenía todo perfecto y en su justa medida, no le faltaba de nada: las piernas largas, la cintura estrecha, el busto erguido, los ojos verdes como los tuyos, el pelo medio pelirrojo, también como el tuyo, si bien su boca me pareció mucho más apetecible, más mullida, más grande, ya que tú, reconócelo, la tienes bastante más pequeña y fina, igual que la de tu madre, doña Celia, que Dios le guarde muchos años.
Al principio, como es natural, Julia María y yo sólo hablábamos de asuntos relacionados con nuestro trabajo de abogados, un rollo insoportable, pero a medida que íbamos tomándonos confianza, siento tener que decírtelo, aquello se desbordó, se nos fue de las manos, y la vida, ¡madre mía!, en todo su esplendor, recuperó posiciones entre nosotros y te puedo asegurar que la semana que pasé con ella en Barcelona fue la mejor de mi vida. Así es, querida, y ahora que lo nuestro se ha roto te puedo decir que yo había estado con otras mujeres, sí, sí, incluso cuando tú y yo éramos novios, no fueron demasiadas, esa es la verdad, como una cuatro o cinco y te juro que ninguna logró dejarme alguna huella, tú me importabas demasiado y significabas mucho para mí, si bien hay ciertos desahogos que uno tiene que buscar al margen de los sentimientos, sobre todo si unos es rechazado una y otra vez por quien se supone tiene la llave de todo. 
Pero primero déjame que te cuente mi primera cita con Julia María. Quedamos después del cursillo, a las nueve y media de la noche, y nos fuimos a cenar al Vía Véneto. El restaurante, desde luego, lo eligió ella, y no creas que tuvo demasiadas dudas al respecto, al parecer ya lo conocía de otras veces, un lugar muy chulo, ya te digo, y lo cierto es que cenamos magníficamente. Esa noche me di cuenta de que estaba en presencia de una mujer de mundo, toda una mujer de mundo, ya lo creo, tenías que haberla visto elegir los platos que íbamos a cenar y cómo entendía de vinos y lo acertada que estuvo en todas sus elecciones. Te juro Marta que nunca había conocido a una mujer de gustos tan refinados. Los tuyos tampoco están mal, pero hay algunos que parecen estar influidos por tu querida madre, ya me entiendes; por ejemplo, la ropa que llevas, y eso que no soy ningún entendido en asuntos de moda, pero incluso a mí me resulta demasiado anticuada para una chica de veinticinco años como tú; te aseguro que salvo con la chupa negra de cuero que yo te regalé, y no es por recordarte el presente, me parece que con todo lo demás no estás a la altura ni de tu tiempo ni de tu edad ni de tu posición ni mucho menos de tu belleza, porque precisamente dinero no te ha faltado nunca, la hija de Nicolás Sánchez Ayesta, presidente del Banco Internacional, no puede vestir igual que viste su madre, maldita sea, Marta, cambia de estilo o cambia de madre, pero haz algo inteligente por tu vida. 
Qué distinta de ti es Julia María, ¿por qué no te pareces a ella?, ella sí que disfruta de la vida, tenías que haberla visto saboreando aquel plato de raviolis rellenos de langosta, y aquellos medallones de corzo con trufas, y aquel vino tinto del Priorato. A ti jamás te vi disfrutar con la comida, siempre presumiendo de tus ensaladas y tus pescados hervidos y tus jodidas barritas de biomanán. ¡Maldita sea! ¿Qué le pasa a cierta clase de ricos que no sabe qué hacer con el dinero? Julia Maria, en cambio, apuró hasta el último átomo de placer de aquella magnífica cena. ¿Y sabes qué hicimos después? Te lo diré, nos fuimos al Bar Ideal a saborear los mejores cócteles del mundo, y la verdad fue que terminamos los dos algo tomados, ya lo creo, pero no tanto como para saber que nuestro destino era dirigirnos cuanto antes al lecho del pecado, joder, Marta, qué querías que hiciera, con lo salido que me tenías por culpa de esa cuarentena tuya, tan inhumana como un horno crematorio. Así que no lo pensé dos veces y tampoco me anduve con remilgos ni remordimientos.   
--Mejor en mi cuarto –dio ella.
--Donde tú quieras –respondí yo.

III

¡Tenías que haber visto cómo tiraba esa yegua cerrera! Yo no había conocido una cosa igual en mi vida, y te puedo confesar, querida, que no sé muy bien por qué razón esa chica me escogió como su partenaire, pues te aseguro que ella habría podido elegir al amante que más le gustara, y no sabes cómo le agradezco que el detalle lo tuviera conmigo. Claro que ella me caló enseguida después del primer combate, adivinando por lo que acababa de ver que mis ardores sexuales eran propios de alguien que vive un amor contrariado. Ay, Miguelito, Miguelito, esos lamentos de animal en celo te delatan, me decía la muy puta. Sin embargo, decidimos de mutuo acuerdo no entrar en detalles biográficos y mantener cada uno su vida en secreto para el otro, más que nada por evitar puntos de fricción y para que cada cual se sintiera libre y actuara como si a ninguno de los dos le agobiara un pasado y te aseguro, querida, que en un principio fue una decisión de lo más acertada, aunque luego tuviera las consecuencias tan inesperadas que tuvo y que tú viviste tan de cerca y te juro que por una parte lo siento en lo que a ti se refiere, pero en el fondo me alegro que todo sucediera tal como sucedió, sobre todo por mi propia conveniencia, ya que nunca he sido tan feliz como ahora lo soy.
Porque nunca pensé que al volver a Madrid, Julia María y yo seguiríamos viéndonos. Sin embargo, la atracción que sentimos el uno por el otro, supongo que debida a lo bien que lo pasamos en la cama, tal vez ella algo peor que yo, seguramente, pero te aseguro, querida, que está más allá de este mundo el placer que yo siento cuando cabalgo sobre los ímpetus de una yegua cerrera de tan buenos estribos, joder, Marta, no sabes lo que te pierdes por llevar a efecto esa manía tuya y de tu madre, doña Celia, de mantener tan en orden de pulsaciones a un corazón aburrido y emponzoñado como el tuyo. ¿No te das cuenta de que estás tirando al vertedero las energías de tu juventud? Porque a este mundo venimos, mi querida Marta, con los polvos contados, no se te olvide, y estoy seguro de que cuando nos llegue la hora tú vas a estar muy por debajo de los que en realidad te asignaron. Ese es el motivo de que yo trate ahora, por el favor que Julia María me hace, de ponerme al día en los retrasos y de llegar al final con las cuentas bien ajustadas, que por si no lo sabes son de obligatorio cumplimiento. Tal vez te sientas ahora en el limbo de las novias burladas, no te lo niego, pero si te retiras a reflexionar lejos de las influencias diabólicas de tu madre, doña Celia, acerca de lo que acabas de vivir, estoy seguro de que llegarás a la conclusión de que tus veinticinco años de mujer hermosísima son todavía una bendición de la naturaleza y una promesa de placer sin límite que debes cumplir cuanto antes, sin demora y a pleno pulmón, sobre todo para dejar salir de una puta vez a la potranca cerrera y de buenos estribos que tú también llevas dentro. Te garantizo, querida, que puedes convertirte en un jodido desperdicio de hembra si continúas guardando bajo llave ese santuario lleno de jaculatorias que ahora tienes bajo las bragas. Quedas advertida. 

IV

No obstante, te diré que al principio de mi relación con Julia María pensé que se trataba de un amor de consolación y en plan resarcidor, como te digo, de las muchas carencias físicas que supuso mi noviazgo contigo, un noviazgo de casi cuatro años, joder, Marta, que es mucho tiempo como para que un hombre viva de soledades furtivas y de esas arenas movedizas que son siempre los amores pagados y no hablemos de esa otra vaina de avizorar de continuo el paisaje por ver si te entra una pava de tu tamaño y que luego se avenga a razones para que no se pegue a la bragueta como si fuera una sanguijuela. Te aseguro que todo esto resulta un sin vivir demasiado estresante para alguien que tiene tanto trabajo como yo. Por eso cuando me encontré con el premio de Julia María y después de que ella me insinuara muy hábilmente que no le importaría seguir nuestra relación en Madrid, yo acepté de inmediato y me puse en sus manos de mujer con experiencia y aquí nos hemos visto al menos tres veces por semana, siempre condicionados nuestros encuentros por la agenda de trabajo de cada uno, pero ayudados por una voluntad inquebrantable de querernos ver por encima de todo. Y te juro por lo más sagrado que conseguimos mantener el compromiso de no saber nada el uno del otro hasta la noche de la cena familiar en tu casa. Incluso te digo que nos reuníamos en habitaciones de hotel para que nuestras respectivas viviendas quedaran al margen de la pasión que nos ahogaba, porque era pasión lo que ambos sentíamos, no lo dudes, así lo creímos al menos hasta que tuvimos la certeza de que a la pasión había que añadirle algunas toneladas de amor. 
Joder, Marta, y todo gracias a la dichosa cena que la bruja de tu madre organizó, manu militari, con el fin de repartir las tareas ineludibles que había que llevar a cabo durante aquellos siete días antes de la boda. Pero, desde luego, a tu madre le salió la cena en su casa por la culata, y ahora que lo pienso me alegro enormemente de que así fuera. Y mira que se esmeró en aliñar bien la ensalada de brócoli, puerros y remolacha, la cual me tuvo tres días en un sin vivir porque estaba yo en que orinaba sangre y luego se trataba de los tintes rojos de la remolacha y sus carotenos tan beneficiosos para la piel, maldita sea, qué obsesión la de tu familia por la comida sana. Pero, claro, lo mejor de todo fue cuando, justo después de comernos la jodida ensalada, sonó el timbre de la puerta y Julia María, de repente, apareció en el comedor. Me pegunto por qué no se abrirá la tierra justo en el preciso momento en que uno quiere que se abra y no antes o después, maldita sea, qué relámpago de pánico me atravesó la barriga, pero que interesante resulto todo si bien se mira. 
Al principio, cuando tu padre me la presentó como su hermana, ninguno os distéis cuenta del terremoto que se empezaba a generarse bajo la mesa. En realidad, no teníais por qué. Desde luego, Julia María, al verme allí sentado y después de ponerla al corriente de que yo era el tipo que se iba a casar con su sobrina, tu prometido, maldita sea, se quedó tan paralizada como yo. Recordarás que la pobre no sabía qué decir. Luego empezó a tomar tierra y a preparar sin ningún tipo de escrúpulos su particular show de media noche, tratando primero de putearme a conciencia con aquellas preguntas suyas tan bien dirigidas por lo certeras a una de mis yugulares más preciadas. En diez minutos escasos logró ponerse al tanto de todos los particulares de mi vida, al menos de los que a ella más le interesaban. Claro que yo me vengué preguntándole todo lo que me vino en gana acerca de su vida y, para colmo, cuando ella callaba porque no quería responder a mi curiosidad, tu padre, tu madre y tú contestabais casi al unísono, sin enteraros del duelo entablado a primera sangre entre ella y yo. Así me enteré de que se había divorciado dos veces y que en vez de hermana era hermanastra de tu padre, un detalle que fue el causante de que yo ignorara hasta ese momento que Julia María formaba parte de tu familia. Yo sabía que ella llevaba el apellido Sánchez de primero y Gancedo de segundo, porque si llega a llevar el Ayeste detrás del Sánchez el misterio se habría desvelado antes de nuestra primera noche y ahora te puedo decir que habría sido una lástima, porque yo es que a tu tía la quiero con toda mi alma y mucho más desde los acontecimientos de aquella noche de la cena. Nunca olvidaré cuando, haciendo añicos el protocolo, las buenas maneras y, asediada por unos celos terribles, te dijo que no podías casarte conmigo porque ella era mi amante y yo el amor de su vida y que no lo consentiría de ninguna manera, te pusieras como te pusieras, y que armaría tal escándalo que temblarían todos los dogmas de tu madre y hasta se resquebrajarían los cimientos bursátiles de la banca española en general. Joder, Marta, no me negarás que tu tía le echó un par de huevos duros a la cena, completando la ensalada de tu madre. Pues para que lo sepas, por si no te ha quedado claro, los mismos recursos de mujer brava, el mismo talento, exhibe entre las sábanas, qué gran arrogancia la suya y qué manera de tirar cuando la muy zorra dice aquí estoy yo. Ni te lo imaginas. Como ya te dije: ¡una yegua cerrera con los mejores estribos de plata que uno se pueda calzar! Lo gracioso fue que todos pensasteis en primera instancia que se había vuelta loca o que estaba borracha o algo por el estilo, al fin y al cabo la tenéis considerada como la oveja negra de la familia entre otras lindezas. Por eso os quedasteis de piedra cuando me levanté para abrazarla y para decirle que yo también la quería y que por supuesto también ella era el amor de mi vida y que no me importaban los catorce años que me llevaba en edad y que el tiempo diría lo que tuviese que decir. Te aseguro, querida, que sólo por ver la cara de tu madre, doña Celia, mereció la pena vivir aquel momento. ¿Te acuerdas de lo que le ordenó a tu padre sin tener en cuenta sus muchos años de oración y penitencia? ¡Nicolás, echa de casa a estos dos fornicadores del diablo! Lo malo fue que a tu padre, con el espanto de un almirante perdido en un mar emborrascado, hasta le faltó el resuello para pronunciar las palabras mágicas y ponernos en la calle a tu tía y a mí, limitándose únicamente a señalarnos con el dedo el camino de la puerta, mientras por la boca le salía como una especie de aire espumoso de champán recién descorchado. 
En cuanto a ti he de reconocer, y no sabes cómo lo siento, que al ocurrir todo tan deprisa y como en un suspiro no tuve tiempo siquiera de mirarte el semblante, aunque me resulta demasiado fácil imaginar tu excelsa palidez y los ojos de asombros que pondrías, como no dando crédito a lo que pasaba delante de ti. Y es que en unos minutos te quedaste sin el novio sin usar que había sido de tu propiedad, pero no seas demasiado dura contigo misma y, como te digo, procura echarle las culpas a la persistencia de tu madre en conservarte entera hasta la noche de bodas, ya que en estos tiempos la flor de tu virginidad se ha depreciado bastante, supongo yo que por culpa de esa especie de velocidad supersónica que ha tomado la vida, desbocándose hacia no se sabe ni qué meta ni qué lugar, diga tu madre lo que diga. Y, ahora, mi querida Marta, procura olvidar y, por favor, perdóname las molestias ocasionadas y permite también que me despida de ti hasta que un día nos volvamos a ver. Sea donde sea.


FIN   
                
                               
               




26 de agosto de 2013

MÁS ROMANTICO DE LO QUE ÉL IMAGINABA


I
Ahora lo que pasa es que mi amigo Dani ha muerto. La semana pasada lo enterramos en el cementerio de la Almudena. Aquí en la comisaría todo el mundo sabe que yo le tenía un aprecio especial. Pero no quiero que piensen que soy marica y todo eso porque cometerían un error muy grave. Lo que sucede es que yo a Dani le consideraba como si fuera mi hermano mayor. No sé cómo decirlo. Me refiero a que él era mi compañero en la policía secreta y él tenía mucha experiencia en el oficio, era unos cinco años mayor que yo y me enseñó todo lo que él sabía para ser un buen profesional. La verdad es que  desde el principio conseguimos entendernos a la perfección y, al poco tiempo de salir juntos, ambos conocíamos cómo iba a reaccionar el otro en cualquier circunstancia que nos surgiera. Me temo que nunca más volveré a tener un compañero tan inteligente ni tan eficaz como él. Claro que tanto tiempo en la policía me ha enseñado que todas las personas tienen su punto débil y el de Dani, desde luego, era la soledad que arrastraba en su vida privada; por ejemplo, era uno de los pocos policías que no tenían novia, amante, mujer o algo por el estilo. Incluso hubo compañeros que llegaron a insinuar alguna cosa acerca de su posible homosexualidad. Pero él no era homosexual, se lo digo yo, pero sí un tipo de lo más extraño, y antes de que una noche decidiera contarme algunas historias de su vida, uno ya intuía que algo serio le ocurría con las mujeres. Yo estaba, sobre todo, en que seguramente alguna mujer tenía que haberle hecho daño en el pasado o había algún problema de ese estilo.    
Y les puedo asegurar que hasta unas semanas antes de morir no supe nada especial de de su vida privada porque en ese sentido Dani era una persona de lo más reservada. Cuando salía de la comisaría después de terminar la jornada de trabajo, para mí era como si desapareciera de la faz de la tierra, y no lo volvía a ver hasta el día siguiente. Salvo una vez. Pues recuerdo que un sábado por la noche que no estaba de servicio entré, en compañía de unos amigos, en uno de esos bares de alterne de la Costa Fleming. Y allí estaba Dani, sentado en un taburete, hablando con una de las chicas del local, una morena con el pelo largo. Cuando me vio, les juro que sólo se dignó saludarme con un ligero movimiento de cabeza, luego volvió a su conversación y no probó a mirarme en todo el tiempo que estuvimos allí. Fue cuando comprendí que su vida fuera de la comisaría era un enorme fortín dónde no estaba permitida la entrada. 
Después, en el trabajo, les aseguro que Dani se comportaba como un tipo normal, incluso yo diría que era si cabe de lo más amable, generoso y dispuesto, si se lo pedías, a hacer cualquier cosa por ti. A mí, desde luego, siempre me cubrió las espaldas, tanto dentro como fuera de la comisaría. Pero repito que si alguna vez se me ocurrió preguntarle acerca de su vida privada, Dani eludió el tema con una habilidad prodigiosa, como si estuviera acostumbrado a salirse por la tangente cada vez que alguien osaba pisar un terreno acotado y que a nadie le concernía.
Dani no era que digamos un policía limpio, yo tampoco, claro, pero él me enseñó a elegir muy bien la mano que podía sobornarnos. Por resumir la política que solíamos emplear al respecto, se podría decir que en materia de drogas jamás consentimos la más mínima sospecha de ilegalidad. Sin embargo, en materia de prostitución, apuestas ilegales, delitos de inmigración, contrabando de alcohol y tabaco, pongo por caso, solíamos hacer la vista gorda y poner el cazo si el asunto era poco llamativo y no podía afectarnos laboralmente. Dani era un tipo muy listo y con mucha experiencia en la materia y nunca mando alguno sospechó de él en casi veinte años de servicio. Mi política fue ponerme a resguardo de su experiencia, es decir, dejarle la iniciativa en todo negocio que él viera rentabilidad y escaso peligro, por eso me fue a las mil maravillas mientras estuve con él. Dani siempre decía que a los policías corruptos suele atrapárseles por culpa de la codicia.

II

Ese día extraño en que Dani me dijo que quería hablar conmigo de algo personal y que tenía que ser fuera de las horas de trabajo no lo olvidaré mientras viva. Pensé con preocupación en lo grave que debía de ser el asunto si había decidido contarme alguna confidencia de su vida privada. Juro que me dejó planchado aquella naturalidad suya al invitarme a una copa después del trabajo.
--Tengo que contarte un problema personal que no sé cómo resolver. ¿Te importaría que quedáramos después a tomar una copa?
--Como quieras.  
A las diez en punto de la noche entramos en un pub que hay en la esquina de Eduardo Dato y Almagro, pedimos un par de güisquis y, como dos buenos amigos, nos sentamos a una mesa situada en uno de los rincones. Nunca le había visto fumar tanto ni tampoco le había notado tan nervioso, incluso me pareció que había envejecido, más que nada por unas ojeras muy profundas y oscuras, como de no dormir, que le ahondaban los ojos y le ponían cara como de muerto viviente. Tenía la piel algo así como apergaminada y ligeramente pálidas las aletas de la nariz. También me dio la impresión de que fuera del trabajo no era el hombre seguro de sí mismo que yo conocía. Cuando empezó a contarme su historia, la voz le salía temblorosa y hubo un momento en que estuvo a punto de venirse abajo. No me lo podía creer. El hombre que yo admiraba, mi compañero, aquel a quien yo habría seguido hasta el mismísimo infierno, se derrumbaba delante de mí como un muñeco de trapo.
--¡Maldita sea! Todo es por culpa de una mujer –me dijo, bajando la cabeza, como avergonzado de haberlo confesado –Como siempre me ha ocurrido en la vida.
--¿Qué es lo que te pasa?
 Entonces, me lo contó todo. Al parecer, la conoció una tarde en el autobús, cuando él iba de regreso a su casa. Me explicó que se trataba de una chica preciosa, extranjera, una chica no muy alta, pero que el pelo le brillaba como si fuera una estrella y también que era rubio y lo tenía muy corto, muy corto, casi parecía una niña, y que el rubio del pelo era muy claro, casi blanco. Sin embargo, lo que más le gustó de ella, no se lo van a creer, fue lo bien que le quedaban las gafas, unas gafas de montura negra que le daban el aspecto de ser una chica estudiosa de algún colegio privado. Al principio, por culpa de las gafas, Dani no supo de qué color eran sus ojos, aunque supuso enseguida que con ese pelo tan rubio y una piel tan blanca serían azules, acertando plenamente. 
En el autobús, los dos iban sentados frente a frente. Y el problema empezó a fraguarse cuando ella le regaló la sonrisa más angelical que nadie haya imaginado jamás.
--Me dejó hechizado, te lo juro, como si nunca hubiera visto una mujer y un rayo me atravesara el pecho de un lado a otro. Creo que ella leyó en mis ojos todo lo que yo empecé a sentir desde ese momento.
--Sigue contándome.
Entonces, Dani y la chica comenzaron a tutearse y, según sus propias palabras, parecía que se conocían de toda la vida. Así fue. Las palabras fluían libres entre ellos, sin ningún esfuerzo por saber qué decir, así que enseguida convinieron en bajarse juntos del autobús y continuar con su conversación en cualquier otro lugar. 
Me dijo que entraron en una cafetería y que estuvieron conversando toda la tarde. Ella le dijo que se llamaba Elsa y que era venezolana, aunque era hija de padre italiano y madre española. También le dijo que había venido a Madrid para estudiar periodismo, pero que no disponía de mucho dinero y que por eso vivía en Aluche, en un piso con varios sudamericanos sin papeles y que sólo en su habitación dormían ocho personas. Lo que ocurrió entonces fue que a Dani se le ablandaron tanto el corazón como la bragueta y en un arrebato de locura se lió la manta a la cabeza y se la llevó para su casa.  
Me dijo que llevaban juntos casi un año y que él estaba locamente enamorado de ella. Pero lo curioso fue que él nunca le dijo que era policía, como si algo en su interior le hubiera aconsejado que escondiera ese pequeño detalle, tan solo le contó que era funcionario del Estado y que trabajaba en un ministerio, lo que no dejaba de ser estrictamente cierto. 
La relación de Dani con las mujeres había sido hasta el momento bastante calamitosa. Me contó que conoció a una chica cuando él tenía dieciocho años y ella quince. Se llamaba Nina y fue a la mujer, hasta el momento de su encuentro con Elsa, que más había querido en su vida, mucho más que a su madre, según sus mismas palabras. Incluso estuvo casado con ella más de tres años. Sin embargo, Nina se enamoró perdidamente de otro tipo, uno de esos argentinos que hablan y hablan sin decir absolutamente nada, y la muy zorra se largó con él. 
--Nunca más la he vuelto a ver –me dijo con una sonrisa amarga dibujada en sus labios--. Me informaron de que se habían ido a vivir a Buenos Aires y que ese tipo tocaba el bandoneón en un garito de tangos. El muy cretino. 
Como es natural, Dani quedó muy afectado y no volvió a tener relaciones serias con ninguna otra mujer. Me confesó que desde la tocata y fuga de aquel putón verbenero, como él la llamó, sólo se había acostado con profesionales. Al parecer, tenía escogidas como a media docena de prostitutas que iba sustituyendo según envejecían.
--Son las tías más sinceras de este mundo –me dijo medio llorando--. Con ellas sabes de antemano que sólo van contigo por el dinero. No puede haber ni enamoramientos, a no ser que seas un gilipollas, ni engaños ni mentiras ni monsergas ni cuernos ni nada parecido.
--Recuerda que una noche te vi con una morena de pelo largo.
--Creo que esa era Vanesa, una chica estupenda y un portento en la cama. 
Sin embargo, el pobre Dani no fue consecuente con sus ideas y volvió a enamorarse de otra mujer. Pero no tuvieron relaciones íntimas enseguida de conocerse, sino que una vez instalada en el piso, Elsa se dedicó a limpiar la casa, ir de compras al supermercado, hacer la comida, lavar y planchar la ropa y todas esas labores propias de las amas de casa. Ella le dijo que a cambio de la comida y de la habitación que él le había proporcionado, no podía ofrecerle otra cosa que su trabajo como asistenta, prometiéndole que se iría de casa cuando encontrara un empleo que le permitiera pagar sus estudios y algo mejor que el cuchitril donde había vivido en Usera. Claro que después de tres semanas de convivencia y, sobre todo, de atenciones y regalos por parte de Dani, la pareja terminó en la cama y muy enamorados el uno del otro. Y enseguida el muy idiota comenzó con las promesas de matrimonio y todo lo demás. No se lo van a creer, pero le dijo a la chica que si se casaba con él obtendría la nacionalidad española y sus problemas de inmigración quedarían resueltos. Creo que ella se puso como loca de contenta y le prometió que se casaría con el cuando todo el papeleo estuviera listo.  

III

Sin embargo, a la mañana siguiente, revisando en la comisaría unos correos electrónicos de la INTERPOL, observó que el retrato de una chica morena de pelo largo le llamaba especialmente la atención. Descargó la fotografía y como por inercia procedió a modificarla mediante la técnica del fotomontaje, de tal manera que a la chica morena le puso el pelo corto y rubio de Elsa, los ojos azules y las gafas de montura negra, y de repente se dio cuenta de que aquella delincuente no era otra que la mujer con la que se iba a casar al mes siguiente. Pero no se llamaba Elsa, sino Melissa, y tampoco los apellidos coincidían con los del pasaporte.
--O sea que entró en España con un pasaporte falso –le dije.
--Y lo que es peor, yo no me di cuenta de nada. Además, me ha engañado con la edad, no tiene veinte años sino veinticinco. Imperdonable. Pero me gusta tanto esa chiquilla, me tiene tan loco y me da tanto placer en la cama que…
--¿Por qué la busca la INTERPOL?
--La buscan por  pertenecer a uno de los cárteles colombianos más importantes y peligrosos que hay. Según el informe, se trata nada menos que de una ejecutora y le achacan varios asesinatos. ¡Es una asesina al servicio del narcotráfico! Y como la policía la descubrió, los suyos la tienen escondida aquí en España. 
--Y qué mejor escondite que la casa de un policía. 
--No me lo recuerdes.  
Como ustedes supondrán, Dani estaba destrozado con lo que sabía del pasado de su novia. No en vano tardó dos meses en decírmelo. Naturalmente, anuló todo el papeleo de la boda y a ella le dijo que la burocracia en España iba muy lenta. En realidad, no sabía cómo resolver aquel dilema. Porque si se decidía a detenerla quedaría sumido en la miseria durante el resto de su vida, y si no la entregaba corría el riesgo de que tarde o temprano alguien descubriera la verdad y le consideraran cómplice de sus delitos. Pues bien, durante esos dos meses mi compañero vivió una auténtica pesadilla, ya que en casa tenía que disimular todo lo que sabía de ella y, además, tenía que dormir con un ojo abierto por si la tía ya estaba al tanto de qué clase de funcionario era él, y no fuera a ser que por seguridad se le ocurriera poner en práctica todos sus conocimientos criminales. Un auténtico calvario para el pobre Dani. De modo que decidió contarme el problema para liberarse de aquella tensión y, sobre todo, para que alguien de confianza le obligara a cumplir con su deber de policía.
Al día siguiente informamos a nuestros superiores y procedimos a la detención de la chica. No se lo creerán, pero esa mañana, cuando en el coche íbamos hacia su casa, noté a Dani demasiado tranquilo. Y, curiosamente, cuando llegamos, la chica había desaparecido. Sobre la mesita del salón había una nota en la que Elsa le daba las gracias por su hospitalidad y le comunicaba que volvía a su país. También le decía que le querría toda su vida.
--Esa chiquilla está acostumbrada a sobrevivir y tiene el sexto sentido muy desarrollado, no puede haber otra explicación –dijo Dani cuando leyó la nota--. ¿No te parece?
--¡Si tú lo dices!
Aquella misma noche, Dani se metió la pistola en la boca y apretó el gatillo. Los sesos quedaron pegados en el techo. Pero yo siempre he sospechado que fue él quien avisó a la chica de su inminente detención, dándole tiempo suficiente para preparar la huida y salir del país. Y es que Dani, a pesar de sus fracasos amorosos y su media docena de putas tristes, era mucho más romántico de lo que él imaginaba. El más romántico entre mil.


FIN
  
               
             

               

19 de agosto de 2013

EL AMANTE IMPERFECTO


I
No se me pasó por la cabeza que aquella llamada pudiera cambiarme la vida. Sin embargo, así ocurrió. ¡Y de qué manera! En realidad, fue como si alguien te llamase para decirte que te había tocado la lotería. Pero se trataba de Miquel Palau, mi último editor. Me dijo que un estudio de Hollywood estaba dispuesto a comprar los derechos de una de mis novelas para llevarla al cine. Pero lo mejor de todo fue que querían contratarme como guionista. Al parecer, les había gustado mucho la chispa y la ironía inteligente que respiraban mis diálogos. Esas fueron al menos las palabras que empleó el señor Palau para convencerme de que debía aceptar el negocio. Cuando le dije que mi inglés era peor que el de una morsa criada en Alaska, salió con aquello de que todo estaba previsto y que me pondrían como colaborador a un guionista profesional que dominara ambas lenguas. Claro que lo mejor del invento fue que iba a ganar medio millón de dólares por los derechos de la novela y otro medio millón por escribir el guión de la película. También me proporcionarían gratuitamente una casa en Los Ángeles, un coche con chófer a mi disposición y todo el chicle que me diera la gana mascar. Lo primero que pensé fue que los americanos estaban completamente locos si iban a pagar esa pasta por una novela que estaba muy lejos de pasar a la Historia. 
--¿No me digas que te estás pensando la oferta? –oí que decía Palau al otro lado de la línea.   
Posiblemente, tardaría como unos cinco segundos en aceptar aquella bicoca. Sin embargo, los cinco segundos se me hicieron eternos, aunque no tan eternos como los cinco meses que tardé en coger el avión para Los Ángeles. Si la llamada del Miquel Palau tuvo lugar en octubre, no llegué a firmar el contrato hasta mediados de marzo. Mientras tanto, además de esperar, no hice otra cosa que ver películas americanas en la televisión. Si mal no recuerdo, maldita sea, debí salir por unas cinco diarias. Pero lo peor fue que me impuse el trabajo de volver a leer la jodida novela que esos tipos de Hollywood habían elegido para ser adaptada. Siempre odié tener que leer mis propias novelas, al fin y al cabo ya sabía quién era el asesino en cada una de ellas. Y es que las  novelas policiacas sólo tienen interés cuando el lector no sabe cuál es el final de la historia. Sin embargo, volví sobre ella y hasta se me ocurrió intentar varios modelos de guiones, no obstante empecé a darme cuenta de que la técnica se me resistía más de lo que había pensado en un principio.
Una noche, cuando trataba de dormir sin conseguirlo, me dio por pensar que los americanos se habían olvidado de mí y podía morirme esperando a que me llamaran desde Hollywood, ya que ni había firmado contrato alguno ni me habían dado un solo dólar como señal de su interés por mí.
Una mañana se me ocurrió llamar por teléfono al editor.
--Perdone, señor Palau, ¿no cree usted que nos pasará lo mismo que en Bienvenido Mr. Marshall?
--Tenga paciencia, amigo mío, tenga paciencia.  
Así que me dije que lo mejor sería no pensar más en ello y, por supuesto, no decir nada a nadie y seguir actuando como si tal cosa, es decir, con la vida sencilla y rutinaria de siempre. Porque mi vida es sin duda pura rutina. Yo siempre digo para justificarme que la rutina es el arma más valiosa del escritor, si bien no suelo creer demasiado en mis propias ocurrencias. 
En cuanto a lo de Hollywood, estuve callado como un muerto y no se lo conté ni siquiera a mis amigos de la partida del casino. A la familia tampoco se lo dije porque da la casualidad de que no tengo familia. Nunca me he casado, mis padres murieron, carezco de hermanos y las novias que me gustan se van de mi vida con la velocidad de las perseidas en agosto. De modo que nadie, absolutamente nadie en Villaval, que así se llama el pueblo donde vine al mundo, supo nada del negocio de la novela hasta que no se estrenó la película.

II

Por fin sonaron las campanas y en marzo me largué con viento fresco para Los Ángeles. A decir verdad, hasta que no estuve metido en el avión no me di cuenta de que empezaba una nueva vida. Apenas sin pensar en las consecuencias había decidido aceptar una empresa que me iba a cambiar las costumbres radicalmente. Y, para colmo, sin saber con certeza si el nuevo rumbo me gustaría o me llevaría a la desesperación. Al fin y al cabo, mi vida en Villaval era sumamente vulgar y aburrida, pero de una vulgaridad y un aburrimiento perfectamente controlados y asimilados por la costumbre de los años. Sin embargo, no me sentí preocupado ni nervioso ni nada de eso. Todo lo contrario. Pues yo creo que además del acicate del montón de dólares que me iban a soltar, decidí dar aquel triple salto mortal porque en el fondo de mi alma se cocía desde hacía tiempo como un deseo imperioso de convertirme en un hombre de acción. No al estilo del héroe de mis historias policiacas y en ese plan; tampoco al modo de aquel Aquiles homérico que abandonó la vida placentera y segura del gineceo para participar en la guerra de Troya, sino más bien pensaba como en un cambio drástico de decorados. Quiero decir que mi vida necesitaba un nueva atmósfera para seguir respirando, es decir, otra casa, otros amigos, otras mujeres, otros lugares a donde ir y venir, un paisaje distinto allí donde mirase y fuere, en definitiva, unas nuevas relaciones que para bien o para mal cambiaran radicalmente mis circunstancias vitales. 
Pero una pequeña obsesión fue tomando sitio en mi pensamiento, y me vino como escalando posiciones respecto a las demás obsesiones, es decir, sin apenas darme cuenta. Me refiero a que un par de horas antes de bajar del avión, percibí que había una demanda en la que no había caído hasta ese momento y que requería toda mi atención. Me refiero, naturalmente, a las mujeres. Las mujeres siempre habían supuesto un verdadero dolor de cabeza en mi vida. Las que me interesaban no podían soportar mis manías y rarezas de viejo lobo solitario y las que estaban dispuestas al sacrificio no me gustaban ni servidas en bandeja de plata. Sin embargo, estaba a punto de llegar no sólo a la meca del cine, sino al séptimo cielo del sexo y todas sus perversiones. Me dije que entre tanto maremágnum de mujeres y vicios algo tendría que convenirme. Porque si el catálogo de Villaval no iba más lejos de la media docena de posibilidades, el de Los Ángeles tendría que alcanzar más allá del centenar, si no es quedarse corto. La verdad es que me prometí a mí mismo que no volvería a Villaval sin haber cobrado alguna pieza, si es que alguna vez me daba por regresar al nido. Era necesario encontrar en un plazo razonable a la mujer de mi vida, al menos antes de convertirme en un saldo de hombre y que la vida se me desaguara por donde más duele. Lo cierto es que ya había cumplido los cuarenta y cinco años y la velocidad que había tomado el calendario se me antojaba como realmente pavorosa. 
En el aeropuerto había un tipo que llevaba escrito mi nombre en un cartón. Resultó que era mi chófer. Tenía todo el aspecto de ser descendiente de los antiguos aztecas y acerté plenamente. Era moreno, bajito, rechoncho y hablaba un español con un acento de lo más musical. Me dijo que se llamaba Juan Hipólito Sánchez de la Vega, pero que todo el mundo lo conocía por Johnny. Pues bien, Johnny me dijo que sus padres eran mejicanos, pero él era estadounidense por haber nacido en una ciudad algo más al sur de Los Ángeles, en San Diego, casi en la frontera con Méjico. 
Johnny tenía órdenes de llevarme a una casa que los del estudio habían habilitado para mí. Casi tardamos una hora en llegar. Pero confieso que mereció la pena el paseo. Primero porque pude conocer desde el coche una buena parte de aquella ciudad inmensa, con sus grandes bulevares y las carreteras llenas de coches y las autopistas de cuatro y cinco carriles y sus chalecitos muy bien alineados a lo largo de las avenidas. Mi casa era de dos plantas y estaba en Malibu, un barrio situado a la orilla del océano Pacífico. Tenía la fachada pintada de verde clarito y la entrada y el marco de las ventanas eran blancas, lo mismo que la puerta del garaje. Delante de la casa relucía el césped como si fuera artificial. Maldita sea, todo aquello tenía un especto realmente paradisíaco. Me sentía como si acabara de nacer en un mundo nuevo. Nada de lo que veía me parecía real.
--Le he dejado café recién hecho en la cafetera, por si le apetece. Y también algunas cosas para el desayuno de mañana –me dijo Johnny.
--Muchas gracias, no debió molestarse –le dije--No ha sido ninguna molestia y si necesita algo aquí tiene mi número –me contestó, alargándome una tarjeta de visita—El estudio me ha dicho que me ponga a su entera disposición.  
Johnny me ayudó a instalarme y me recomendó que descansara bien esa noche porque al día siguiente se presentaría a las nueve de la mañana para llevarme a los estudios. Me hizo un par de reverencias, se montó en el coche y desapareció de mi vista. 
Recorrí la casa de arriba abajo y me dediqué a escudriñar cada uno de los rincones y abrir todas las puertas. Encontré que en el segundo piso, ya que se trata de una casa con dos plantas, hay tres dormitorios, todos con baño. En la planta baja hay un hall de mucha amplitud, un salón enorme con televisión, la cocina perfectamente equipada y un cuarto para el servicio. Elegí como mi habitación el dormitorio principal, el único que tiene cama de matrimonio, así que deshice la maleta y coloqué mi ropa en el armario. De pronto empecé a sentir un sueño terrible. Eran las siete de la tarde y no era capaz de mantener los ojos abiertos ni un instante. El cambio de horario comenzaba su acción demoledora y opté sin más preámbulos por irme a la cama. No tardé un segundo en quedarme completamente dormido. Ni por un momento se me ocurrió extrañar el colchón o la almohada, tal que si hubiera dormido en esa cama toda la vida. Lo cierto es que dormí como un niño recién nacido.  

III

A la mañana siguiente, el sol holgazaneaba al otro lado de las cortinas. Me asomé a la ventana para ver el paisaje y todo lo que había era una hilera de casas al otro lado de la calle. Eran las ocho y cuarto, había dormido más de doce horas y otra vez tuve la sensación de que era un niño recién nacido en un mundo extraño. Miré en la nevera y, como dijo Johnny, había una botella de leche, mantequilla, mermelada de naranja y un paquete de pan de molde. Metí dos rebanadas en la tostadora y luego otras dos. También había café en la cafetera, así que busqué una taza más bien grande, me preparé un café con leche en el microondas, unté de mantequilla las cuatro rebanadas de pan y puse encima un poco de mermelada. Ya estaba preparado el desayuno. Me di cuenta de que, para ser el primer día en ese otro mundo, tenía más hambre que una manada de lobos. Después estuve casi un cuarto de hora bajo el agua caliente de la ducha. Hasta el momento funcionaba todo a la perfección. Elegí unos pantalones beiges y la chaqueta verde claro, pero escoger la camisa me resultó mucho más difícil: al final opté por una blanca de manga larga. Me acordé de que a los americanos siempre les gustaron los mocasines y me calcé unos que tenía de color cuero. También decidí no ponerme corbata. Ya nadie lleva corbata, salvo los ejecutivos de los bancos y los corredores de bolsa de Wall Street. Tenía que estar elegante para enfrentarme a los señores del cine. 
A las nueve en punto, Johnny apareció con su Chevrolett azul. El día anterior estaba demasiado cansado, además de impresionado por todo lo que veía, como para fijarme en la marca y el color del coche que me recogía. También Johnny me pareció más alto y menos moreno a la luz de la mañana. Me dijo que a las diez en punto me esperaba el gran jefe, señalando con el dedo hacia el cielo. No le pregunté quién era el jodido gran jefe por no parecerle tonto, ya que él supondría que yo estaba al corriente de todo. Deduje por el gesto del dedo señalando hacia las alturas que ese tipo tendría que ser presidente de algo o, como mínimo, el director del estudio. 
Me pareció estar viviendo un sueño cuando entramos en las posesiones de la Universal. La vista de tanta gente moviéndose de un lado para otro, incluso algunos iban vestidos con atuendos de otra época, me confirmó que acababa de cruzar la frontera hacia un mundo muy distinto del que venía. Johnny aparcó el coche delante de un edifico muy moderno, completamente de cristal con destellos azulados. No esperaba que él saliera del coche para abrirme la portezuela. Le miré a los ojos y encontré un gesto de lo más serio y muy en su papel de chófer. Pensé que dentro de los estudios todo el mundo tendría que representar a la perfección el personaje que le habían asignado. Johnny era chofer y como tal se comportó. Me pregunté algo intranquilo qué pose debería uno adoptar para interpretar el papel de guionista recién contratado. Johnny me dejó solo ante el peligro al llegar a la puerta de las oficinas del gran jefe. 
--Cuando termine, me encontrará en el bar que hay al otro lado de la calle.
--¿Dice usted que hay un bar?
--Sólo es un bar para la clase de tropa: extras, secretarias, carpinteros, electricistas y chóferes como yo. Los ejecutivos del estudio: actores, directores, escritores y grandes personajes tienen el suyo dos manzanas más arriba. Aquí en Hollywood no se conoce esa vaina de la democracia. Son todos unos hijos de la gran chingada.
Estuve esperando casi hora y media a que me recibiera el gran jefe, que no era otro que el director de la Universal, tal y como me había imaginado. Estuve sentado en una silla que me ofreció una secretaria de pelo rubio y piernas muy largas, tal vez demasiado largas para aquellas horas de la mañana. Había otras cuatro chicas trabajando en la misma oficina; todas muy jóvenes y vestidas con un estilo demasiado desenfadado como para no suponerles un bajo rendimiento laboral. Había gente que entraba y salía de aquella oficina, pero nadie osaba traspasar el umbral del despacho del jefe. Me habría gustado saber de qué hablaban entre ellos y a qué se dedicaban y todo eso, pero mi desconocimiento del inglés me dejaba completamente al pairo y como rabiando por no poder enterarme del negocio que se traían entre manos, con lo entretenidos que suelen ser los asuntos ajenos. 
También me pregunté cuál de esas cinco chicas que tenía delante, las cinco terriblemente atractivas, querría salir conmigo algún día y enseñarme las iglesias de la ciudad entre otros monumentos. Claro que a tenor del poco caso que me hicieron mientras estuve delante de ellas, ya que no me miraron ni una sola vez, la respuesta sólo podía ser la misma en cada uno de los cinco casos. De modo que dejé de hacerme preguntas demasiado comprometidas para una vanidad vilmente castigada hasta el momento. 
De repente, una chica bajita y morena, como de unos treinta y tantos años, entró la oficina esbozando una sonrisa abrasivamente deslumbradora para el primer día de mi vida en Hollywood. No la vi  muy de cerca, pero enseguida adiviné que sus ojos eran azules, de un azul muy claro y limpio. No se dignó mirarme, claro está, pero si lo hubiera hecho estoy seguro de que me habría deslumbrado tanto como el flash de un fotógrafo. Era tan perfecta y me sentí tan perdidamente atraído por ella que, como defensa y seguridad psicológica, me dediqué a buscarle algún defecto que me desagradara. Y, en efecto, lo encontré después de que ella, en un gesto espontáneo de su mano, se llevara el pelo hasta detrás de la nuca. Fue sólo un segundo, pero lo suficiente para descubrirle unas orejas grandes y orientadas hacia delante, mirando al frente. O sea que la chica escondía unas horribles orejas de soplillo, como vulgarmente se dice. Sin embargo, mi ánimo, en vez de apaciguarse se aceleró con más vehemencia y a punto estuve de sucumbir ante los demás encantos que ella mostraba, haciéndome olvidar esas dos enormes parabólicas ocultas bajo el pelo. Pero no se trataba sólo de su aspecto físico, sino de la simpatía que desplegaba y de cómo la trataban las chicas aquellas de la oficina. Le llamaban Carol, así que supuse que sería alguna secretaria de otro departamento del edificio. Sin embargo, una de las chicas, la misma que me había recibido, tomó el teléfono, habló con alguien y le dijo que pasara al despacho. Lo curioso fue que no habían pasado cinco minutos desde que Carol entrara, cuando me dijeron que yo también podía pasar. ¡Joder, vaya sorpresa!
Cuando abrí la puerta me encontré frente a un hombre alto y flaco pegado a una nariz ganchuda y enorme. Me extendió la mano derecha para que lo saludara, con la mano izquierda sujetaba un palo de golf. Llevaba un traje de lino gris perla, una camisa azul oscura y una corbata amarilla con elefantitos marrones. Pensé que no empezaba con buen pie, ya que no hay cosa que más saque de quicio a un hombre elegantemente encorbatado que entrevistarse con otro hombre alegremente descorbatado. Sin embargo, no creo que ese tipo se fijara demasiado en mi aspecto, pero sí me dejó fuera de combate cuando salió hablando un español más que correcto.
--Mi nombre es Ralph Barry y soy el director del estudio.
--Mucho gusto en conocerle.
--Y ésta preciosidad que está aquí sentada se llama Carol Wiley, una de nuestras mejores guionistas. Ella va a ser quien le ayude en su trabajo.
Era la segunda vez que el destino me dejaba sin habla. La primera fue cuando me dieron la noticia de que me compraban los derechos de la novela. Pero creo que esta vez fue mucho más agradable, pues sólo de pensar que iba a trabajar con esa preciosidad de mujer se me aflojaron de repente todas las junturas del alma. Sin hablar del temblor de piernas que me entró cuando ella vino a mí para darme dos besos de bienvenida. Todo muy reglamentario en el fondo, pero con el agravante de que la sonrisa de la señorita Wiley era un añadido imprevisto que aumentaba mis inquietudes y, sobre todo, mis expectativas.
Y otra cosa muy agradable fue que tanto el señor Barry como la guionista asignada se mostraron muy amables al decirme que les había gustado mi novela y que esperaban de mí que hiciera un buen trabajo respecto al guión. También me dijeron que el trabajo tenía que estar terminado en seis meses y, sobre todo, que confiara en la profesionalidad y experiencia de la señorita Wiley. El señor Barry no se cansó de insistir en esta cuestión.
--Trataré de no decepcionarles –les dije, tratando de poner mi mejor sonrisa española.
--Estamos seguros –contestaron los dos al mismo tiempo.
--¿Cuándo empezamos? –pregunté.
--Esta tarde estaré en tu casa a las cuatro en punto --dijo la señorita Wiley--. ¿Te parece bien?
--Me parece perfecto.

IV

Busqué a Johnny en el bar y allí estaba, tomándose una cerveza con patatas fritas. Le dije que me llevara a casa. Eran las doce y media y tenía que preparar el campo de batalla para los seis meses de trabajo que me esperaban. La idea de pasar medio año en compañía de aquella preciosidad parabólica que acababa de conocer me hacía creer en la humanidad más allá de lo razonable. Quiero decir que era feliz como un niño en el primer día de sus vacaciones veraniegas. Sin ningún género de dudas, me gustaba aquel mundo nuevo en el que había aterrizado no hacía todavía veinticuatro horas. Ni un día llevaba en Hollywood y ya empezaba a ser un tipo importante. De repente, de una ventana de la última planta de un edificio blanco, asomó una cabecita de mujer y gritó con todas sus fuerzas:
--¡Estoy tan cuerda como cualquiera de ustedes!
Johnny me dijo que se trataba del edificio de escritores, así que la mujer que gritaba sería una guionista encerrada con llave en su despacho hasta haber terminado el trabajo.
--Usted ha tenido suerte de que le permitieran trabajar en su casa. 
--Ya lo veo.
No tardamos ni media hora en llegar a Malibu, apenas había tráfico y para mí que Johnny estaba especialmente motivado para conducir. Imaginé que había sido la cerveza lo que le había empujado a emular las glorias del viejo Fitipaldi. No me atreví a decirle que calmara sus ansias de victoria, anque no creo que me hubiera hecho caso.
Cuando llegué a casa me encontré a la mujer de Johnny, una colombiana bajita, tetuda y culona llamada María, efectuando las labores de la casa. A Johnny se le había olvidado advertirme de tan agradable y práctica novedad. Otro regalo del estudio, me dije. De cualquier forma, entregué al matrimonio una lista de alimentos para comprar en el supermercado. No me importó lo más mínimo el hecho de cambiar de vida, pero estaba seguro de que aún no estaba preparado para modificar un ápice mis hábitos de comida.
Carol Wiley, tal como dijo, se presentó a las cuatro. Vestía de la misma manera que por la mañana, es decir, con un pantalón vaquero de color negro y una camiseta también negra. También traía puesta la misma sonrisa. Mis sentimientos amorosos comenzaron a agudizarse desde el mismo momento en que los dos nos sentamos en la mesa de comedor del salón, desenfundamos nuestros respectivos ordenadores,  sacamos los papeles a la luz, nos colocamos las gafas  en la punta de la nariz, las de ella eran unas gafas muy modernas de pasta roja, y a mí se me ocurrió decir algo así como: 
--¿Quieres un café?
--Sí, por favor.
--Si no eres hispana, ¿cómo hablas tan bien el español?
--Mi padre era diplomático y vivimos quince años en Costa Rica.
Luego me demostró que se sabía la novela de memoria y he de decir que nuestros puntos de vista con respecto a la adaptación cinematográfica eran muy parecidos. Me inflé como un pavo cuando ella me dijo que estaba asombrada por mis conocimientos de cine y de literatura americana. Desde luego a ella no le resultó demasiado sencillo que yo asimilara el método para escribir un guión, algo bastante distinto a todo lo que había escrito hasta ese momento. Carol me explicó que a los actores no les gustan los diálogos muy largos y enrevesados y con palabras difíciles y rebuscadas. 
--Recuerda –me dijo—que Fitzgerald no triunfó como guionista porque sus diálogos eran demasiado literarios.
También me advirtió que el presupuesto de la película comenzaba a fraguarse en el mismo guión y que desde el primer momento había que tener en consideración que cuanto más dinero ahorráramos al estudio nuestras carreras como guionistas durarían mucho más, sobre todo en estos tiempos de crisis económica. Me explicó que a veces los guionistas, como el dinero no sale de sus bolsillos, escriben escenas imposibles de rodar o carísimas de financiar. 
Aquel primer día de trabajo lo dedicamos a establecer los ámbitos de la acción y, sobre todo, el nombre y las características de cada uno de los personajes. Había que cambiar la ciudad de Madrid, que es el lugar donde transcurre la acción en la novela, por la ciudad de Los Ángeles; y también el nombre de los personajes, americanizándolos todo lo posible. La verdad es que tal actividad nos llevó varios días, los justos para que se instaurara entre nosotros una relación de confianza y camaradería que al menos empezaba a rayar en la amistad. Me refiero, claro está, a la verdadera amistad. No es que me contara gran cosa de su vida, salvo que nunca se había casado y que su padre estaba jubilado y que su madre la llamaba todas las noches para contarle banalidades de su vida. También me dijo que tenía un hermano mayor en Chicago y otro menor en Mineápolis.
La mayoría de los días se quedaba a cenar conmigo. Estaba emocionada con las tortillas de patatas y las ensaladas de tomates, lechuga, huevos duros y cebolletas que yo le cocinaba. Ella quiso un día llevarme a un restaurante de la zona y fuimos a uno que se llama Dukes Malibu. Al final de la cena, trató de pagar ella la cuenta, pero le dije muy en serio que los españoles no dejábamos que las mujeres se ocuparan de esas cosas. La verdad es que me costó la broma la friolera de setecientos dólares, un buen palo para lo que yo estaba acostumbrado a pagar en Villaval. Pero me dije que para qué demonios quería tanto dinero como me había pagado el señor Barry.
La cena habría sido muy agradable si Carol se hubiera abstenido de darme un recital ideológico. Insistió al final de la velada sobre sus teorías feministas, argumentando que la caballerosidad mostrada hacia ella era propia de tiempos muy remotos y, que además de otros detalles que había captado hasta ese momento, el asunto del pago de la factura le había convencido de que aún guardaba en mi interior demasiados vicios machistas que debía subsanar cuanto antes. Pero no me habló solamente de feminismo, sino que se introdujo de lleno en el campo siempre espinoso de las ideas políticas, manifestándose como una chica radicalmente de izquierdas. La verdad es que me dio la impresión de que a Carol lo que le gustaba en realidad era arrastrar el fardo de todas y cada una de las indignaciones de la época. En España, desde luego, uno ya había conocido a más de una con la misma tendencia, y me dije que ese modelo de mujer comprometida debía de estar muy extendido por el mundo. No tardó mucho en preguntarme si yo también era de izquierdas.
--¿Cuantos guiones te ha comprado el estudio? –le pregunté a bocajarro.
--Veinte en diez años que llevo escribiendo –me respondió con cierto orgullo brillándole en los ojos.
--¿A medio millón cada uno?
--Unas veces más y otras menos.
--Pues entonces, contestando a tu pregunta, creo que yo aún no soy lo suficientemente rico como para ser de izquierdas. Tal vez pueda serlo dentro unos años. Si es que sigue la racha.
--¿Sabes que eres algo cínico?
  

V

Fue muy entretenido y aleccionador escribir aquel guión en compañía de Carol Wiley. Ni que decir tiene que yo terminé perdidamente enamorado de ella, y cuando aparecía por la mañana, con aquella sonrisa tan radiante y diáfana, me derretía como la mantequilla en la tostada caliente del desayuno. Recuerdo que llevábamos cinco meses trabajando y estábamos a punto de terminar el guión cuando decidimos abordar las escenas de cama que tendrían que rodarse en la película. Las habíamos dejado para el final para establecer, a tenor de cómo se hubiera desarrollado la historia, la intensidad emocional que precisarían mostrar los personajes.
--Creo que tu personaje tiene todo el aspecto psicológico de ser un verdadero desastre en la cama –me dijo, mirándome muy fijamente a los ojos. 
Lo cierto es que no detecté ninguna insinuación maliciosa en aquella suposición. Al menos, en aquel momento. Incluso estuve a punto de sucumbir bajo el fuego azul de sus ojos. Todo lo que llegué a pensar fue que necesitaba decirle que la quería y que estaba enamorado de ella y que era la mujer que siempre había soñado y, sin ninguna duda, la mujer que el destino, desde el principio de los tiempos, me tenía reservado. Pero no me atreví a confesárselo y opté por seguirle la corriente en sus descabelladas teorías sexuales acerca de mi personaje.
--No sé por qué razón mi detective ha de ser un desastre en la cama. ¿De dónde has sacado esa conclusión? Desde mi punto de vista, no creo que haya en toda la novela indicios suficientes para afirmar algo semejante. Todo lo contrario. Sin embargo, si es lo que tú piensas, estoy dispuesto a estudiar ese aspecto.
Entonces me dijo que sí, que yo tenía razón al decir que en la novela no había pistas suficientes para defender una idea tan temeraria, pero que podíamos aceptar lo que ella pensaba por la sencilla razón de hacer algo diferente, ya que casi todas las escenas de sexo rodadas en Hollywood suelen dar por supuesto la idoneidad sexual de los amantes.
--¿Te imaginas el efecto que ejercería en el espectador si resulta que el héroe es un amante imperfecto? ¿No lo humanizaría? Además, mi idea está basada en las estadísticas que se manejan al respecto.
--¿Qué dicen las estadísticas?
--Pues nada menos que el ochenta por ciento de los hombres dejan mucho que desear en la cama.
Lo más extravagante fue que, para escribir las escenas de sexo, a Carol se le ocurrió el atrevimiento de que primero había que ensayarlas al natural, proponiéndome que subiéramos al dormitorio para llevarlas cabo y trabajar luego con conocimiento de causa. No es difícil imaginar qué tipo de temblores me sacudieron cuando comprendí lo que esa chica pretendía. Bueno, para empezar, no me salía la voz de la garganta ni me llegaba la camisa al cuerpo, simplemente me limité a decir que sí con la cabeza y a liderar la marcha hacia el piso de arriba.
Desde luego, cuando llegamos al dormitorio, me quedé quieto como un estafermo, paralizado, como a tres metros de la cama. De ninguna manera quería ser yo el que marcara el ritmo de la acción. Así que fue Carol la que retiró la colcha y luego se echó sobre la cama, vestida como estaba, pidiéndome por favor que me pusiera encima de ella. Yo cumplí la orden con la mayor diligencia que pude y, como ella me dijo, clavé los codos junto a sus costados, con mi cara pegada a la suya, mas nervioso que la llama de una vela en plena corriente de aire. Entonces ella me explicó, como si yo fuera un ignorante en la materia, que esa era la postura más normal entre los amantes, y que nuestro personaje, al adoptar precisamente tal posición, tenía que caerse a plomo sobre la mujer y clavarle el codo en un costado, justo a la altura del bazo y además dándole un cabezazo en la nariz.
--¡Hazlo tú, por favor, cáete a plomo sobre mí!
--¿Tengo que darte el cabezazo?
--Mejor será que simplemente lo señales.
Realicé el ejercicio que me impuso y caí sobre su cuerpo tal como me había indicado; entonces ella empezó a resoplar y a gritar como una loca y a empujarme con todas sus fuerzas. Obviamente, yo terminé la escena tumbado sobre la alfombra, patas arriba, después darme un cabezazo contra la pared. Me dijo que así tenía que gritar y resoplar nuestro personaje femenino cuando el hombre se le cayera encima, pero no de placer sino de dolor, tratando de defenderse. Volvimos a intentar otras posturas y nuestro héroe volvía a fracasar y a provocar una serie de daños corporales a su amante. Pero fue durante el beso que me dijo que le diera, según ella para mostrar la impericia del hombre, cuando yo conseguí animarme con uno de esos calentamientos globales que tanto preocupan a los estudiosos del planeta. Porque yo la besé, esa es la verdad, con toda la sabiduría y pericia que fui capaz de encontrar dentro de mí, pero cometí el error de elegir ese preciso momento para expresarle todos mis sentimientos. Quiero decir que le abrí mi corazón de tal manera que fui capaz de confesarle, cuando aún estaba encaramado sobre ella, que la quería con toda mi alma, que estaba enamorado de sus huesos hasta lo más profundo de mi ser, y, lo más importante, que me casaría con ella sin pensármelo dos veces.
Al terminar mi declaración de amor, juro que jamás he visto una cara más aterrada que la de esa chica. Casi no podía articular palabra. De un empujón me hizo aterrizar de nuevo sobre la alfombra, con cabezazo incluido, después se levantó y empezó a gritarme improperios muy desagradables. Me preguntó que si me había vuelto loco de remate y también me dijo que ella no había pretendido, con esos ensayos tan realistas, provocarme sexualmente ni tampoco insinuar que pudiera estar interesada en mi persona. Estaba la tía tan ferozmente alterada que me dijo que en cuanto acabáramos el guión no volvería a verla en mi vida. 
--¡Levántate! --me gritó. 
Y cuando ya estuve de pie, blanco como una pared de cal, va la tía y saca de su bolso la fotografía de una negrita bembona con los ojos muy grandes y brillantes, el pelo rizado y unos pantalones vaqueros tan ajustados que parecía que iba a estallarle el culo de un momento a otro. 
--Todo el mundo en Hollywood sabe que soy lesbiana y que la mayoría de mis guiones tienen como argumento la homosexualidad femenina y el odio a los hombres que son como tú. ¿Es que no te has metido en internet para saber quién soy yo?
--Creí que para saber quién eras bastaba con hablar contigo –le contesté --¿Tú me has investigado a mí?
--Claro que te he investigado y, tanto por internet como por tu novela y, sobre todo, por la relación que hemos mantenido estos cinco meses, he comprobado lo que ya sospechaba de ti, es decir, que eres un machista, un misógino y un auténtico reaccionario.
--A lo mejor te quedas corta en tus adjetivos, no digo que no, pero una vez confesadas tus inclinaciones y ya que me conoces tan bien, digo yo que si no te interesaría casarte conmigo. Puedes tomarte el tiempo que quieras para pensártelo. En serio. 
El portazo que dio a la puerta creo que se oyó en Canadá. Sin embargo, terminamos el guión y desde entonces no volví a ver a Carol hasta el estreno de la película, es decir, hasta un año y medio después. Porque yo he de decir que me quedé a vivir en Los Ángeles, en la misma casa, ya que el señor Barry me contrató de nuevo para adaptar una novela de Graham Greene. Al parecer, le había entusiasmado mi trabajo. La verdad es que yo tenía pensado volver a Villaval y recuperar mi vida tranquila de siempre, pero acepté de inmediato la propuesta. Sólo le puse como condición que me dejara trabajar solo. Él dijo que sí y aquí estoy.  
Cuando estrenaron la película basada en mi novela y en el guión que había escrito al alimón con Carol Wiley, que por cierto se presentó en la fiesta del estreno con su novia la negrita, he de decir que un servidor fue uno de los invitados de honor, aunque ya se sabe que en el cine el mérito se lo reparten entre actores y directores. 
No obstante, al ver la película, me quedé realmente horrorizado. ¡Qué decepción! Y no solamente porque mi pobre gran héroe, mi maravilloso detective privado, hiciera el amor con la torpeza infantil de los patos, sino que estas escenas de cama, donde repito que mi personaje es presentado como un amante imperfecto por la resentida imaginación de Carol Wiley, fueron las únicas secuencias que pude reconocer del guión que yo había entregado al estudio. Todos mis diálogos chispeantes y salpicados de inteligente ironía habían sido suprimidos como por arte de magia. ¿Pudo ser Carol la maga castradora? Seguramente. Cuando se lo pregunté, ella sólo se dignó contestarme con una sonrisa tan maliciosa como reveladora. Sin embargo, todo el mundo me dio la enhorabuena por haber escrito aquel bodrio de guión. Incluso una señora que me dijo que se llamaba Kim, con un pelo rubio maravilloso, unos ojos azules de ensueño y un culo puramente arcangélico, me comentó, al tiempo que sonreía y se colgaba de mi brazo, que estaba segura de que el guión sería candidato a un premio de la Academia. Y es que, señores, esto es Hollywood, por si no se habían enterado.  
FIN 

                   
   
 




                         

                                               

8 de agosto de 2013

YO NO APOSTARÍA POR ESE CABALLO



  


El domingo había salido muy claro y soleado, no tenía nada que hacer y me fui a las carreras. Encontré bastante tráfico desde el comienzo del camino del Pardo hasta llegar al hipódromo. Algunos conductores, víctimas de la impaciencia, tocaban el claxon como si fueran las trompetas de Jericó. Yo puse la radio para calmar las prisas y escuchar un poco de música. Encontré una emisora donde casualmente sonaba una canción que siempre me había gustado, Something Stupid, pero interpretada, no por Sinatra y su hija, sino por Nicole Kidman y Robbie Williams, que es mi versión preferida. Confieso que si esa chica, me refiero a la Kidman, claro está, midiera una cuarta menos y yo una cuarta más ya le habría propuesto una luna de miel en alguna isla solitaria de los mares del sur. Pues sí, empecé a soñar de manera tan descabellada que a poco embisto por detrás al coche que circulaba delante. Y lo curioso es que mi tercer matrimonio acababa de venirse abajo, pero pensar en una mujer así siempre consigue ponerme de buen humor, aunque luego la realidad me golpee la cabeza como si fuera el martillo de guerra de Thor. Me refiero a que me llené de tanto almíbar al oír esa canción, por muy estúpida que sea, que llegué a pensar en que una novia como ella, sigo hablando de la Kidman, bien podría ser lo que yo necesitaba en la vida. No se me ocurrió tener en cuenta que después de vivir tres divorcios y un par de amancebamientos fallidos ninguna mujer querría vivir una pesadilla a mi lado. Pero en algo había que pensar para matar el tiempo, sobre todo si uno iba metido en un cascarón maloliente que si acaso avanzaba dos metros por minuto. Y es que la caravana de coches reptaba por la carretera como una boa que acabara de comerse un muslo de buey. 
Claro que todo el mundo se preguntará que quién soy yo para soñar con una estrella de cine. No deja de ser una buena pregunta. Pues bien, a bote pronto se podría decir que soy algo así como una especie de rata de la literatura, una rata de más de cincuenta años, que necesita nuevas experiencias para escribir lo que la imaginación por sí sola no consigue inspirarle. Y confieso que las carreras de caballo, no sé por qué, siempre me proporcionaron historias más o menos aceptables. La última se la vendí a una revista por cincuenta euros y luego me dijeron que había tenido mucho éxito. Creo recordar que la titulé “El caballo que nunca llegó a la meta”. Aunque ese mismo día perdí cien euros en las apuestas y las ganancias del relato se fueron por la alcantarilla del hipódromo. Naturalmente, no vivo de los relatos, ya me habría muerto de hambre, sino de mi puesto de interventor jefe en una Caja de Ahorros. Quiero decir que no soy un don nadie, por si alguien lo había pensado de antemano y, en consecuencia, tengo derecho a soñar con quien me dé la real gana. Faltaría más.  
Por fin, sin novedades dignas de comentarse, llegué a mi destino. Y una vez dentro del hipódromo, tardé casi media hora en conseguir un buen asiento en la tribuna. Había demasiada gente. Demasiados ludópatas babeando sobre sus boletos, empezando por mí. Así que en la primera carrera aposté diez pavos a una potranca de tres años llamada Daisy y obtuve un premio de veinte. Y juro que no conocía el historial deportivo del animal, ya que lo elegí porque se llamaba como el principal personaje femenino de “El Gran Gastby”, un buen logro literario de Fitzgerald, uno de mis ídolos, pero si tengo que ser sincero he de decir que a mí esa tal Daisy nunca me gustó demasiado, no señor, jamás me cayó bien esa tontita americana podrida de dólares y con el cerebro del tamaño de una aceituna; no obstante, me dio suerte en la ganancia y me dije que siempre que Daisy corriera apostaría por ella. Al rato ya había perdido los veinte pavos por confiar en un penco llamado Romanov, un potro que quedó cuarto en la tercera carrera, dejándome con dos palmos de narices. 
--¿No me diga que ha apostado por Romanov? –me preguntó una desconocida que acababa de sentarse a mi lado.
--Así es.
--¿Quién puede ganar con un nombre así? –volvió a preguntarme la desconocida.
--Ya veo que le gusta la Historia.
--Me gusta ganar y hoy todavía no he ganado nada.
--En la siguiente carrera voy a jugarme diez euros por un potro que se llama Quidam. ¿Le parece bien?
--Yo no apostaría por ese caballo –me dijo con mucha seguridad en sí misma--. Y no es que sea un animal lento, pero acaba de salir de una lesión muy grave. En cambio, le recomendaría que probara suerte con Parmesano. El domingo pasado lo vi en muy buena forma.
Así que los dos apostamos por ese animal y, como por arte de magia, yo volví a recuperar el dinero perdido y ella ganó los primeros euros de la mañana. ¡Joder con Parmesano! ¿Pero quién es esta mujer?, empecé a preguntarme, ya que con el lío de las apuestas y los jodidos caballos no habíamos tenido ocasión de presentarnos civilizadamente. Así que me armé de valor y le pregunté su nombre. Me dijo que se llamaba Ana María y también que venía todos los domingos al hipódromo porque le gustaban los caballos y porque se sentía bien cuando ganaba y no tan bien cuando perdía, como en la vida misma. Eso fue al menos lo que me dijo. Quiero decir que no me habló de su vida ni yo insistí en mi curiosidad para no parecerle demasiado indiscreto, si bien reconozco que me habría gustado indagar en su historia para conocer algunos detalles como, por ejemplo, si estaba casada y todo eso, un dato fundamental para establecer convenientemente las coordenadas de una posible relación. Me fijé en que no llevaba anillo de compromiso ni cosa parecida, en realidad no lucía ninguna joya, pero cualquiera sabe a estas alturas de la Historia. A decir verdad, la tía me pareció desde el principio una mujer de lo más misteriosa. Y lo cierto es que con respecto al físico estaba bastante bien. Era lo que se dice una mujer con mucho estilo y con un aire muy juvenil, aunque para mí ya tendría cumplidos los treinta y ocho, seguramente, y se notaba a la legua que era una de esas mujeres dispuestas a conservar la belleza más allá de lo que les obliga el deber. No se parecía en nada a Nicole Kidman, maldita sea, pero qué más le puede pedir a la vida un tipo de mis hechuras: más bien bajo, algo enclenque, medio calvo y, en cuanto a las mujeres, con un bagaje de rechazos, divorcios y abandonos que hasta le sería ofensivo a un leproso de nacimiento. 
Pero estábamos hablando de Ana María, que sin ser una belleza de Hollywood, la chica estaba como para estar dando saltos de alegría una semana entera y ponerle un par de velas de agradecimiento a San Antonio. Y, si he de ser sincero, en aquel momento no pude comprender cómo una tía así quería pegar la hebra con un tipo como yo. Desde luego, lo que más me gustaba de ella era su pelo castaño recogido en un moño; le daba una aspecto de señora rica y como de vuelta de todo. Sus ojos eran azules y rasgados y su boca amplia y confortable, si bien era de piel muy blanca y algo pecosa y su nariz no era recta, ni mucho menos, sino que se abría desde el final de la frente en un ligero arco que se curvaba hasta la punta. No era una nariz bonita, esa es la verdad, pero daba a su rostro una personalidad y una fuerza que con otra nariz no hubiera tenido. Lo malo de ella es que era más alta que yo, y eso siempre supone un handicap que me condiciona bastante. Yo creo que descalza esa tía pasaba del metro setenta, y a mí nunca me gustó pasearme en público con una mujer que me sacara la cabeza. Me siento ridículo, intimidado y como si yo fuera un ser inferior al resto de la especie. Es una cuestión de principios. Sin embargo, en el caso de Ana María no me costó demasiado hacer una excepción. Al carajo con los principios, me dije.
--¿Aceptaría una invitación a comer? –le pregunté.
--Siempre que sea en Madrid. El restaurante de aquí no acaba de gustarme.
--Conozco un sitio que sí le gustará.
Me dijo que no tenía coche y que al hipódromo siempre venía en autobús. Así que nos fuimos en el mío, un Opel modelo no sé cuantos con más de quince años en sus chapas, y que si frenaba medianamente era por el trabajo meticuloso de la industria alemana, no porque uno lo cuidara, como suele hacer casi todo el mundo, y lo llevara al taller para cambiarle esto y lo otro, nada de eso. El coche sólo recibía alguna atención cuando se paraba, y confieso que por aquel tiempo el muy cabrón había tomado a deseo el vicio de pararse con demasiada frecuencia. Por eso temí que me jugara una mala pasada con Ana María a bordo. Claro que primero sentí verdadero pavor a que ella no quisiera montarse al ver tanta suciedad en el interior, sobre todo por lo bien vestida que iba, con un traje beige de pantalón y chaqueta, tal vez demasiado claro para disimular más tarde cualquier agresión de la tapicería. No obstante, si bien noté en ella una ligera duda al abrir la portezuela, fue de agradecer que disimulara cualquier reacción negativa al respecto. Me dije que sólo por ese motivo merecía ya todos mis respetos. A todas luces, se trataba de una tía de muchos quilates. 
--¿Dónde me vas a llevar?
--A la “Bodega la Ardosa”, en la calle Colón, una taberna donde ponen la mejor tortilla y el mejor salmorejo de Madrid.
--Confío en tu palabra. 
No creo que tardáramos más de veinte minutos en llegar, contando con los diez que nos llevó encontrar aparcamiento. Eran las tres de la tarde y la taberna estaba completamente llena de gente, incluso había parroquianos bebiendo cerveza apoyados en las cubas que habían sacado a la calle. Sin embargo, al poco de entrar quedó una cuba libre y pudimos ocuparla. Creo que nos bebimos una botella de blanco entre los dos, aunque es probable que yo bebiera más que ella. Naturalmente, Ana María quedó encantada con el aspecto antiguo de la taberna y también con todo lo que le aconsejé que comiera. Los ojos le brillaban más que nunca y yo percibí en pleno estómago como una señal avisadora de que había llegado el momento de encauzar la situación hacia su destino final, es decir, bien hacia el fracaso más absoluto o, por qué no, hacia la gloria merecida de los héroes.  
Fue algo así como un impulso repentino, no podría explicarlo, pero le cogí una mano y me la llevé a los labios para besársela. Ella me dejó hacer mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa para mí que entre picarona y de rendición sin condiciones. No sabría decirlo con seguridad. Sin hablar de su mirada azul, muy brillante, tan brillante como un mar embravecido o como la de una gata salvaje convencida de que ha llegado el momento de saltar sobre su presa. Y así fue. Ana María, parsimoniosamente, se bajó del taburete y recreándose en su lentitud se acercó a mí y me besó en la boca, primero con suavidad, sus labios sobre mis labios, para abrirse luego como pétalos en primavera, convirtiendo su lengua de repente en el postre jugoso que me había guardado durante toda la mañana. Confieso que empecé a enamorarme perdidamente de ella, como un colegial de quince años.  
--¿Conoces un hotel cercano? –me preguntó, rozándome una y otra vez la nariz con la suya.
--¿Conozco todos los hoteles cercanos que tú quieras? –balbuceé mientras trataba de parar el temblor de las piernas.
--Sin embargo, querido, hay una cuestión que antes quisiera aclarar contigo –me dijo acariciándome la cara con mucho cariño. Jamás había sentido unas manos más suaves que las suyas. Ni siquiera las de mi madre. Hasta los ojos le ardían con abrasadora dulzura.
--¿Me vas a confesar que eres virgen? 
--No, simplemente que cobro trescientos pavos por servicio –me soltó a bocajarro, igual que si me hubiera metido una bala entre los ojos.
--Debí preguntarte antes si mis encantos serían suficientes.
--Casi nunca lo son, cariño.


FIN

2 de agosto de 2013

HE VISTO COMO LA MIRABAS


I

Después de colgar el teléfono, decidí que yo también iría a Nueva York. Así que llamé a la agencia de viajes y solicité que me reservaran dos billetes de avión, uno para mi mujer y otro para mí. En realidad lo que contraté, además de los billetes, fue una semana completa en uno de los mejores hoteles de Nueva York, el Hotel Plaza. La sorpresa se la llevó Adelina ese mismo día después de cenar. La verdad es que se quedó como si le hubiera dado un aire, ya que después de nuestro viaje de novios no habíamos salido al extranjero. Por España sí que nos movimos con cierta frecuencia: Sevilla, Santiago de Compostela, Barcelona, Madrid, sobre todo Madrid, y en el verano siempre íbamos a Mojácar, donde teníamos un chalecito con vistas al mar. 
Yo soy de Granada y me llamo Leopoldo, Leopoldo Casas, Leo para los amigos y para casi todo el mundo; y mi mujer, como digo, se llama Adelina y ella es de Málaga. Adelina es profesora de Literatura en la Universidad y yo soy farmacéutico. Adelina, cuando nos casamos, era una chica mona, pero con los años se le puso una cara muy rara y sobre todo echó un culo como si le hubiera tocado en una tómbola. Yo tenía una farmacia en la calle Arabial de Granada, pero la vendí hace un par de años, cuando Adelina y yo nos separamos. La verdad es que siempre me ha ido muy bien en los negocios y suelo tener mucha suerte en asuntos de dinero. Se podría decir que soy un hombre con una economía bastante desahogada. Adelina y yo tenemos una hija de catorce años que se llama Virginia, y escogimos este nombre, en realidad lo escogió mi mujer, en homenaje a Virginia Woolf, que por aquel tiempo era la escritora favorita de la casa. Precisamente, Adelina llegó a escribir un libro sobre ella, concretamente de cuando la escritora inglesa vino a España acompañada de Litton Strachey con el fin visitar a Gerald Brenan, que vivía en un pueblecito de las Alpujarras. 
A Adelina, desde luego, le hizo mucha ilusión que nos fuéramos a Nueva York. Quizás ella habría preferido ir a Londres, por aquello de Virginia Woolf y todo eso, pero después me reconoció que Nueva York le vendría bien para tomarse un descanso y luego volver al trabajo con más fuerza. De modo que dejamos a Virginia con mis padres y Adelina pidió permiso en la Universidad, ya que según ella le debían una miríada de días en concepto de vacaciones atrasadas. 
Pues bien, salimos para Nueva York a últimos de noviembre. Lo recuerdo porque el día en que viajamos cumplía yo cuarenta y tres años y lo celebramos en el avión a base de champán, canapés y galletitas saladas. Sin embargo, Adelina no entendió por qué había escogido precisamente esas fechas para el viaje, cuando hubiéramos podido esperar a las vacaciones de Navidad y así ella no habría tenido que pedir permiso ni echar un borrón en su expediente académico. Yo le dije que esos antojos repentinos si no se convierten en realidad al instante, luego no se llevan a cabo y todo queda para otra vez y el tiempo pasa y las oportunidades se van diluyendo en el aire y jamás vuelven a presentarse. No era la verdad, naturalmente, pero ella aceptó mis razones y sin demasiado esfuerzo me dio la razón y, por lo menos, se quedó convencida de que hacíamos lo correcto y nunca más volvimos a hablar sobre aquello. 
Sí hablamos, en cambio, de cosas sin importancia, como la ropa que había que llevar cada uno y del calzado más apropiado para andar por la Quinta Avenida y visitar todos lo museos que Adelina ya tenía elegidos y apuntados en una agenda que se había comprado a tal efecto. Claro que en esa agenda también llevaba anotados los restaurantes que íbamos a visitar, los clubes nocturnos donde nos íbamos a emborrachar y otros lugares para encuentros de intelectuales que ella decía que había en el Greenwich Village. Uno de esos locales era, según Adelina, la White Horse Tavern, muy frecuentado por Djuna Barnes mientras vivió en el barrio. Djuna Barnes era otra de sus escritoras fetiches, ya que la Literatura para Adelina no es otra cosa que un campo de batalla en el que un tropel de escritoras, y si son lesbianas mucho mejor, suelen batirse contra un mundo lleno de hombres feraces. Porque en lo que se refiere a los escritores, solía concederles carta de naturaleza siempre y cuando fueran homosexuales. La verdad es que al casarse conmigo hace dieciocho años no era una feminista tan reivindicativa como lo es ahora. Recuerdo que su tesis doctoral fue sobre Ernest Hemingway, un escritor que por entonces admiraba y que ahora, no sé por qué, odia con todas sus fuerzas. Una vez le pregunté acerca del cambio tan radical que habían sufrido sus ideas y me dijo que yo tenía el honor de haber sido su influencia más determinante. Como es natural, no volví a preguntarle nada al respecto. Desde luego esa ironía era lo que más me molestaba de Adelina. La verdad es que no recuerdo cuándo la dejé de querer, aunque seguramente coincidiría con la época en que ella me dejó de querer a mí. Por eso se extrañó tanto cuando llegué a casa con los billetes de avión para Nueva York. Y no era para menos. Claro que debió parecerle tan tentador el regalo que ni se le pasó por la cabeza los motivos que realmente me empujaban para hacerlo.

II

En el avión lo pasamos bastante bien. Como digo, era mi cumpleaños y lo estuvimos celebrando con una pareja que Adelina había conocido en la sala de espera del aeropuerto. Adelina es una de esas jodidas mujeres que pegan la hebra con cualquiera que se siente a su lado. Él era uno de esos tipos que nadie se atreve a emitir un veredicto por temor a equivocarse. Dijo que se llamaba Luis Alberto y se dedicaba a los negocios. Claro que si hubiera asegurado que era un asesino en serie también lo habría creído al instante. Tenía la cabeza como apepinada y era completamente calvo, y yo a los calvos nunca he logrado adivinarles ni la edad ni las intenciones. Además era tan exageradamente ancho de espaldas que tampoco me habría extrañado si alguien le hubiera pedido un autógrafo como campeón del mundo de lucha libre. Desde luego ese tipo se lo tenía creído y cada vez que hablaba parecía que estuviese imbuido de la infalibilidad del papa. Claro que yo lo calé desde el primer momento y para mí que todo en él era pura fachada y me habría apostado la vida a que era el mantenido de la mujer que iba con él. Para colmo sólo le gustaba vestir a base de camisetas ajustadas, pantalones vaqueros y zapatillas de deporte. No llegué a entender cómo un zafio de esa categoría podía gustar a la chica que lo acompañaba. Porque esa chica era una chica con clase y de exquisito gusto en el vestir y de una delicadeza casi célica en cada uno de sus movimientos y manifestaciones. Por eso no entenderé jamás a las mujeres. Al presentármela, Adelina me dijo que se llamaba Julia. 
--Yo tengo una amiga que se llama como usted –le dije. 
--Pues espero que la conserve mucho tiempo –me contestó.
El pelo de Julia es el pelo más rubio que jamás he visto en la vida. Yo creo que se trata de un rubio que brilla más próximo a la plata que al oro. Y es una de esas mujeres que por su blancura de piel uno siente primero la necesidad de rezarles una oración antes que dar cabida a cualquier otro deseo más vulgar y propio de la especie. Me refiero a que en primera instancia es difícil desear a una mujer que parezca la viva imagen de la pureza. Para colmo Julia tiene los ojos muy azules, y su mirada da la impresión de que procede de algún lugar sagrado y misterioso, y no tuve ninguna duda en que ella supo con la rapidez y lucidez del relámpago todo lo bueno y lo malo que se reflejaba en la mía. A Julia sin duda no le gustaba nuestra compañía, pero Adelina se mostraba tan decidida a no dejarles volar por su cuenta que la chica no tuvo más remedio que aceptar su rotundo fracaso y entregarse por completo a lo que el destino le deparara. 
Una vez en nuestra habitación del hotel, tiñendo mis palabras con toda la hipocresía que fui capaz de encontrar dentro de mí, traté de convencer a Adelina para que los dejara en paz, pero a Dios gracias sólo conseguí que se molestara y me ganara una de esas broncas que solía echarme cuando me oponía a sus deseos. En realidad, Adelina no quería pasarse toda una semana a solas conmigo, así que se pegó a la pareja como una sanguijuela y los cuatro fuimos inseparables durante toda la semana que estuvimos en Nueva York. 
Naturalmente, como ya me esperaba, Julia trató de evitar en todo momento que su mirada coincidiera con la mía. He de confesar que me resultaba muy difícil dejar de mirarla, y mucho más no desearla en cualquier lugar dónde estuviéramos, ya fuera en lo alto del Empire State o tomando unas cervezas en la White Horse Tavern de Djuna Barnes o admirando los cuadros del museo Metropolitano o cenando en el restaurante Baboo o escuchando buena música en el Birdland Jazz Club de la calle 315 Oeste. Jamás me cupo la duda de que ella disecaba a la perfección cada uno de los pensamientos que transitaban mi cerebro como aves migratorias. Y confieso sinceramente que yo empecé a desesperarme porque en ningún momento podía hablar a solas con ella, ya que la muy zorra no se separaba o bien de su novio, o lo que fuese ese acompañante que llevaba, o bien de Adelina, de la que se colgaba del brazo con toda desfachatez y como si se conocieran de toda la vida. No sé por qué razón, pero casi prefería que se colgara de él, ya que el hijo de perra resultó que no era tan mala persona como a mí me pereció desde un principio. El tal Luis Alberto era en el fondo uno de esos hombres pastueños a lo que todo les parece bien y que disfrutan como niños con cualquier gilipollez que le salga al paso y luego son más inocentes que los angelitos del cielo. Y como empezó a tener mucha confianza con Adelina, le confesó que se dedicaba a entrenar señoras en un gimnasio que tenía en Madrid, en la calle de Sor Ángela de la Cruz. Y fue en ese gimnasio donde, según dijo, había conocido a Julia.  
No obstante, era tal la tensión que desde el aeropuerto se había establecido entre Julia y yo que llegué a temer que, si cualquier noche me pasaba de copas, la misma ansiedad de tenerla delante y no poderle hablar me pudiera jugar una mala pasada y me hiciera montar un espectáculo de consecuencias imprevisibles. Después, en la habitación, yo trataba de tranquilizarme haciendo el amor con Adelina, pero Adelina estaba segura de que el deseo que me quemaba era porque pensaba en la piel blanca y clara y sedosa de Julia y en el fulgor azul de sus ojos azules. 
--¡He visto cómo la mirabas! 
Y la verdad es que tenía toda la razón. Sin embargo, no me dio la gana de reconocerlo y prefería una discusión en toda regla que la rendición incondicional que ella me exigía.

III

La última noche de nuestro viaje, después de una reñida discusión con Adelina, me bajé al bar del hotel. Todo el mundo sabe que el bar del hotel Plaza es famoso en el mundo entero por una de las películas de Hitchcoch, y si yo no era Cary Grant ni me sentía como él, después de trasegarme dos copazos de una excelente malta escocesa estuve a punto de suplantarlo. Sobre todo cuando vi que Julia venía hacia mí con el mismo vestido negro que se había puesto para ir a cenar al restaurante Daniel. Para mí que los dos martinis que se tomó como aperitivo le dieron la valentía suficiente para presentarse delante de mí como si no hubiera pasado nada. ¡Y de qué manera tan sublime maltrató el alfombrado hasta llegar a donde yo estaba! Casi me desmayo allí mismo. Me dijo que Adelina le había llamado para darles las buenas noches y que de paso le había comentado que yo me había enfadado con ella y que estaba en el bar. No me lo podía creer. Julia, más radiante que nunca, estaba delante de mí y sin el pesado fardo de ese acompañante suyo de espaldas ciclópeas. Era el momento que yo había esperado durante toda la semana para decirle todo lo que sentía. 
Lo primero que hizo ella fue darme dos besos, luego pidió otra malta escocesa, encendió un cigarrillo y me echó el humo a la cara. Y fue ella la que con toda desfachatez tomó la palabra.
--¿Cómo te atreves a mirarme de esa manera delante de todo el mundo, acaso has perdido el juicio? Además, ¿qué haces tú en Nueva York? ¿Es que me has tenido vigilada por algún detective y conoces todos mis movimientos? Te recuerdo que llevas más de un mes sin aparecer por Madrid y pensé que yo no te interesaba un carajo. Sé que te debo mucho y que si estoy viva es gracias a ti y también que me devolviste la dignidad y me regalaste el piso donde vivo, sin olvidarme de que me mantienes holgadamente y no me falta de nada y te juro que te estaré eternamente agradecida por todo, pero no tienes derecho a jugar con mis sentimientos. Yo te quiero y necesito que estés conmigo con más frecuencia, al menos dos fines de semana al mes, tal  como habíamos acordado. No te pido que te divorcies y te cases conmigo entre otras cosas porque no tengo ningún derecho a exigírtelo, pero al menos respétame como la mujer que tú has querido que sea. De lo contrario, dame la libertad para irme con quien yo quiera y me apetezca. Soy una mujer que vale la pena y necesito que me amen y que me deseen y te aseguro que hay muchos hombres como Luis Alberto que están dispuestos a darme todo lo que yo les pida. Así que tienes que decidir ahora mismo si al menos vas a respetar el pacto que establecimos hace ya más de cinco años.
No me lo podía creer, pero en ese momento habría hecho el amor con ella. Sí, yo le salvé la vida, porque casualmente me encontraba a su lado cuando trató de tirarse a una vía del Metro de Madrid, y desde entonces me he responsabilizado de ella y la he mantenido como amante y amiga. Sin embargo, por primera vez desde que la conocía, me di cuenta de que estaba perdidamente enamorado de ella, sí, allí mismo, justo en el bar del Hotel Plaza de Nueva York, y también supe en aquel instante que jamás volvería a separarme de ella. Así se lo dije y se lo juré y hasta me puse de rodillas para pedirle que se casara conmigo. Ella me levantó y volvió a besarme y después noté que en sus ojos aparecían algunas lágrimas y en sus labios una sonrisa de felicidad. De repente, nos dimos cuentas de que Adelina y Luis Alberto estaban como a cuatro metros de nosotros y que probablemente habían sido testigos de toda la escena. Así que consideré con acierto, al menos eso es lo que ahora pienso, que no habría un momento mejor para contarles toda la verdad y dejar las cosas claras entre nosotros. Después me dijeron que estuve como quince minutos fuera de combate. Y es que ese tipo del gimnasio no era tan angelito ni tan ingenuo como yo pensaba y, para mi desgracia, tenía la pegada de Rocky Marciano. Aunque no creo que mi sangre llegara hasta el río Hudson. 
FIN