Madrid 16 de marzo
Después de esquivar a uno de
mis “odiadores” más importantes y queridos, he tomado el aperitivo en Casa Camacho:
caña de cerveza y patatas bravas. No sé por qué razón, pero hoy me he levantado
con un vago sentimiento de hombre del pueblo, algo extraño en mi persona. Así
que he volado hasta la calle de San Andrés, casi esquina a la plaza del
Espíritu Santo, para darme un baño de casticismo madrileño. No en vano se trata
del barrio de Maravillas, donde todo el mundo tiene el aspecto de haber leído a
Jean Paul Sartre. Recuerdo que un servidor de ustedes se atragantó con “La nausea”
en un cuartel de Burgos, mientras le regalaba al ejército y a la patria uno de
mis años físicamente más floridos.
A
las tres almuerzo en “Salvador”. Habas con jamón y vino tinto. Como ustedes
saben, Pitágoras prohibió las habas a sus adeptos. Es posible que en su
composición molecular puede que exista algún componente químico altamente
perjudicial para la práctica de alguno de los ritos pitagóricos. Me refiero,
claro, a los ritos desarrollados en los misterios eleusinos. Desde luego es
innegable la influencia de la bioquímica, lo puramente cerebral, en los procesos
de la mente espiritual. Creo recordar que hay fármacos recetados en psiquiatría
que incluyen a las habas en su lista de contraindicaciones.
Doy
un paseo hasta los confines de la calle de Alcalá. Tengo reservado un libro de
relatos en una librería de viejo que hay en pleno barrio del Carmen. Los relatos
son de John Cheever, un buen escritor de cuentos, según el samaritano que me lo
recomienda. Hace calor y a la vuelta me siento en la terraza del Cappuccino. Pido
un café solo con hielo y abro el libro. No leo el primero de sus cuentos, “El
nadador”, que es el más famoso de todos gracias a la interpretación magistral
que Burt Lancaster hace del personaje en la adaptación cinematográfica de Sidney Pollack. Me
refiero a que elijo otro cuento para abrir el baile. Se titula “Reunión” y tiene
un argumento realmente serio: el encuentro, después de unos años, de un joven,
que está de paso y sólo dispone de hora y media, con su padre divorciado. Es la
historia eterna de un adolescente en plena búsqueda del padre. Es decir, el
chico que vive el mito homérico de Telémaco al principio de "La odisea".
Sin duda alguna, el encuentro del padre y del hijo que se produce en el cuento
de Cheever es terriblemente frustrante para el joven, ya que el padre es uno de
esos payasos, en el peor sentido del término, que no hace otra cosa, en el poco
tiempo disponible, que avergonzar al hijo con sus salidas de tono. No obstante, la historia está
escrita con mucho sentido del humor, para que el ánimo del lector no se venga
tan abajo como el del propio joven de la historia.
Después
me decido por otro cuento cuyo título me llama poderosamente la atención: “Una
visión del mundo”. Se trata de un título que, como las ofertas del Padrino, me
resulta imposible rechazar. ¿Quién sería capaz de ignorar un
título así? ¿Quién se arriesgaría a volver la página y dejar en el limbo una
nueva concepción existencial de la vida que pueda iluminarnos? De modo que me dispongo
a leer el cuento de inmediato.
Sin
embargo, casualmente, en el justo instante en que termino de leer la primera
frase del relato, aparece mi buen amigo José Antonio de Guzmán y Ponce de León,
que viene de una emisora de radio, donde le han entrevistado sobre un tema que
él domina como nadie: el dandismo y su importancia en la historia de la literatura.
Pide un güisqui con hielo. Después me cuenta que lo difícil de explicar a la
gente es que la elegancia sólo es una condición más en la personalidad del
dandi. ¿Cómo es posible, se pregunta, que una entrevistadora, por muy buena que
esté, no se haya leído el artículo de Baudelaire acerca del tema? ¿Qué
profesionalidad es esa? La verdad es que tuve que animarlo para que no cayera,
aún más, en el descreimiento social. Sin embargo, tiene mucha razón en todo lo
que dice y no creo que nada ni nadie sea capaz de apartarlo de su misantropía.
Es más, cada vez que hablo con él me sumo de buen grado a sus presupuestos
ideológicos. La sociedad que brilla a través de los medio de comunicación, que
es la sociedad que vende, prospera y apabulla al resto, la sociedad del
espectáculo, es cada vez más ignorante, cursi, paleta y mal vestida de todos
los tiempos.
Mi
amigo José Antonio tiene una cosa muy clara, y es que si no fuera por su
perseverancia el dandismo ya habría muerto sin remedio. Naturalmente, se lo
llevan los demonios cuando le dicen que ese futbolista de Madeira es un modelo
de dandi, con la cursilería de esos dos pendientes enormes abrillantándole las
orejas.
Desde
luego José Antonio tiene muy claro que ni las joyas ni la bisutería ni los
tatuajes ni la ropa rota ni la ropa nueva, lo nuevo endominga, dice, ni nada
que brille y llame la atención van con la personalidad del dandi. El dandi pasa
desapercibido, se hace invisible con su ropa vieja, pero de la mejor calidad. Lo
más importante, según José Antonio, es que el dandi mantenga una cierta
distancia psicológica con el resto del mundo. También dice que el dandi es al
mismo tiempo tan estoico como epicúreo, carambola que requiere el ejercicio de
casi todo una vida y demasiadas lecturas. El dandi vive en la búsqueda
constante de la belleza, respira gracias a las emociones estéticas, pero sin mostrárselas
al mundo, sin hacer gala de ellas. De ahí, a veces, su inquietud de coleccionista,
su afición secreta al “bric à brac”, como “El primo Pons”, nombre de personaje
que da título a una novela de Balzac. El dandi jamás dará muestras de sus
sentimientos y emociones, fingiendo una
frialdad que tal vez interiormente no tenga, pero la fingirá de todos modos y
como si en ello le fuera la vida. El dandi, como escribió Pessoa del poeta, es
un fingidor y nada ni nadie le hará perder su compostura. Quiero decir que el
dandismo, en realidad, es puramente una religión, conocimiento de uno mismo,
consciencia despierta y un distante y silencioso amor a la vida. Todo ello
según el evangelio de José Antonio de Guzmán.
A
las ocho de la tarde llego a casa y, tras ponerme la ropa de trabajo, me
dispongo a leer por fin el cuento de Cheever. La primera frase dice así: “Escribo
esto en otra casa al lado del mar…” Sin embargo, de repente, otra interrupción:
suena el timbre del teléfono y he de contestar. Mi corazón se llena de alegría
porque al otro lado de la línea vibra la voz de Dora Malengo. Me dice que está
en Berlín, pero que se ha pasado la noche en blanco por culpa de mi última novela:
“Baja conmigo al infierno”. Algo es algo. Pero lo mejor es que desea verme
cuanto antes y casi me ordena que acuda a su lado de inmediato. O sea que me
siento, no sólo tentado, sino obligado a ir con ella. Y como mi debilidad con
las mujeres resulta tan patológica como patética, le digo que mañana subo a un
avión y salgo volando.
Mi
cena es a base de fresas, aguacates, nueces y yogur. Me meto en la cama y por
fin logro leer en su totalidad el relato de Cheever, aunque con los estertores
propios del sueño. Así que tardo más de la cuenta en llegar al final.
Curiosamente, la visión del mundo a la que alude el autor en su título trata de
ser una visión amorosa, pero tal visión sólo le es factible a través de los sueños,
incluso hasta el punto de confundir el día con la noche. La consecuencia,
finalmente, es una temporada de descanso mental en Florida. Lo que no está nada
mal.
Me
ha gustado John Cheever, en efecto, aunque en este último cuento, “Una visón
del mundo”, el autor, por un momento inquietante de zozobra mental, ha sentido el
prurito de ponerse solemne y algo transcendente. Sin embargo, felizmente, ha
resistido la tentación y ha mantenido la historia al mismo nivel del suelo
embarrado de los vivos. Un escritor de novelas y cuentos jamás debería morir en
el intento de la trascendencia. Para ese menester ya están los ensayos, los
artículos, las encíclicas, las tesis doctorales e incluso la poesía. Porque ni
siquiera la Mitología, que trata de dioses y héroes, abandona el tono mundano
para contar sus historias. Recuerden que Praxíteles, para esculpir nada menos
que la estatua de la diosa Afrodita, se valió del cuerpo y el rostro de una ramera
a la que el pobre infeliz amaba apasionadamente. Su apodo era Friné, el de la
ramera, claro, aunque su verdadero nombre, según escribe Roberto Calasso, era
Cratina. Por cierto, también nos dice Calasso que la frivolidad que reflejan
las diosas de Giovanni Tiepolo, el gran pintor veneciano del Barroco, es una medida
benévola de cortesía con el fin de evitarles una apariencia de inútil solemnidad.
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