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20 de diciembre de 2014

WALDO LYDECKER





Reconozco que me ha sorprendido gratamente que me haya citado en este restaurante neoyorkino, “La Grenoulle”, mucho más lujoso y de mejor calidad culinaria que donde me hacía comer esa vieja bruja de la Caspary. Le aseguro que de esa señora sólo me gusta su nombre: ¡Vera!, como el personaje de uno de los cuentos crueles de Villiers. ¿Ha leído a Villiers? No esperaba menos de usted. Pero estábamos hablando de mi creadora, Vera Caspary, ¿se ha fijado en esas narices que le sobresalen en pico casi hasta la barbilla? Ni siquiera sus ojos azules son capaces de dulcificarle el rostro. Pues sí, amigo mío, esa bruja de cuento infantil no supo entenderme. En primer lugar me convirtió en un hombre obeso y le aseguro que no conozco a ningún dandi que sea obeso. Y yo soy un dandi. Ya lo creo. Pertenezco a esa sacrosanta religión. Porque el dandismo, como bien dijo Baudelaire, es una religión. No entiendo cómo algunos han otorgado a Balzac la categoría de dandi. No lo entiendo. Balzac estaba gordo como una vaca charolesa, y, para colmo, su ropa, además de terriblemente chillona, relucía a un alto voltaje gracias a un sinfín de manchas de grasa con más solera que el mejor de los vinos de Jerez.
Como le digo, esa idiota de la Caspary  jamás entendió mi manera de ser. Ella quiso hacer de mi un hombre del que ninguna mujer pudiera enamorarse. ¡Y qué mejor que un tipo de carnes blancas, abundantes y blandas! Así que no me dio la menor oportunidad de enfrentarme de tú a tú con mis rivales. Incluso no se dio cuenta de que uno representaba en realidad el mito de Pigmalión. A decir verdad, no me dediqué a otro menester desde que conocí a Laura Hunt, una chiquilla de veinte años que se presentó en mi casa para que avalara con mi firma la marca de una pluma estilográfica. En seguida advertí, tanto por el físico como por sus maneras y forma de expresarse, que dentro de esa chica habitaba la semilla de una gran señora. Claro que se precisaba de la persona adecuada que supiera cultivar esa semilla, sembrándola en la tierra propicia y regándola atinadamente para que pudiera florecer en todo su esplendor. Así que yo, Waldo Lydecker, traté de erigirme, no en su mentor, como dice la Caspary, sino en su creador y después en su maestro. Quise enseñarle todo lo que sé acerca del mundo y sus placeres y de la forma en que una mujer debe conquistarlo. Me propuse que Laura fuera una gran señora, con un estilo exquisito en el vestir, con unos modales deliciosamente aristocráticos, con una cultura refinada y acorde con la sociedad donde debía moverse. Así que traté de presentarle a todas mis amistades: escritores, pintores, escultores, personajes de la alta sociedad neoyorquina. En fin ya sabe usted, a todo un elenco tanto del mundo artístico e intelectual como del puramente social. Lo más granado de Nueva York. Sin embargo, esa inútil de novelista pasó por alto, tan deprisa como un cometa veraniego, todas mis aspiraciones, describiéndome como un simple mentor sin apenas atribuciones y competencias. Y yo creo que esta carencia narrativa es precisamente la causa de que los lectores no entiendan muy bien mis razones para intentar asesinar a Laura. Un asesinato, en mi opinión, de lo más justificado.
Tan justificado como el sacrificio de la res que ahora nos permite disfrutar de este excelente “steak tartar”. No sé si usted opina lo mismo, pero se ve claramente que la carne es solomillo de primerísima calidad y que ha sido picada a cuchillo, como mandan los cánones. Y permítame decirle que haber elegido esta magnífica cerveza alemana para acompañarlo ha sido una excelente idea por su parte. Yo me habría inclinado por un champán rosé, más acorde con mis preferencias habituales, y si he cedido a su consejo es porque en materia gastronómica siempre confío en la mayor experiencia de los europeos.
No se apure, tenga paciencia, enseguida recuperaremos el hilo de nuestra conversación. Sólo quería participarle que disfruto enormemente con esta comida. Pues bien, si usted me pregunta si prefiero la versión cinematográfica a la novela, le diré que sí. Ya lo creo. En mi opinión es mucho mejor la película. Sobre todo porque tanto los guionistas como el director, Otto Preminger, me dieron un buen trato y supieron comprender mis necesidades con más inteligencia que mi propia creadora, esa vieja bruja. En primer lugar porque eligieron a un actor anatómicamente delgado como Clifton Webb para que interpretara mi personaje. Todo un detalle y un acierto. Recuerde que Webb era bailarín y tenía un aspecto de lo más refinado, si bien por entonces andaba ya por los cincuenta y cinco y, por lo tanto, era bastante mayor que Laura. Obviamente ese fue el principal inconveniente para que ella no se enamorara de mí. Yo creo que si Webb hubiera tenido quince años menos otro gallo me habría cantado. ¿No piensa lo mismo?
Sin embargo, yo soy el único artista que puede firmar esa maravillosa obra de arte llamada Laura Hunt. Y deberíamos reconocer que la elección de Gene Tierney y sus maravillosos ojos verdes para el papel fue todo un acierto. Qué manera de moverse, de hablar, de reír, de mirar, de besar. Cuánta elegancia en todos sus movimientos. Tenga en cuenta que la Tierney tenía veinticuatro años cuando rodó esa película. No le digo más que al terminar mi trabajo con ella, la soplé en los ojos para insuflarle vida y al instante me enamoré perdidamente.
Por desgracia, había algo en el interior de Laura Hunt que la Caspary había colocado a propósito y que yo no sospeché hasta que fue demasiado tarde. Incluso Otto Preminger, respetando la originalidad de la novela, consideró que el nivel de refinamiento alcanzado por la chica no era razón suficiente como para que sus amantes no fueran todo lo vulgares que ella deseara.
Y ese fue el motivo de que me decidiera a asesinarla. Ya estaba escrito de antemano. Ni obra de arte ni nada que se le pareciera. Mi trabajo con Laura terminó en un fracaso completo. No entiendo cómo esa zorra, después de explicarle las bondades de un hombre elegante, inteligente, culto y de gustos exquisitos, prefirió enamorarse de tipos vulgares y gustos deplorables. Tal vez yo no entienda del todo el alma de las mujeres, ¿pero acaso no estaba justificado su asesinato? ¿No tenía yo derecho a destruir, si me daba la gana, mi propia obra malograda?
Sí, en efecto, hubo un tiempo en que esperé una correspondencia por su parte, pero no tardé demasiado en desilusionarme. No me di cuenta a tiempo de que el objeto de mi creación poseía una vida propia y por tanto voluntad de decisión. Y cuando llegó el momento de volar del nido, sus propios instintos la llevaron a enamorarse de hombres jóvenes y musculosos y de una vulgaridad lamentable. Le importaba un bledo su grado de refinamiento. Por eso me dije que, si no iba a ser para mí, no sería para nadie. Laura Hunt era mi obra de arte, eso sí, imperfecta a todas luces, pero mía en definitiva. Y yo tenía todo el derecho a disfrutarla y, si era mi deseo, a destruirla. Sin embargo, ni la Caspary ni Otto Preminger ni sus malditos guionistas tuvieron la sensibilidad y la inteligencia suficiente para dejarme perpetrar lo que en justicia me correspondía. Y, al final, el que se fue al otro mundo fui yo.
¿Le importa que después del “steak tartar” pida este magnífico “faisán a la Santa Alianza” que viene en la carta? Tenga en cuenta que mi glotonería fue idea de la Caspary, pero como he elegido por mi cuenta la exquisita delgadez de Clifton Webb, puedo comer cuanto quiera sin engordar un sólo gramo. ¿No le parece maravilloso? Claro que para usted será aterrador cuando el camarero le traiga la cuenta. Ah, ¿no le importa? Entonces, después del faisán me decidiré por unos quesos franceses y de postre voy a ordenar que me preparen unas “Crêpes Suzette”. Y como se muestra tan generoso, a la hora del café, los puros y “le trou normand”, voy a contarle cómo enseñé a Laura todo lo que ahora sabe acerca de la vida y sus apetitos más sublimes. ¿Que si tocaba el clarinete? Al terminar sus estudios de solfeo, podría decirse que Laura era una auténtica virtuosa. Se me erizan los cabellos tan sólo de recordarlo.
        


10 de diciembre de 2014

GLADYS HUNTINGTON



La señora Huntington, de soltera Gladys Parrish, me esperaba en uno de los salones del Grand Hotel de Cadenabbia. Llevaba un vestido gris perla de seda. Estaba sentada al lado de un ventanal desde donde se divisaba majestuoso el gran lago de Como. Era la segunda vez que yo visitaba esas tierras. Y supongo que la última. Dicen que sus gentes son propensas a la longevidad, y me aterra pensar que voy a estar en este mundo más de lo necesario. La señora Huntington debió pensar lo mismo, ya que se quitó la vida en 1959. Dicen que tomándose un cóctel de barbitúricos a última hora de la tarde, cuando el sol se ponía entre crepúsculos y bostezos de mal tono. Así es, la pobre se suicidó a los setenta y dos años de edad, sin haber saboreado las mieles del éxito literario.
         Nunca fue una mujer demasiado agraciada físicamente, pero la verdad es que me recibió luciendo una sonrisa muy agradable. Aquella tarde no aparentaría más de veintisiete años. Y es que las muertas son aún más coquetas que las vivas. No tardé en preguntarle por su novela más famosa.
         --Publiqué “Madame Solario” de manera anónima. Y hasta muchos años después de mi muerte el público ignoró que yo fuera su autora. Naturalmente, la novela me pareció tan escandalosa que no me atreví a que mi nombre  fuera sobre la cubierta. Me daba muchísima vergüenza. Ahora me arrepiento de aquella decisión. Al menos habría disfrutado de la misma popularidad que consiguió la obra.
         --Pues le aseguro señora Huntington que la novela resulta de una honestidad acrisolada en comparación con lo que ahora se publica. Y es de este asunto, precisamente, de lo que quería que me hablara. Porque, desde mi punto de vista, Natalia Solario es un personaje al que hay que suponer un temperamento malévolo, una de esas mujeres fatales, como muy bien dijo Mario Praz, ya que usted evita por todos los medios ser demasiado explícita en el texto. Lo único que el lector puede captar de su personalidad es una cierta frialdad de carácter, una frialdad que hay que deducir más por sus silencios que por sus palabras. En cambio, los tres personajes masculinos, el hermano, el amante ruso y el joven inglés están muy bien trazados gracias a sus descripciones y, sobre todo, a sus diálogos. Sin embargo, Natalia Solario parece un personaje que vive al albur de los acontecimientos y que, por razones que usted no explica, es esclava de los deseos de su hermano. No está claro, por ejemplo, si el hermano disparó a su padrastro para defender el honor de la madre o por los celos que sentía hacía su hermana. Usted tampoco deja nada claro acerca de la relación incestuosa de los hermanos, ya que deliberadamente omite decirnos cuándo empezó. Deja usted que, a la vista de los acontecimientos, el lector lo suponga todo. Por ejemplo, yo creo que la relación debió originarse en la adolescencia. De otro modo la historia no se entendería. Quiero decir que usted obliga al lector a construir parte de la trama. Me parece que usted ha confiado demasiado en la bondad de los desconocidos. También he de decirle que, en mi opinión, le sobran muchas páginas a la novela. Demasiadas. Además de una infinidad de detalles insulsos. En mi opinión debió utilizar tanta palabrería sobrante para ser más explícita en los hechos escabrosos que ha pretendido contar. Puede que esté equivocado, pero esta novela debió escribirla en primera persona, adoptando usted la personalidad de la propia Natalia Solario. Creo que no fue usted suficientemente valiente. Por otro lado su estilo narrativo es fluido y ameno y no resulta tedioso, ni siquiera cuando lo que cuenta carece del más absoluto interés. Para mí su estilo se me parece mucho al de Henry James. ¿Está de acuerdo, querida?
         --Yo no soy su querida y usted me parece un joven muy petulante. “Madame Solario” es una novela de la que estoy muy orgullosa y le aseguro que en su tiempo consiguió un éxito arrollador. En cuanto a lo que me dice, creo que no ha tenido en cuenta el espíritu de la época en que fue escrita. Comprenda que el incesto era un asunto tabú y demasiado peligroso para que una mujer lo tratara a cara descubierta y con la claridad que usted exige. ¿Cómo podría escribirla en primera persona? Me habrían llevado a la hoguera. Incluso me atrevo a suponer que el incesto sigue siendo tabú en la actualidad. ¿No es así?
--Le aseguro, señora Huntington, que los tabúes de esta época están más relacionados con los problemas del clima que con los del sexo. Al final los hombres hemos conseguido, a fuerza de una voluntad inquebrantable, volvernos completamente estúpidos. Tan sólo sabemos hablar del tiempo.
--También en mi época el tiempo estaba de moda, pero sólo con el fin de saber qué ropa era la más adecuada para salir a la calle. Por cierto, en mi novela también hablo del tiempo, una cuestión ineludible si uno veranea en el lago de Como y pretende salir de excursión cada día. ¿No le han perecido deliciosos los paseos de madame Solario tanto en barca por el lago como andando por los bosques?
--Claro que me han parecido deliciosos, pero también demasiado superficiales, pues no sirven para que el lector tenga una idea nítida del carácter de esa mujer. Pienso que usted ha querido describir a una mujer fría, calculadora, ambiciosa, lujuriosa y salvajemente inmoral, pero necesita que el lector construya ese personaje, pues sólo le ofrece ambigüedad y silencio.
--Si hubiera sido más explícita en la creación literaria del personaje de Natalia Solario, le aseguro que la novela jamás se habría publicado. Le juro que mi intención fue hacer de Natalia Solario una femme fatale, pero la pluma, siempre miedosa, se me congelaba entre suspicacias. Y sí, tiene usted razón al afirmar que sobran muchas páginas, pero esas páginas de más me sirvieron para acolchar los pequeños pasajes de terrible inmoralidad que la novela contiene. También le agradezco que haya comparado mi estilo con el de Henri James. Resulta todo un honor para mí. No obstante mis influencias fueron muchas y variadas. Me refiero, por ejemplo, a escritoras como Jane Austen, George Eliot, Emily y Charlotte Brontë, sin olvidarnos, naturalmente, de escritores como Thomas Hardy y D.H. Lawrence, cuya obra más popular fue un precedente y por supuesto un estímulo para que me atreviera a escribir “Madame Solario”. Pero lo que me parece inconcebible es que en España no se haya publicado hasta hace dos meses. ¿En qué piensan los españoles?
--Los españoles estamos muy ocupados en vigilar y envidiar las vidas ajenas. Una actividad que en cierto modo resulta de lo más entretenida y, desde luego, suple cualquier necesidad literaria. Por cierto, ¿cuál fue el motivo de su suicidio?
--Es usted muy curioso, amigo mío, pero se lo voy a contar con mucho gusto. Me quité la vida porque mi mundo se había desmoronado por completo. Me refiero al mundo de mi juventud, el mismo que yo describo en “Madame Solario”. De repente la tierra se abrió bajo mis pies y todo desapareció ante mi vista, tanto la sociedad en que me sentí plenamente feliz, por muy hipócrita que fuese, como lo más importante de mi existencia, es decir, mi juventud. No fui capaz de soportar cómo mi cuerpo se desvanecía y mis vísceras degeneraban poco a poco sin que yo pudiera evitarlo. Además, no había nada en el mundo que pudiera retenerme. Hasta la buena educación había caducado casi por decreto ministerial. Y, como dijo el Divino, las buenas maneras son más importantes que la moral. Por cierto, ¿acaso se han recuperado en este siglo?
--Le aseguro, señora, que en lo que respecta a los españoles, hemos conseguido perfeccionar hasta límites insospechados todos los cánones de eso que los estetas llaman el mal gusto.
--Me lo temía. Seguramente en América habrá ocurrido lo mismo.
La señora Huntington dirigió la ceremonia del té con absoluta elegancia y presteza. Cuando le alabé la delicadeza de su gestos me dijo que en el Otro Mundo, tanto los americanos como los ingleses toman el té cada día. Y me recordó que ella era una chica de Filadelfia y que las chicas de Filadelfia de su tiempo recibieron una educación exquisita.
--Tal vez algo cursi, no se lo niego, pero le aseguro que quedamos bien en cualquier ambiente. Desde luego entre los muertos hemos causado una gran sensación. Es el motivo de que nuestros salones estén llenos y nosotras tan solicitadas entre la alta sociedad.
--¿Hay clases sociales en el Otro Mundo?
--Naturalmente. Y al que más tiene más se le concede y al que menos incluso se le quita lo que tiene. ¿No lo sabía? Sí, amigo mío, el Otro Mundo es muy clasista y le aseguro que está felizmente jerarquizado. Algunos se van a llevar una gran sorpresa cuando lleguen. Ya lo creo.
La señora Huntington tuvo que marcharse porque había quedado con unas señoras para ir al salón de Edith Wharton, quien celebraba el aniversario de su muerte. Me dijo que la velada sería divertidísima porque acudirían tanto Teddy, el marido de Edith, como su amante, el apuesto Billy Morton.
--Esperemos que el encuentro termine en un duelo.
--¿Hay duelos en el Más Allá?
--En realidad, allí nadie puede morir puesto que todo el mundo está muerto, obviamente, pero ese bestia parda de Hemingway en un periquete es capaz de levantar un ring en mitad del salón; luego les enfunda unos guantes de boxeo a los duelistas y durante un rato se están dando mamporros. Al final, después de los quince asaltos reglamentarios, es el propio Hemingway quien a su juicio levanta el brazo del vencedor. Naturalmente, se permiten apuestas, y le aseguro que me lo paso maravillosamente. Mucho mejor que cuando estaba viva. ¿No le entran ganas de venirse?