DIARIO
Anoche hablé de esa cosa tan
mala que es el Mal con Hannah Arendt, mi amiga judía, la cual se me apareció en
sueños entre una nube de humo de tabaco negro de picadura, colilla y media en los labios, como aquellas vejanconas glaxofonadas de las corralas de Lavapiés. Naturalmente, la invité a una copa de güisqui y aceptó, como
sospechando que la velada iría para largo. Yo es que a esta chica siempre la he
tenido en buena ley y la he leído a menudo, pero no sólo por lo de Heidegger, que
también, sino porque escribió muy derecho y con buena letra acerca de los
totalitarismos y la condición humana, dos asuntos que para mí caminan de la
mano y en paralelo, como hermanos de sangre. Ustedes ya me entienden.
No llevábamos mucho tiempo
hablando de temas tan importantes como el tiempo, en su significado más
climatológico, cuando ella desvió la conversación hacia ese empeño tan suyo y meditado
de otorgar al Mal la dudosa condición de la banalidad. Adviértase que tiene
escrito un libro al respecto, y recuerden también que Hannah Arendt fue
corresponsal nada menos que del New Yorker en el juicio que se celebró en
Jerusalén contra Eichmann, un nazi confeso de las terribles S.S., que fue el
encargado de firmar los transportes de judíos hacia los distintos campos de exterminio. Sin embargo, el muy cabrón se defendió con el argumento de que
él sólo era un funcionario del Estado alemán cumpliendo burocráticamente con su
trabajo.
Así que Hannah Arendt,
siempre tan inteligente, al observar a este individuo y oír sus palabras, se
dio cuenta de que estaban juzgando a un auténtico don nadie, es decir, a un
tipo que por su pequeñez y vulgaridad hacía que el Mal pareciese algo banal. Yo
le dije que, en efecto, tenía mucha razón, pero que la banalidad no formaba
parte de la esencia del Mal, precisamente, sino de la personalidad del
funcionario que se juzgaba. Porque la banalidad del Mal, en caso de que la
hubiere, quedaría minimizada al situarla en las altas esferas del nazismo. Quiero
decir que la cosa se disiparía al entronizarse en la verdadera
guarida del ogro.
Sin embargo, téngase en cuenta que el origen real de las leyes promulgadas
para conseguir el exterminio de una raza, no hay que situarlo, en mi opinión, en
las altas instancias del nacional-socialismo, sino en la misma psique del ser
humano, se llame éste como se llame. Por lo que el juicio a la Historia debería
cambiarse por otro sumarísimo al mismo corazón de los hombres. Seamos humildes,
maldita sea, pero que muy humildes, ya que si aquellos cabrones de nazis fueron
capaces de perpetrar semejante genocidio, además de provocar una guerra mundial
con millones de víctimas, pensemos que cualquiera de nosotros, en las mismas
circunstancias, también estamos psicológicamente capacitados y dotados para realizar acciones
semejantes. El Mal, amigos míos, reina con todo su esplendor en el interior de
los hombres.
Desde mi
punto de vista, es muy importante que entendamos que el “yo” consciente del ser
humano, aquel que con cierta apariencia de libertad decide las acciones, sólo es
una parte muy pequeña de la totalidad de la psique. Quiero decir que más allá
de la consciencia existe lo que tanto Freud como Jung llamaron el Inconsciente,
cuyos contenidos son terriblemente misteriosos y sin duda el origen de la
mayoría de nuestros pensamientos, ideas, decisiones y, sobre todo, de la
mayoría de esos malditos impulsos
repentinos que nos pueden cambiar toda una vida y que ponen muy en duda la
libertad de los hombres.
Pensemos que en los tiempos
antiguos llamaban dioses o demonios a estos contenidos inconscientes de la
psique, y sus actividades están muy bien narradas en la literatura mitológica.
De modo que cualquiera que desee tener, aunque sea tan sólo una ligera noción
de su poder, debería estudiar a conciencia las distintas mitologías de las
culturas antiguas. El estudio de los mitos es una buena manera de conocer algún
aspecto de todas esas energías psíquicas que, por las buenas o por las malas,
tratan de controlar nuestra personalidad y hacerse dueñas de nuestro
comportamiento.
También
les recomiendo la lectura de las obras de Shakespeare, donde se exhiben a
conciencia un buen surtido de arquetipos, que así llamaba Jung a los contenidos
inconscientes. En Otelo, por ejemplo, hallarán descritas parte de esas fuerzas
malignas y nada banales que impulsan a los hombres al asesinato de sus mujeres.
Naturalmente, no deberíamos
olvidarnos de la Ilíada y la Odisea, las dos obras homéricas que describen en
profundidad la mayoría de las acciones humanas. Y si también indagáramos en las
mitologías germanas, seguramente encontraríamos aquellos mitos que impulsaron a
los alemanes a llevar a cabo el Holocausto. La oratoria de Hitler y la
humillación que sufrieron en el Tratado de Versalles, una humillación que casi
les condena a la esclavitud económica, sólo fueron las chispas que activaron
las oscuras energías mefistofélicas escondidas en la psique colectiva germana.
Me refiero, claro está, a las energías que les impulsaron a la barbarie, y les
aseguro que en ellas no hay nada parecido a la banalidad. En mi opinión, el
pueblo judío sólo fue el chivo expiatorio que utilizaron los alemanes para
justificar lo injustificable.
Pues
bien, de todas estas cuestiones estuve hablando con Hannah Arendt, mientras
ella liaba un cigarrillo detrás de otro y lentamente saboreábamos nuestro güisqui
escocés. Curiosamente, a la tercera copa, ella comenzó a disculpar el nazismo
de Heidegger, aduciendo que el filósofo, en 1933, consideró que el nacional-socialismo
era una salida histórica a la terrible crisis de identidad que como pueblo padecían
los alemanes. Hannah Arendt insistió mucho en que Heidegger, sin duda el amor
de su vida, llegó a ser una víctima ideológica de Hitler porque, en el fondo, a
pesar de su inteligencia, era un completo ingenuo en asuntos de política.
También me contó que Heidegger, al tomarse la libertad de discutir algunas
decisiones del Partido, no tardó demasiado tiempo en caer en desgracia y
convertirse en un apestado para la Universidad, siendo cesado en su cargo, y,
por supuesto, enviado al limbo de todos los olvidos. Claro que desde mi punto
de vista, Heidegger, como ya hemos razonado, no sólo fue víctima de la
manipulación ideológica de los brujos nazis, sino también de sus propios
demonios inconscientes, que lo llevaron en volandas hasta el mismísimo corazón
de las tinieblas, como en la novela de Conrad. Tengamos en cuenta que para
vivir se necesita demasiado valor, ya que nuestro peor enemigo lo llevamos
dentro. Tan gerineldo.
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