Los domingos por la mañana, mi hermano el general y yo tratábamos de adivinar cuál de sus dos coches utilizaría las hermanas Ostolaza para ir a misa. Por aquel tiempo, mis padres vivían enfrente de la parroquia de San Francisco, así que desde el balcón del primer piso, el balcón por el que comenzábamos a ver la vida o lo que fuese aquello que sucedía en la calle, podíamos espiar con todo detalle a la gente que esperaba, vestida de domingo, para entrar a la misa de doce, comulgar y escuchar la homilía de don Aniceto, el párroco, que de haber insistido en sus rezos y peticiones habría llegado, por lo menos, a Papa. Pero a mi hermano y a mí sólo nos llevaba al balcón el juego y la intriga de ver quién acertaba la clase de coche que traerían las Ostolaza.
De modo que nada más despertarnos comenzábamos, como dos tahúres tabernarios, nuestras apuestas y, a las doce menos cinco en punto, los dos nos íbamos al balcón para presenciar la llegada y saber quién había acertado y era el más listo de los dos. Obviamente, las apuestas no eran muy altas, claro está, ya que nunca subían más allá de unos chicles o, como mucho, un polo de fresa, que era una barbaridad para como estaban los tiempos, y no digamos ya un helado de corte y de tres gustos, vainilla, nata y chocolate, que habría sido una apuesta imposible, una quimera, para como apuntaba el saldo total de nuestra calderilla.
Pero antes me gustaría aclarar que las Ostolazas podían llegar o bien en un Nash de 1940, un coche que tenían de toda la vida, plenamente domesticado, o en el Chrysler de 1950 que se acababan de comprar y que era el coche que a nosotros nos gustaba que trajeran y por el que mayormente a mí me gustaba arriesgar, confundiendo la realidad con el deseo, cuando me tocaba decidir el primero en la apuesta. Y no es que el Nash fuera un coche sin importancia y de poco valor, nada de eso, ya que se trataba de uno de esos coches negros, imponentes, con un faro exterior, niquelado, brillante, sujeto en la parte alta de un lateral del coche, además de los reglamentarios de delante, muy parecido ese faro de más al que solían llevar los coches de la policía de Chicago para perseguir a los gángsteres y que mi hermano el general y yo veíamos en el cine, pero que en su conjunto, a pesar de todo, al lado del nuevo Chrysler, a mí que no me digan, pero yo creo que el Nash se quedaba en casi nada y como para andar por casa.
El Chrysler también era negro, igual que la mayoría de los coches de la época, pero de un negro distinto, más reluciente y mucho más cargado de níqueles que el otro, el Nash, sobre todo por esas tres estrellas contrachapadas encima del paso de ruedas, seis, contando con las del otro lado, caídas probablemente de alguna constelación misteriosa de estrellas furtivas o fugaces. Sin embargo, eso no era todo, porque lo que más nos gustaba al general y a mí era que las ruedas estaban adornadas por una banda blanca y gruesa que las circundaba. Claro que también nos dejaba atónitos y sin respiración que los cristales de las ventanillas, para colmo de nuestros asombros, fueran verdes como las botellas vacías del vino, y los asientos, tanto los de adelante como los de atrás, jaspeados en grises y blancos, resultando en su conjunto un haiga majestuoso, tan majestuoso y regio como para llevar, por ejemplo, a la reina de Inglaterra a la abadía de Westminster, por si quisiera su majestad tal vez echarle una mirada a las arquivoltas del gótico, un suponer, o visitar la tumba de Dickens, si es que acaso fuera ella aficionada al arte o digamos que a la lectura, por un casual.
Hasta que nos dimos cuenta, claro está, de que la elección de los coches dependía, más que nada, del tiempo que hiciera cada domingo, ya que si la mañana salía destemplada y lluviosa las hermanas utilizaban el Nash, un coche más propicio al mal clima, por lo viejo y mate de sus alerones, más acostumbrados ya al reuma de la herrumbre que el Chrysler, a su vez menos hecho a la vida dura y hambrienta y a los caminos embarrados por culpa de la posguerra de los años cuarenta y sus planes quinquenales y el trigo de Perón. El Chrysler era sin duda el gran señor feudal de la cochera de las Ostolazas, con derecho de pernada y todo, que ya venía muy mal criado de fábrica, y que necesitaba, ay carajo, un asfalto seco y como en mosaico bizantino, más la luz intensa y teatral de las candilejas de una mañana en todo su esplendor, digo yo que para poder lucirse al desplegar sus niquelados de pavo real y presentarse a todo lujo en la puerta de la iglesia. Así que las apuestas desde el balcón se acabaron, pero a cambio el general y yo nos pasamos de lleno a las plegarias y a los rezos para que el domingo amaneciese, Dios mediante, claro y lumínico como una plana sin escribir, aunque luego fuera ventoso e hiciera un frío del demonio. El caso era que las hermanas Ostolazas llegaran, tan guapas como siempre, en el coche que por rango les correspondía, o sea, en el Chrysler, como mandaba la doctrina de entonces, que ya no es la de ahora y encima no dejan.
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