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10 de septiembre de 2013

LA CANTANTE DE JAZZ




Se llamaba Ada Luni y durante un tiempo fue la cantante del club Jazz Band, ese que hay en la plaza de Santa Bárbara, esquina a Orellana. Ada sólo cantaba jazz, blues y temas por el estilo, y decía que su modelo era Karen Souza, joder, eran idénticas, lo juro, la misma cara ancha, los mismos pómulos, la boca grande y sensual, el pelo rubio y puedo asegurar que si uno cerraba los ojos cuando ella cantaba, no te lo podías creer, pero parecía mismamente que fuera la argentina quien estaba sobre el escenario. Sobre todo cuando cantaba “Have you ever seen the rain”. Ni que decir tiene que me tenía comido el seso más allá de lo razonable, y es que yo iba todas las noches a verla, lloviera, nevara o cayera el calor del desierto. En realidad, yo pasaba por un momento muy confuso en la vida y ella tenía la sensibilidad suficiente para hacérmelo olvidar, al menos por un par de horas. Ada se podía pasar toda una noche cantando que allí me tenía, enfrente de ella, tomándome una copa detrás de otra, escuchándola extasiado, sintiendo cómo mi espíritu volaba libremente por regiones desconocidas del espacio. Luego, cuando terminaba el show, había noches en que Ada venía a sentarse a mi mesa y se tomaba las dos últimas copas conmigo. Nunca le dije que me acompañara a casa porque yo sabía que se negaría y jamás volvería a sentarse a mi lado, y la verdad es que no podía arriesgarme a perderla para siempre, ya que esos últimos momentos eran esenciales para que yo me sintiera apegado a la vida. Ada se había convertido en la única persona que lograba sólo con su presencia y su conversación rearmarme una identidad que, como si fuera el agua de un grifo, se me escurría entre los dedos. Mi mujer hacía seis meses que me había dejado y yo no acaba de encontrarme, como si estuviera perdido en el mundo, medio muerto de miedo, y Ada era la tabla salvadora que algún ángel caritativo me había lanzado desde la borda de cualquier barco que navegara cerca de mi naufragio. Uno por aquella época no valía casi nada, tal vez menos que nada, si bien llegado este momento tampoco es que mi cotización esté por las nubes, ni mucho menos.
Lo que quiero decir es que después de tantos meses presenciando una por una las actuaciones de Ada Luni, me enamoré de ella como un colegial quinceañero, al menos así lo creía yo en aquel momento. No se lo dije para no mandar al carajo el idilio medio platónico y medio alcohólico que manteníamos, y también, por qué no decirlo, porque ella estaba coladita por un tipo que iba a recogerla todas las noches al club. Ella, nada más terminar de cantar, se sentaba a mi lado, me sacaba un par de copas mientras escuchaba mis lamentaciones y lloriqueos, luego miraba el reloj y a las tres menos cuarto en punto se largaba con viento fresco.
Esa fue la razón de que yo contratara un detective privado para que la siguiera y me diera pelos y señales de su vida. El detective no tardó demasiado en entregarme un informe de lo más completo acerca de la vida de Ada Luni. Maldita sea, pero todo daba a entender que la tía estaba algo más que colada por un inspector de policía que se llamaba Luciano Ballesta, el mismo guripa que todas las noches iba a recogerla al club. Claro que lo más interesante del informe decía que ese madero estaba casado y tenía tres hijos de dos, seis y diez años de edad. Me pregunté si Ada tenía noticias del estado civil del policía que se metía con ella en la cama hasta las cinco de la mañana, que era la hora en que ese tipo volvía a su casa con su familia y también con la conciencia tranquila por cuidar hasta horas tan peligrosas de los derechos constitucionales de los ciudadanos.
La mujer del madero se llamaba Cristina López, vivía en Aluche y yo le mandé un anónimo confeccionado con letras de periódicos. Nada volvió a ser lo mismo. En primer lugar porque la esposa celosa vació las ocho balas del cargador en la barriga del policía, y si no llega a ser porque la detienen a tiempo también se habría llevado por delante a la cantante de jazz. Creo que a los niños se los llevaron a una institución inclusera del Estado.
Ada estuvo así como veinte días sin aparecer por el club, reponiéndose del ataque de nervios que le entró cuando le dijeron que su amante había sido asesinado y que ella había estado a punto de acompañarle en su último viaje. Pero cuando volvió a cantar, su voz y su tono y el alma que solía poner en las canciones ya no eran lo mismo. Se notaba a mil leguas que no había corazón en su música y la gente, desencantada, empezó a desaparecer del club como por ensalmo. Yo me mantuve en mi puesto hasta el último día de su contrato, pero ella ni siquiera volvió a frecuentar mi mesa ni dejó que le invitara a más copas, como había hecho siempre. Pero aquella última noche me armé de valor y entré en su camerino para pedirle que se viniera a vivir conmigo a mi casa; le dije que yo cuidaría de ella y que nunca le faltaría de nada y que trataría de hacerle feliz y de que olvidase la tragedia que acaba de sufrir. Ella se limitó a mirarme y a sonreír con mucha tristeza en sus ojos, como si de verdad estuviera agradecida, después recogió todas sus cosas, se colgó de mi brazo y los dos nos fuimos por la puerta de atrás.
Hemos vivido juntos cinco años, justo hasta el día en que confiando en su perdón le confesé que yo había sido el autor del anónimo. Recuerdo que era verano y estábamos comiendo en muy buena armonía. Entonces, Ada me miró fijamente a los ojos, se levantó de la mesa y se encerró en la alcoba; a los quince minutos salió con la maleta en la mano, me dijo adiós y se fue de la casa en silencio, tal como había entrado. Sin  mirar atrás.  

FIN                   


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