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16 de septiembre de 2013

ME GUSTAN TUS OJOS DE MUERTA



I

Todos me llaman Beni y soy el dueño del bar Cactus de la calle del Reloj, aquí en Madrid, muy cerca del Senado. No sé escribir muy bien, pero intentaré contarles la historia de Marga Orive, una chica de unos cuarenta años que el poeta y yo nos encontramos tirada a la puerta del bar. La noche era tan fría como un carámbano en las manos, y yo creo que eran más o menos las cuatro de la mañana cuando el poeta y sus tres amigos dieron por terminada su partida de póquer. El poeta era un tipo alto y desgarbado y con el pelo muy revuelto. Se llamaba Lorenzo Cámara y tenía ganados no sé cuantos premios nacionales de poesía. Los otros tres de la partida eran un conde, un psiquiatra y un juez. El caso es que nos habíamos quedado solos el poeta y yo para arreglar unas cuentas de dinero que teníamos pendientes. Y cuando los dos salimos a la calle allí estaba ella, en la acera, tirada en el suelo, con la mirada perdida de los muertos. Pero, qué carajo, la chica no estaba muerta sino borracha, así que la entramos en el bar, la echamos sobre tres mesas que habíamos juntado y llamamos al SAMUR. Sin duda alguna, había entrado en coma, un “delirium tremens” o algo parecido, ya que no respondía a ningún estímulo, ni siquiera al amoniaco que le pusimos debajo de la nariz. Al poeta y a mí nos tranquilizó el hecho de que aún tuviera algo de pulso, así que nos limitamos a ponerle compresas húmedas en la frente y en la nuca y esperamos a que viniera la ambulancia. También le registramos el bolso y por eso supimos que se llamaba Margarita Orive Chillón y que vivía por General Ricardos. Pero no tenía cuarenta años sino treinta, una pena que al alcohol en dosis suficientes envejezca más que la vida. También le investigamos el móvil y llamamos a un número que según ponía en el teléfono era el de su marido. Contestó una voz de ultratumba y cuando le conté lo que ocurría me dijo que hacía cinco años que él no tenía nada que ver con esa guarra borracha. Esas fueron las palabras exactas que pronunció aquel tipo. Le llamó guarra borracha con toda tranquilidad, sin imprimir a los insultos ningún tono de rencor, odio, desprecio o algo parecido. Cuando le pregunté a quién deberíamos informar para que se hiciera cargo de la situación, me dijo que nadie de su familia cargaría con el muerto, ni tampoco nadie de la suya iba a comerse tan fácilmente ese marrón.
--Hace años que tratamos todos de ayudarla a salir de su alcoholismo, una y otra vez, pero a ella no le dio la gana y tuvimos que dejarla por imposible.
Así terminó la conversación con el marido de la mujer que teníamos allí tendida, en medio del bar, sobre las tres mesas que habíamos juntado. Desde luego, a la pobre chica no había por donde cogerla, me refiero a que estaba hecha una piltrafa. No le quitamos el abrigo para que no se enfriara, pero, según todos los indicios, su cuerpo estaba en las últimas por lo delgada y demacrada que parecía. No tenía pechos y su cara tenía todas las facciones de lo más afiladas y unas ojeras negras y profundas y los ojos como perdidos dentro de sus cuencas. Y no hablemos ya de su pelo, un amasijo de penachos desordenados y sin un color que se pudiera determinar con seguridad. La verdad es que daba miedo mirarla y pensé que si la ambulancia no llegaba pronto se nos iba allí mismo. 
Sin embargo, en lo que se refiere a la actitud de mi amigo el poeta me pareció de lo más extraña. Había en su mirada como un resplandor que jamás le había visto y se movía alrededor de la enferma como si estuviera flotando. Incluso me llegó a decir que era la mujer más atractiva que había visto en su vida.
--¡Joder, pero si parece un cadáver!
--No lo entenderías nunca, amigo Beni, pero te juro que jamás he visto tanta belleza en una mujer.
Me dije que sí, que sin duda yo nunca lo entendería, al fin y al cabo yo sólo soy un simple camarero que ha puesto un bar, un zafio ignorante sin cultura ninguna; en cambio, los poetas, los poetas ya se sabe, son únicos para estas cosas y nadie conoce a ciencia cierta qué clase de mecanismos funcionan dentro de su cabeza. Aunque en realidad los otros tres tipos, los amigos del poeta, me refiero a los que vienen a mi bar todos los viernes para jugar al póquer, también son en mi opinión algo estrambóticos. Y los cuatro juntos son ya como para echarse a temblar. 
Para empezar, no entiendo cómo gente tan principal han elegido mi bar para sus partidas de los viernes, como si no hubiera en Madrid otros garitos con más estilo y bastante más lujosos que el mío. Además, esos tipos me han alquilado por dos mil pavos al mes una habitación que yo utilizo como almacén, sin apenas ventilación, llena de cajas de cervezas, botellas vacías de licores y para colmo la luz es la de una bombilla sucia que cae mortecina sobre una mesa de madera medio desvencijada y cuatro sillas de las de  tijera. En el invierno tengo que encenderles una estufa de butano para que no se congelen de frío. Pero lo peor de todo es que yo sé por otras fuentes que los cuatro son muy ricos y que viven en grandes mansiones, incluido el poeta, ya que no se trata de un poeta muerto de hambre en plan bohemio y todo eso, no señor, sino que según mis noticias el muy cabrón vive en un piso de cuatrocientos metros en la calle de Santa Teresa; dispone de mayordomo, chófer, un ama de llaves y tres criadas. Y el caso es que los cuatro son solteros y vienen aquí la noche de los viernes con los trajes más viejos y raídos que tienen en el armario. Eso sí, me exigen que el güisqui sea un chivas de veintiún años, los frutos secos de gran calidad y que nunca les falte una bandeja de dátiles bien gordos. Ya digo que son gente muy rara, sobre todo el conde, don Alfonso Cienfuegos, conde de Sierra Alta, que cada vez que gana una buena mano le da por recitar unas poesías de lo más extravagantes y además va el tío y se pone una mano en el corazón mientras brinda con la otra por un tal Baudelaire, que yo no sé muy bien quien es ese tipo, aunque me da a mí que se trata de un francés, sobre todo por la pronunciación tan afectada que le pone el conde cuando lo nombra. Y luego, la mayoría de las veces, después de brindar por ese franchute, va el juez y vuelve a levantar su copa por el divino marqués, que debe ser algún amigo de ellos porque todos parecen conocerlo en profundidad, pero les puedo asegurar que por mi bar no ha aparecido nunca ese jodido marqués del carajo.

II
Después de que se llevaran a la chica, el poeta llamó por teléfono a sus tres amigos de póquer y les contó lo que había pasado. También les dijo algo así como que la chica era un tesoro y que su aparición había sido para él como el rayo de la muerte, de tal manera que se había enamorado de ella y que jamás había visto una cara igual y que tenían que salvarla como fuese. No sé en realidad qué ocurriría al día siguiente, pero según me contó el poeta, ingresaron a la chica en una clínica privada que tiene el doctor Buendía, el psiquiatra, uno de los componentes de la partida de póquer, a medias nada menos que con el señor conde. Naturalmente, el juez se encargó de todos los trámites legales y la enferma, Marga Orive, quedó en sus manos y bajo su jurisdicción de juez.
La verdad es que los cuatro estaban como locos con su nuevo juguete, sobre todo el poeta, que según me contó la visitaba todos los días, y le llevaba flores para que adornara su habitación y libros de poesía para que se entretuviera. Al parecer a los tres meses la chica estaba como nueva y el poeta había conseguido interesarla. Pero el caso fue que cuando le dieron el alta, ella quiso conocerme para darme las gracias por haberle salvado la vida. Así que el día que se presentó en el bar colgada del brazo del poeta, yo no la reconocí en primera instancia. Confieso que si no llega a ser porque él me lo dice jamás habría adivinada que esa chica con los ojos tan grandes y despiertos que tenía delante era la misma piltrafa de mujer de aquella noche. Bueno, la verdad es que parecía más alta de lo que yo recordaba, aunque seguía tan delgada y su mirada aún no había recuperado un brillo normal que digamos y aunque sonreía y parecía muy animada para mí que todavía estaba un poco triste. Pero lo que más me llamó la atención fue el pelo, un pelo como recién comprado y peinado con un corte moderno y acertadamente teñido de un rubio claro que le hacía juego con sus ojos azules, porque descubrí que tenía los ojos azules, grandes y azules. Pero insisto que fue su tristeza lo que me conmovió, una tristeza que le salía a raudales del fondo de esos ojos, como si hubiera estado allí toda su vida, una tristeza que se encontraba como en su casa y no quisiera abandonarla.  
Una noche se lo dije al poeta. ¿Y saben lo que me contestó? Que era su melancolía lo que a él le gustaba de ella y lo que más le inspiraba para terminar un nuevo libro de poemas que había empezado la misma noche en que nos la encontramos medio muerta en la acera.
--Nunca la he visto tan hermosa como aquella noche –me dijo, mirándome fijamente con unos ojos llenos de lágrimas--. Ahora está viva, y me alegro por ella, pero según pasan los días y vuelve el color a sus mejillas y la alegría a sus ojos va perdiendo interés para mí.
Me dije que no entendería jamás a los poetas ni a esa gente tan rara que jugaba al póquer en mi almacén cada viernes por la noche. Con la chica habían hecho una labor extraordinaria, como para que los canonizaran a los cuatro, pero a medida que pasaba el tiempo, se les veía cada vez menos satisfechos con la buena obra que habían realizado. Creo que si no llega a ser por los dos mil euros que me soltaban al mes a cuenta del garito, una noche cualquiera los hubiera echado a patadas de allí.  
Después de unos meses, Marga se presentó una tarde en el bar. Esa chica empezaba a florecer de verdad y estaba cada vez más guapa y hasta había recuperado bastante peso. Me pareció que se estaba convirtiendo en una mujer espléndida y llena de vida. Sin embargo, me dijo que el poeta ya no era el mismo con ella, que no era aquel enamorado lleno de romanticismo que la visitó y mimó en la clínica durante las primeras semanas del tratamiento. Le dije que tuviera paciencia y que los poetas eran personas muy raras y difíciles de entender y también le conté lo que él había dicho de ella la noche en que la encontramos, cuando estaba tendida sobre las mesas. Entonces ella se quedó muy pensativa, volvió a darme las gracias por recogerla aquella noche y abandonó el local en silencio. 
Pues bien, si les soy sincero les diré que me quedé bastante preocupado, incluso por la cabeza se me pasaron miles de pensamientos, muy oscuros sobre su futuro y también empecé a preguntarme si la chica no volvería a caer en la cosa de la bebida, pues eran ya muchos los tipos que habían pasado por el bar que se emborrachaban después haber estado ingresados en clínicas de desintoxicación y participado en las reuniones de alcohólicos anónimos y después de jurar que jamás volverían a beber una gota de alcohol. 
Así que empecé a pensar que algo iba mal con la chica y, qué carajo, yo también me sentía responsable de ella y pensé que no me gustaría que ella volviera a las andadas y se perdiera por culpa de un poeta loco y de tres tipos degenerados. Incluso les confieso que empecé a enamorarme un poco de ella, sí señor, yo también estuve tan colado por ella como el poeta, pero al revés que él, ya que a mí me gustaba ahora, recuperada, con más de todo que antes, como cualquier persona normal. Y entonces una tarde me fui a casa del poeta, pues yo sabía donde vivía, y después de que él saliera por la puerta me atreví a subir y la encontré llorando y le dije que se viniera a vivir conmigo, que yo la cuidaría a conciencia y que estaba dispuesto a casarme con ella. Sin embargo, ya era demasiado tarde, Marga Orive estaba realmente colada por el poeta y también le noté que había empezado a beber, pues ya no tenía aquel brillo en la mirada y las palabras le brotaban muy lentas y nerviosas y me fui de allí con la pena corroyéndome el alma.
Al poco tiempo me enteré de que Marga, no solo había vuelto a la bebida, sino que le daba a la cosa de la coca y a no sé cuantas drogas más que el poeta le financiaba. Hasta que no pudo más y una noche reventó de una sobredosis. No se lo van a creer, pero el mayordomo los encontró a los dos desnudos en la cama, ella muerta desde hacía más de doce horas y él abrazado a su cuerpo, llorando a lágrima viva y gritando que era suya y que nadie la enterraría y que jamás había visto una mujer tan hermosa como ella lo era en ese momento. Y ahora sé a ciencia cierta que Marga murió claramente por amor, porque por amor volvió a la bebida y por amor se lanzó a toda clase de drogas y así lo decidió al comprender que la belleza que en ella buscaba él tenía que surgir de lo más negro y siniestro de su propia alma. 
Esa misma noche, después de declarar en la comisaría, Lorenzo Cámara, el poeta, se pegó un tiro en el cielo de la boca, dejando esta escueta nota de despedida: Mis queridos amigos, como comprenderéis no puedo dejar que esta chica vaya sola por los oscuros caminos del infierno. Hasta nunca jamás.              


FIN
 



                         

10 de septiembre de 2013

LA CANTANTE DE JAZZ




Se llamaba Ada Luni y durante un tiempo fue la cantante del club Jazz Band, ese que hay en la plaza de Santa Bárbara, esquina a Orellana. Ada sólo cantaba jazz, blues y temas por el estilo, y decía que su modelo era Karen Souza, joder, eran idénticas, lo juro, la misma cara ancha, los mismos pómulos, la boca grande y sensual, el pelo rubio y puedo asegurar que si uno cerraba los ojos cuando ella cantaba, no te lo podías creer, pero parecía mismamente que fuera la argentina quien estaba sobre el escenario. Sobre todo cuando cantaba “Have you ever seen the rain”. Ni que decir tiene que me tenía comido el seso más allá de lo razonable, y es que yo iba todas las noches a verla, lloviera, nevara o cayera el calor del desierto. En realidad, yo pasaba por un momento muy confuso en la vida y ella tenía la sensibilidad suficiente para hacérmelo olvidar, al menos por un par de horas. Ada se podía pasar toda una noche cantando que allí me tenía, enfrente de ella, tomándome una copa detrás de otra, escuchándola extasiado, sintiendo cómo mi espíritu volaba libremente por regiones desconocidas del espacio. Luego, cuando terminaba el show, había noches en que Ada venía a sentarse a mi mesa y se tomaba las dos últimas copas conmigo. Nunca le dije que me acompañara a casa porque yo sabía que se negaría y jamás volvería a sentarse a mi lado, y la verdad es que no podía arriesgarme a perderla para siempre, ya que esos últimos momentos eran esenciales para que yo me sintiera apegado a la vida. Ada se había convertido en la única persona que lograba sólo con su presencia y su conversación rearmarme una identidad que, como si fuera el agua de un grifo, se me escurría entre los dedos. Mi mujer hacía seis meses que me había dejado y yo no acaba de encontrarme, como si estuviera perdido en el mundo, medio muerto de miedo, y Ada era la tabla salvadora que algún ángel caritativo me había lanzado desde la borda de cualquier barco que navegara cerca de mi naufragio. Uno por aquella época no valía casi nada, tal vez menos que nada, si bien llegado este momento tampoco es que mi cotización esté por las nubes, ni mucho menos.
Lo que quiero decir es que después de tantos meses presenciando una por una las actuaciones de Ada Luni, me enamoré de ella como un colegial quinceañero, al menos así lo creía yo en aquel momento. No se lo dije para no mandar al carajo el idilio medio platónico y medio alcohólico que manteníamos, y también, por qué no decirlo, porque ella estaba coladita por un tipo que iba a recogerla todas las noches al club. Ella, nada más terminar de cantar, se sentaba a mi lado, me sacaba un par de copas mientras escuchaba mis lamentaciones y lloriqueos, luego miraba el reloj y a las tres menos cuarto en punto se largaba con viento fresco.
Esa fue la razón de que yo contratara un detective privado para que la siguiera y me diera pelos y señales de su vida. El detective no tardó demasiado en entregarme un informe de lo más completo acerca de la vida de Ada Luni. Maldita sea, pero todo daba a entender que la tía estaba algo más que colada por un inspector de policía que se llamaba Luciano Ballesta, el mismo guripa que todas las noches iba a recogerla al club. Claro que lo más interesante del informe decía que ese madero estaba casado y tenía tres hijos de dos, seis y diez años de edad. Me pregunté si Ada tenía noticias del estado civil del policía que se metía con ella en la cama hasta las cinco de la mañana, que era la hora en que ese tipo volvía a su casa con su familia y también con la conciencia tranquila por cuidar hasta horas tan peligrosas de los derechos constitucionales de los ciudadanos.
La mujer del madero se llamaba Cristina López, vivía en Aluche y yo le mandé un anónimo confeccionado con letras de periódicos. Nada volvió a ser lo mismo. En primer lugar porque la esposa celosa vació las ocho balas del cargador en la barriga del policía, y si no llega a ser porque la detienen a tiempo también se habría llevado por delante a la cantante de jazz. Creo que a los niños se los llevaron a una institución inclusera del Estado.
Ada estuvo así como veinte días sin aparecer por el club, reponiéndose del ataque de nervios que le entró cuando le dijeron que su amante había sido asesinado y que ella había estado a punto de acompañarle en su último viaje. Pero cuando volvió a cantar, su voz y su tono y el alma que solía poner en las canciones ya no eran lo mismo. Se notaba a mil leguas que no había corazón en su música y la gente, desencantada, empezó a desaparecer del club como por ensalmo. Yo me mantuve en mi puesto hasta el último día de su contrato, pero ella ni siquiera volvió a frecuentar mi mesa ni dejó que le invitara a más copas, como había hecho siempre. Pero aquella última noche me armé de valor y entré en su camerino para pedirle que se viniera a vivir conmigo a mi casa; le dije que yo cuidaría de ella y que nunca le faltaría de nada y que trataría de hacerle feliz y de que olvidase la tragedia que acaba de sufrir. Ella se limitó a mirarme y a sonreír con mucha tristeza en sus ojos, como si de verdad estuviera agradecida, después recogió todas sus cosas, se colgó de mi brazo y los dos nos fuimos por la puerta de atrás.
Hemos vivido juntos cinco años, justo hasta el día en que confiando en su perdón le confesé que yo había sido el autor del anónimo. Recuerdo que era verano y estábamos comiendo en muy buena armonía. Entonces, Ada me miró fijamente a los ojos, se levantó de la mesa y se encerró en la alcoba; a los quince minutos salió con la maleta en la mano, me dijo adiós y se fue de la casa en silencio, tal como había entrado. Sin  mirar atrás.  

FIN