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23 de junio de 2013

QUÍTAME EL PERRO DE ENCIMA




A Truman Capote
I

La primera vez que la vi se me puso el cuerpo como de campana grande en día de fiesta mayor. Se trataba de Nora y por entonces ella trabajaba en la redacción de un semanario de actualidad. Horizonte, creo que se llamaba. Hoy, naturalmente, ya no existe. Yo colaboraba para esa misma revista y ella era la encargada de mi sección. Cada semana les mandaba un artículo sobre las bondades turísticas de las ciudades que visitaba. Pero una tarde el correo electrónico dejó de funcionar y me dije que ya era hora de conocer en persona a mi editora. Así que tomé un taxi y le entregué en mano el artículo, como se hacía antiguamente. Había como media docena de mujeres en la redacción, pero ninguna como Nora. Ya por teléfono me pareció que era una mujer especial, sugestiva y distante al mismo tiempo. Había algo en su voz que me cautivaba, y la verdad es que conseguimos tener bastante confianza el uno con el otro. Tanto que yo ya sabía que ella tenía cincuenta años, era viuda desde hacía cinco y que vivía sola en un piso de la Torre de Madrid. También sabía otras muchas cosas de ella, pero que ahora no vienen al caso. Naturalmente, además de que me llamaba Leo Montana y era escritor, Nora también conocía algunas circunstancias de mi vida que yo mismo le había contado. Ella sabía de mí, por ejemplo, que tenía cincuenta y dos años, que era soltero y que nunca había estado casado. 
No obstante, he de reconocer que no se me habría ocurrido pensar que cuando la viera en persona me iba a enamorar tan locamente de ella. No era para menos. Quiero decir que en mi vida había visto una mujer de cincuenta años tan exquisitamente atractiva. Nora tiene el pelo rubio, los ojos azules y el brillo y la esbeltez de una adolescente en el día de su primera cita. A decir verdad, Nora tiene todo ese aspecto triunfal de la esposa de un senador americano de noble cuna. Desde luego, ella debió de notar mi turbación cuando me dio la mano, y yo creo que por eso esbozó una sonrisa algo maliciosa. Sin embargo, cuando le propuse que cenáramos juntos me dijo que eso no era posible. Ya por teléfono me había dicho más de una vez que ella seguía enamorada de su marido y que nunca más saldría con ningún hombre, ni siquiera en plan de amigos. Y, por supuesto, recalcó muy seriamente que no volvería a casarse aunque la vida le fuera en ello. La verdad es que cuando me lo dijo no la creí en absoluto, así que probé fortuna por si al verme cambiaba de parecer, tan pagado estaba yo de mí mismo. Pero Nora se mantuvo en sus principios de viuda fiel, y si bien seguimos hablando por teléfono, como habíamos hecho hasta entonces, le noté que trataba de rehuir los temas personales para ceñirse meramente a los profesionales. Al principio, me resistí al hecho de que las cosas cambiaran entre nosotros, pero me di cuenta de que cualquier esfuerzo por enamorarla no sólo sería inútil sino contraproducente.
II

Pero una noche, cuando yo trabajaba en un artículo, me sobresaltó el timbre del teléfono. Serían las dos de la madrugada. ¡Qué sorpresa! Se trataba de Nora. Ella sabía perfectamente que a esas horas yo estaría escribiendo. Me dijo que no quería molestarme pero que había pensado en lo mal que se había portado conmigo y deseaba pedirme perdón y también que se sentiría muy feliz si la invitaba a cenar de nuevo. Así lo hice. De modo que quedamos para el viernes siguiente por la noche. Cuando colgué el teléfono no pude seguir escribiendo. La esperanza volvió a brillar con luz propia dentro de mí y lo que parecía imposible se convirtió, por una especie de milagro, en altamente probable. Yo seguía enamorado de Nora y, si todo iba como yo esperaba, en los próximos meses le pediría que se casara conmigo. Además, la llamada telefónica se había producido a las dos de la madrugada y eso significaba que Nora pensaba en mí a esas horas tan especiales e íntimas. ¿Sería demasiada vanidad por mi parte pensar que ella no podía dormir por mi culpa? Desde luego, no era difícil deducir que Nora, hasta ese momento, había reprimido a conciencia sus sentimientos hacia mí y que había luchado contra el amor, para sucumbir después a sus devastadores efectos. 
A las diez en punto de aquel viernes, estuvimos los dos en “El Viejo León”, un restaurante francés muy acogedor que hay en la calle Alfonso X. Nora estaba preciosa con su traje negro generosamente escotado. La verdad es que era una noche muy agradable de septiembre y todavía hacía calor en Madrid. Y no sólo Nora me pareció una preciosidad de mujer y tan deseable como si tuviera veinte años menos, sino que me dio la sensación de que ella desprendía un halo mágico, algo así como un fuego invisible de serenidad, inteligencia y, sobre todo, de una peculiar donosura. Lo primero que pensé fue que Nora daba la sensación de haber sido educada en un colegio inglés para señoritas, aunque también pudiera ser que aquel porte suyo y ese saber estar fueran del todo naturales en ella. Desde luego, su imagen estaba muy lejos de la de cualquier empleada vulgar y corriente. No había más que fijarse en cómo untaba el fuagrás en las tostadas y con qué elegancia se llevaba a los labios su copa de Sauternes. Entonces, para acabar con las dudas, le pregunté si procedía de una familia de rancio abolengo. Me dijo que sí. No recuerdo el nombre que me dio de sus antepasados y los títulos de nobleza que enumeró. También me dijo que su familia hacía décadas que se había arruinado y que ella era la única superviviente y que ahora sólo podía contar con su trabajo y con el apartamento de la Torre de Madrid, la única herencia que recibió tras la muerte de su marido.      
Sin embargo, Nora no me permitió subir a su casa hasta la noche de nuestra séptima cena. Claro que he de confesar que hasta ese momento su compañía por sí sola me resulto realmente deliciosa. Y, no sé por qué, pero tampoco sentí una necesidad imperiosa de acostarme con ella. Sabía que tarde o temprano ocurriría y, desde mi punto de vista, era preferible que cuando aquello llegara se hubiera establecido entre los dos una corriente de confianza mutua y, por supuesto, el mismo deseo. Lo más importante fue para mí que Nora daba por hecho que estábamos saliendo y que nuestra relación podría catalogarse dentro de lo que todo el mundo dice que es un noviazgo. Me refiero a que Nora había superado sus antiguos temores de defraudar a su marido muerto y que después de muchas dudas había decidido que la vida aún no había terminado para ella y que todavía le quedaban bastantes años para intentar la conquista de una nueva felicidad. Así que la noche en que decidió que ya era hora de pasar a la acción, me lo dijo con mucha naturalidad y entereza, empleando ese eufemismo tan femenino de invitarme a tomar una taza de café en su casa. Yo acepté encantado, claro está. 

III

Así que paramos un taxi a la salida del restaurante. Nora vive, como digo, en el piso dieciocho de la Torre de Madrid, en la calle Princesa. Recuerdo que nos besamos en el ascensor, como cualquier pareja de novios. En realidad, era la primera vez que nos besábamos. Luego también volvimos a besarnos en el salón, donde por motivos de una nueva decoración había un sofá como único mueble. El piso estaba bien de tamaño y parecía muy agradable. Nora me dijo que lo estaba redecorando y que hasta la semana siguiente no le llevarían el resto del mobiliario. Yo me senté en el sofá mientras ella preparaba el café en la cocina. 
De repente, por la puerta apareció un perro enorme. Era un perro negro. Tan negro como un túnel recién excavado. Confieso que me quedé petrificado ante una presencia tan aterradora. Me dije que sin duda se trataba del mismísimo perro de los Baskerville. Pero lo peor fue que aquel endriago vino hacía mí, me puso una pezuña en el pecho y me inmovilizó en el sofá sin demasiado esfuerzo. Creí que me iba a destrozar la yugular. Yo creo más bien que ese monstruo del averno consiguió mi completa petrificación mucho más con la mirada que con la pezuña. Menos mal que Nora apareció enseguida con una bandeja y las tazas de café. ¡Quítame el perro de encima!, le dije con un hilillo de voz que trataba de salir de mi garganta sin conseguirlo. Nora, muerta de risa, me dijo que no le tuviera miedo, que era una criatura de Dios totalmente inofensiva. Después, muy divertida ella, lo llamó por su nombre, ¡Moltke!, acariciándolo con suavidad para demostrarme que el animalito era dócil y manso. Luego me dio una pelotita para que jugara con él mientras ella se ponía más cómoda. ¡Más cómoda! Eso fue al menos lo que dijo. Y volvió a dejarme a solas con la fiera. 
Entonces, tal como me había indicado, cogí la pelotita y la tiré hacia el otro extremo del salón. El perro salió con mucha vehemencia detrás de ella y regresó corriendo a devolvérmela. Así estuvimos un buen rato, como dos buenos amigos. Yo tiraba la pelota, el perro corría para cogerla con la boca, me la devolvía y vuelta a empezar. Sin embargo, yo no hacía otra cosa que mirar hacia la puerta para ver si Nora regresaba de una jodida vez. Y he de reconocer que cualquier excitación sexual que yo hubiera sentido hasta la aparición del maldito chucho, juro que se esfumó como por encanto. Mi miedo a los perros y a montar en avión son dos estilos de neurosis que he acunado y cuidado como un tesoro durante toda la vida, y juro que no estoy dispuesto a superarlas por muchos psicólogos y terapias que me recomienden. 
De modo que, como Nora no acababa de aparecer, yo seguía jugando con el perro, tirándole la pelotita de lado a lado del salón y de una pared a la otra. Lo malo fue que por el calor había una ventaba abierta de par en par y, en un rebote inesperado y completamente casual, la pelota salió volando hacia el exterior. Desgraciadamente, el perro, supongo que en un impulso incontrolable, se tiró como un poseso detrás de ella, precipitándose desde el piso dieciocho hasta el asfalto de la calle. Pero lo terrible fue que Nora entró en el salón justo en el instante en que el perro saltaba por la ventana. La verdad es que se había puesto mucho más cómoda, ya que sólo llevaba encima un picardías negro y gozosamente transparente. Una verdadera obra de arte aquella señora. Sin embargo, aún tengo vibrando en el corazón el grito que soltó con toda la fuerza de su garganta, como si le hubieran clavado un puñal en el pecho. No lo podía creer, pero al mismo tiempo que ella gritaba me di cuenta de que el picardías sólo le llegaba a medio muslo y que debajo no había señal  de ningún tipo de lencería. Lo siento mucho, pero en aquellas circunstancias yo no sabía qué hacer ni qué decir ni cómo ponerme. Estaba realmente paralizado. Y, para colmo de males, de los labios de Nora empezó emerger, como un géiser abrasivo, la palabra asesino. ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino! Así que me fui de aquella casa para no volver jamás. Abajo, en la calle, la gente se arremolinaba alrededor de un perro muerto. Se trataba de un perro negro, tan negro como el picardías transparente de su dueña. Una prenda como de otro mundo. 

FIN     





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