10 de septiembre
Me despierto a las cuatro y media de la mañana por culpa de unos picores en la piel. Se trata de una treintena de picaduras de mosquito. Una ducha de agua caliente solo me alivia momentáneamente, pero al menos me limpia el sudor. Vuelvo a la cama y me pongo a leer “El extranjero”, de Albert Camus. Recuerdo que esta novela la leí hace treinta años y no me gustó. Desgraciadamente sigue sin gustarme. No la soporto. La cambio por una antología de poemas de T.S. Eliot. Me emociona el que se titula “A los indios que murieron en África”, sobre todo los cinco primeros versos: “El destino de un hombre es su aldea, // su propio fuego y lo que guisa su mujer; // sentarse delante de su puerta al atardecer // y ver a su nieto y al nieto del vecino // jugando juntos en el polvo.” Sobre las seis me quedo dormido. Sin embargo, los picores que no cejan me despiertan a las ocho y media. Me levanto y trato de escribir hasta las doce.
A las doce acompaño a Nora a la farmacia. Compramos un bote de “talquistina”, una pomada alergógena y una caja grande de ibuprofeno. Entramos en el supermercado en busca de unos yogures y una bolsa de nueces.
CUENTO DE NAVIDAD
Me excedía con la última fresa del pastel cuando entró su marido. La cara se nos descompuso a los tres. Lo primero que se me ocurrió, sorprendentemente, fue fijarme en las cortinas de la habitación. Eran verdes y llevaban un estampado floral demasiado chillón para mi gusto. Sin embargo, decidí que serían un buen refugio, no para mi seguridad, sino para ocultar la desnudez. La desnudez ante los demás, sobre todo cuando no va con ellos, es la causa primera de la vergüenza humana. Adán y Eva se avergonzaron, ruborizándose, cuando, después de cometer la pifia injustificable de la manzana, se vieron desnudos delante de Dios. Pero lo peor fue el sonido seco de aquel disparo. Ese tipo ya venía avisado y, por tanto, con la mano bien llena de balas y milímetros parabellum. El médico me dijo que los pliegues de la cortina, como la arrugué en un acto reflejo, acolcharon y desviaron la bala destinada a entrar por la vaguada del ombligo, lo que me hubiera supuesto una muerte súbita por hemorragia. Pues bien, mientras uno se recupera de una depresión postraumática, el matrimonio recompone su relación en Palma de Mallorca. He preguntado por ahí acerca de quién es el tonto de la historia. La verdad, no sé a qué viene una pregunta tan estúpida.
Sábado, 6 de octubre
Después de recuperar por unos días la alegría de vivir, vuelvo a caer, no en el spleen mágico de los poetas, sino en el cansancio inexpresivo de los vagos. La ciudad provinciana se ha manifestado hoy en forma de “maratón”. Cortan la vía principal y las calles se convierten en laberintos experimentales para ratones de cuatro ruedas. Y todo para que unos tarados mentales se abarquillen las rodillas a costa del presupuesto. No hay tiempo más derrochado que el que se utiliza para correr en pos de una meta. Todas las metas de este mundo, no solamente llevan marcado el precio, sino que en el fondo son como trampas de furtivos. Solo me fio de aquel que camina sin saber hacia dónde camina. Mi voluntad desfallece, el trabajo se atasca y el rencor me atosiga contra el mundo.
Así que me permito la licencia dietética de disfrutar con un cruasán de mantequilla, untado de mermelada, y un café con leche. Después trato de dormir. Estoy tan bajo de moral que ni siquiera el cansancio me lleva de la mano hacia un sueño profundo. He de conformarme con un duermevela de escasa eficacia reparadora.
A las diez quedo con unos amigos para cenar, pero ni el vino consigue su objetivo. Llego a casa a las dos de la madrugada y leo hasta bien entrada la noche. Es probable que en invierno viaje hacia el sur.