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8 de abril de 2018

VIERNES 30 DE MARZO

Hoy, Viernes Santo, toca hablar de la muerte de Dios, filosóficamente hablando. En realidad no estoy de acuerdo con la interpretación que la mayoría de los filósofos atribuyen a la frase Nitzsche: “Dios ha muerto”. En mi opinión la única explicación es psicológica. Si el yo consciente es producto de la evolución de la pisque, es normal que cuanta más cantidad de consciencia consiga, más independiente se sentirá de la parte inconsciente, incluso no la reconocerá como tal. Es decir, utilizando los mismos conceptos de Nietzsche, mayor será la distancia entre lo apolíneo y lo dionisiaco. Si consideramos dionisiaco a las emociones que surgen, por ejemplo, al escuchar la música de Wagner, y apolíneo al orgullo intelectual de una interpretación puramente racional. En realidad se trata de la prevalencia de lo racional sobre lo emocional. De ahí que la civilización tecnológica, al prescindir de la emoción generada por el sentimiento, sea puramente apolínea, es decir, materialista y racional. Quien en una procesión está pendiente del manto de la virgen, o si los costaleros llevan el paso o no lo llevan, o si el alcalde se ha olvidado de sacarle brillo al bastón de mando, o si las mujeres de mantilla son feas o guapas, habrá derrochado una energía absolutamente inútil. Me refiero a que su alma no habrá recibido el alimento espiritual que la ocasión demandaba. Claro que también puede que inconscientemente se defienda de las emociones intensas que provoca todo lo dionisiaco, como puede ser la presencia de una talla del Cristo crucificado acompañado del sonido espectral de los tambores. El alma vive de la emoción de un arrobo momentáneo. Ese es el motivo de que tanto la religión como el arte compartan, en realidad, el mismo fin: el alimento del cuerpo y del alma. O como decía Oscar Wilde: “Hay que llegar al alma por la vía los sentidos y a los sentidos por la del alma”. Siempre la dualidad.

Sábado, 31 de marzo
Se ha levantado tanto viento que paso la mañana leyendo el diario de Boswell, metido en la cama. Son impensables las cosas que uno puede decir en un diario cuando se está seguro de que jamás será publicado. Por ejemplo, Boswell comenta la impresión de una mujer ante la presencia amenazante de su miembro: “Se maravilló de lo grande que la tengo”.
Después de leer a Boswell, sobre la una y media, abandono la cama y, una vez en mi cuarto de trabajo, pido al buscador que me proporcione “Las danzas polovtsianas”, que como se sabe pertenecen a la ópera “El príncipe Igor”, de Alexander Borodín. El vídeo apenas dura doce minutos. Suficiente para conseguir el estado anímico perfecto. 
A las seis y media veo por televisión un partido de fútbol. Resulta de lo más necesario practicar, de vez en cuando, alguna actividad física, incluso con pequeños tintes de violencia. El fútbol es sin duda el deporte ideal para mantenerse en forma. Así la salud no se resiente por culpa de una vida excesivamente sedentaria.
Tras el partido, a los acordes de la séptima sinfonía, me doy un baño de agua caliente, y tras elegir traje, camisa y corbata, voy a cenar al Marbella Club. Después tomo una copa en el Old Joy. Una señorita llamada Daisy me entretiene con una conversación inteligentemente trivial. Hablamos sobre la vajilla de porcelana china que ha heredado de su madre. Me pide que vaya a su casa y le confirme su autenticidad.
Y, sí, por supuesto, decido seguir buscando el absoluto. Daisy tiene un piso precioso con balcones sobre las luces azules de la Bahía del Duque. En efecto, la vajilla es de pura porcelana china. Ni una duda al respecto.