Jueves, 18 de enero 2018
Correcciones hasta la una del
medio día. Cuatro horas de trabajo. Un par de llamadas telefónicas. A la una y
media, copa de vino tinto en el bar Cabreira, justo al lado de la plaza del Dos
de Mayo. Hace sol y pongo los huesos a calentar. Marigel me saca del letargo
invernal. Almuerzo en el restaurante Moncalvillo, calle de San Lucas. El menú
es de 16.50 euros. De lo mejorcito que hay en la zona. Paseo digestivo de una
hora. Café en la terraza del Capuccino, frente a la Puerta de Alcalá.
De vuelta a casa, paramos en el
Instituto Cervantes, calle Barquillo. Exposición sobre la vida y obra de Enrique
Jardiel Poncela. La muestra deja mucho que desear. Una vez en casa,
estiramiento de los gemelos para aliviar la fascitis plantar. En la televisión,
película de Roman Polanski: “Luna de hiel”. Magnífica, esplendorosa,
plenipotenciaria. Me refiero, claro, a Enmanuelle Seigner. Una mujer que rezuma
erotismo a través de las costuras de sus vestidos entallados. Un culo soberbio.
Me provoca violentamente. Para colmo de males, está muy bien dirigida por su marido en las
escenas de sexo. Me pregunto cuál de los dos disfrutaría más. Supongo que Peter
Coyote, que es el actor que la magrea y la lame a conciencia. No he leído la
novela de Pascal Bruckner, aunque sí otros libros suyos. No suelen gustarme las
novelas de los filósofos. La película, sin embargo, resulta excitante.
Después
de la derrota del Madrid ante el Leganés, me meto en la cama a leer el diario
de André Gide. Creo entender que Boris Pasternak le dejó el corazón tocado del
ala. Entre líneas se sobreentiende que entre ellos hubo algo más que mutua
admiración. Gide se refiere al encuentro que tuvo lugar durante la visita que
realizó a Rusia, invitado por el gobierno soviético, en 1936.
Gide
también nombra a otro escritor ruso al que no he leído: Isaac Babel, encarcelado,
torturado y asesinado en una de las purgas del padrecito Stalin. Me gustaría
empezar por su diario, pero no está traducido al español. Sí lo está, en
cambio, la novela titulada “Caballería roja” (140 euros en Amazon).
Gide
también menciona a Mijail Koltsov, periodista de Pravda, y uno de los artífices
en España, según dice Koestler en su autobiografía, del Frente Popular. Casualmente,
Koltsov fue también protagonista destacado del terror rojo en el Madrid
republicano. Posteriormente, en agradecimiento a su ardor revolucionario, Koltsov
fue detenido, torturado y asesinado por Stalin.
Lo
curioso es que a la vuelta de su viaje ideológico a la Unión Soviética, Gide
escribe un libro, “Regreso de la URSS”, por el que es reprobado públicamente.
El encargado del vapuleo fue su amigo José Bergamín, en un congreso de
escritores antifascistas que se celebró en Valencia en 1937. Se autocalificaron
de antifascistas porque les dio vergüenza de llamarse comunistas.
Martes, 30 de enero.
Me
traen un paquete a la hora de comer . Se trata del “Diario íntimo” de Benjamin
Constant. Toda la mañana la paso corrigiendo un capítulo de mi última novela. Estoy
de ella hasta por encima del pelo, como decía mi abuela. Después de comer salgo
a dar una vuelta por Madrid. Llego hasta los confines del Paseo del Prado. Después
subo por Montalbán y me siento en la terraza del Capuccino. Me encuentro con mi
amigo José Antonio y hablamos de un artículo que ha escrito sobre la Guerra
Civil. No llegamos a un acuerdo.
De
vuelta en casa veo la película “Terciopelo azul”. Me dejo llevar por las
imágenes, siempre impactantes, de David Linch. No recuerdo haber visto tan
hermosa a Isabella Rosellini. Ni tan deseable a Laura Dern.
Por la noche me llevan a ver la actuación de dos cómicos
andaluces en el Nuevo Apolo. Hay una cola que inunda la plaza de Tirso de
Molina. Quiero decir que el teatro está de gente hasta los adornos barrocos del
techo. En cuanto al espectáculo, no creo que haya en el mundo algo de tan mal
gusto. Jamás había visto tanta chabacanería fluyendo entre el escenario y el patio
de butacas.
A la salida del teatro ceno en una “trattoría” del centro. Espaguetis
a la napolitana. A las doce ya estoy en la cama con el “Diario” de Gide. Me
hace sonreír, sin que sirva de precedente, porque en una de las entradas alude
maliciosamente a Clara Goldschmidt, la mujer de Malraux. Después leo una carta
de lord Chesterfield al hijo ilegítimo que mantiene en París. Le encarga que
compre, en una subasta pública organizada por el señor Araignon-Aperen, ayuda
de cámara de la reina, un par de cuadros de Tiziano. Como en casi todas sus cartas,
lord Chesterfield trata de convertir a su hijo en un hombre de mundo, una
faceta olvidada en la educación de los jóvenes de hoy. El libro se titula
“Cartas a su hijo”, El Acantilado, y vienen como unas doscientas cuarenta
misivas. Casi todas ellas, como digo, de carácter didáctico.
Sobre la una de la madrugada suena el teléfono. Me llevo un
susto de muerte. Es Dora Malengo desde Aspen Mountain, una estación de esquí
situada en el condado de Pitkin, Colorado. Sólo me llama para decirme que ha
encontrado mi última novela, “Baja conmigo al infierno”, en una librería de Aspen.
Una circunstancia que me lleva a creer que los milagros existen.
Viernes, 2 de febrero.
Me
levanto a las nueve, leo el periódico y escribo hasta las dos. Me aburre lo de
Cataluña y apago la televisión. Después de comer damos un paseo. Hace un frío
propio de zonas polares. Marigel se cae en la calle. Justo en la plaza de
Oriente. Es la tercera caída en menos de un mes. Se trata de una torcedura
bastante seria. Hemos tenido que coger un taxi para volver a casa. Encima nos
toca un pelmazo de taxista.
El
pie de Marigel se inflama a cada momento. Nada más llegar le he puesto hielo y
después, antes de vendarlo, una pomada antiinflamatoria Ya veremos como
evoluciona.
Paso
toda la tarde leyendo las “Memorias de Talleyrand”, uno de los grandes
políticos de la historia. Un personaje con mala fama en ciertos círculos intelectuales.
Tengo pensado escribir algo al respecto. Ya veremos.
Después
de cenar veo en la televisión una película policíaca. Ella es Nicole Kidman. Su
presencia siempre consigue hacer memorable cualquier engendro.
En
la cama leo el diario de Benjamin Constant. Se trasluce un tipo amargado y terriblemente
presuntuoso. Me habría caído bien de haberlo conocido. Es probable que sea casi
tan misántropo como yo. El diario de Gide me parece algo más vital. Sobre todo
más sencillo en lo que se refiere al estilo. La lectura de un buen diario es lo
único que ahora soporto antes de dormir. Tampoco me importa que sean cartas. Sobre
todo si transmiten aburrimiento y cansancio. Quiero en realidad que me
confirmen que el autor lleva una vida tan aburrida como la mía. Mañana probaré
con el diario de Jules D´Aurevilly, del que ya he leído bastante. Tampoco deja
traslucir una vida repleta de aventuras. En cambio, recuerdo que Boswell, en su
diario, sin llegar a considerarse como un hombre de acción, deja que pensemos
que llevó una vida algo más inquieta. Incluso se atreve a presumir de lo grande
que la tiene.
Sábado, 3 de febrero
Un repartidor me trae a
primera hora una novela: “Las amistades peligrosas”. Siempre me impresionó el
nombre de Choderlos de Laclós. La novela es de segunda mano y cuesta poco
dinero. La necesito para saber acerca de los títulos y tratamientos en la
Francia del siglo XVIII. Conozco la historia por la película que dirigió Stephen
Frears en 1988. Una historia que empezó siendo prometedora, por lo libertina,
claro, incluso brillante, pero terminó abismándose en una moralidad gravemente provinciana.
¿Qué tendrá la moral que le gusta tanto a la gente?
El pie de Marigel mejora ostensiblemente. Le hago una cura
mañanera, después le preparo el desayuno y, una vez libre de servicios
domésticos, logro por fin meterme en la ducha.
Trabajo
hasta la hora de comer.
Doy
mi paseo vespertino y entro en el bar “Quintín”, calle Jorge Juan, donde me
clavan cerca de cuatrocientas pesetas por un café. Llego hasta la calle Fernán
González, entro en la librería “El desván del libro”. Es una librería de viejo
y nunca se sabe qué tesoro escondido puede uno encontrar. Por dos euros me hago
con “Los Buddenbrooks”, en una edición de la colección Reno de Bruguera.
Una vez en casa, duermo la siesta acunado por el fragor
bélico de una mala película protagonizada por Randolph Scott, el gran amor de Cary
Grant. Con razón se preguntaba Jessie Royce Landis, en “Atrapa a un ladrón”:
¿cuál sería el defecto de un hombre tan completo como Cary Grant? La muy zorra
seguro que ya lo sabía.
Estoy tan cansado que me acuesto cerca de las once. Antes de
dormir leo algunas cartas de “Las amistades peligrosas”. Las que más me gustan
son las de la marquesa de Merteuil, de una maldad exquisita. Creo que me dormí
con una sonrisa en los labios.
Miércoles, 6 de febrero.
De mal humor todo el santo
día. No hay cosa más molesta que dedicarse a los asuntos del dinero, sobre todo
si a mi alrededor respiran personas poco razonables. De vez en cuando,
ejercitar la razón, por muy tedioso que resulte, se hace tan imprescindible
como necesario.
Me ataca la ansiedad en plana calle de Alcalá, según llego a
Cibeles. Es tal la costumbre que me sobrepongo, pero no sin un gran esfuerzo.
Me duelen los dos brazos. También siento una enorme presión sobre los hombros.
Apenas puedo respirar.
Llego
sudando a la oficina de Correos. Me atiende una señora demasiado simpática. No
está uno para un intercambio verbal de idioteces. Franqueo la carta y salgo de
allí a toda velocidad.
En la calle espanto a un par de mendigos negros que me
asaltan. Si algo no soporto en esta vida es que me cuenten historias de un
sentimentalismo intolerable. Ni a Dickens se lo permito. Tan sólo su Mr. Picwick
y sus papeles póstumos merecen mi respeto.
Son casi las dos de la tarde. Hora del aperitivo. De modo
que realizo una parada en un bar de la Gran Vía. Una copa de vino tinto y una
tapa de guacamole. Pero al guacamole lo han sazonado con tanta pimienta que me
arde desde la garganta a los mocasines. Aquella lava volcánica me cuesta, para
colmo de males, más de cinco euros. Me dura tanto el incendio que
vuelvo a parar en otro bar. Uno de la calle Fuencarral. Se llama Orio y me
clavaron más de tres euros por una copa de vino tinto. Un tinto joven. Digo yo
que la botella no llegaría en la tienda a los dos euros. Mi enfado con el mundo
llega a cotas insospechadas.
Después de la siesta, voy al cine con Marigel. Vemos “La
librería”. Lo mejor de la película es que resulta aburridísima. Sin embargo, parece
tan pretenciosa que me hace sonreír. Quiere tratar de libros y sólo consigue
una versión actualizada del cuento de “Blancanieves y los siete enanitos”. Por
lo menos esta vez la historia termina con la victoria de la bruja. Una
pena que el único personaje interesante esté tan mal aprovechado. Me refiero al
que interpreta Bill Nighy, que se salva de la mediocridad por un comentario
jocoso sobre las hermanas Bronté. Lo demás es de una vulgaridad imperdonable.
Después de cenar veo en televisión un documental acerca de
la vida y la obra de Slim Aarons, un fotógrafo de gente guapa, rica y famosa.
Creo que combatió en la segunda guerra mundial y en la de Corea. Slim era uno
de esos americanos altos, bronceados y exitosos, que tanto gustan a las
mujeres.
Me meto en la cama con la marquesa de Merteuil. Qué rancios y
vulgares quedan algunos guionistas y directores de cine respecto a las novela
que adaptan. Cuántos matices se pierden en la pantalla.