Martes, 18 de abril del 2017
Anoche entablé amistad con
una señora inglesa que se vino conmigo a casa. Qué menos que prepararle el
desayuno esta mañana: zumo de limón, café con leche, tostadas, mantequilla y
mermelada de naranja amarga sin azúcar. Se lo sirvo en la terraza. No hace nada
de frío ni de viento ni hay señales de lluvia y el mar está en calma, como una
alfombra de color blanco. Después del banquete nos tomamos sendos sobres de
colágeno y unas pastillas enormes de magnesio. Dicen que el colágeno es bueno
para la piel y el magnesio evita los calambres musculares. Ambas cosas,
incluida la teoría, las pone ella, mi amiga. Casi me atraganto con la pastilla
de magnesio. En cambio el colágeno se licúa con facilidad en el agua y sabe a
fresas silvestres y me gusta.
Quito
la mesa y coloco la loza sucia dentro del lavaplatos. Ella, mientras tanto, se
fuma un pitillo. Desde la cocina percibo el aroma picante del tabaco rubio. Después
le digo que en una hora tengo concertada una entrevista con un escritor. Responde
que, si no me importa, me espera tranquilamente en casa, leyendo cualquier
libro que yo le preste. A no ser, continua diciéndome, que mis planes sean
otros y desee que desaparezca de mi vida.
Al
principio como que estoy por la desaparición, pero luego recuerdo lo bien que
lo he pasado con ella y le ruego que se quede. Después pienso un libro para
dejarle. Enseguida me viene el nombre de la inglesa a la cabeza: Clarissa, y con
arreglo a este nombre se me ocurre que el mejor libro para ella, desde mi punto
de vista, puede ser “Diario de una dama de provincias”. Es un libro que me ha
regalado una amiga que se llama Lina, una fanática de la literatura femenina, sobre
todo de Virginia Woolf, aunque este “Diario” no es de la Woolf sino de E. M.
Delafield, seudónimo de una tal señora Dashwood. Algo me dice que este libro convertirá
su espera en algo más leve. Es lo que le digo al entregárselo. Ella se limita a
sonreír y a darme un beso en la mejilla.
Pues bien, el escritor con quien estoy citado se llama
Chester Himes. Tolo el mundo lo conoce. Bueno, no todo el mundo, tan sólo los
buenos lectores y la gente de Moraira, provincia de Alicante, que es el pueblo
donde vivió los últimos quince años de su vida. Hemos quedado aquí en Marbella,
en la cafetería del Hotel Vinci. Pido un café con leche mientras espero. Me siento
detrás de un ventanal desde donde se ve el mar. Uno nunca se cansa de
contemplarlo. Además, la imagen del mar cambia al variar la atalaya.
El
escritor llega quince minutos tarde. Es un hombre de frente amplia y de pómulos
muy marcados. Tiene los ojos hundidos, pero terriblemente brillantes. No es muy
alto. Viste un traje de lino de un gris claro y la camisa es blanca de rayitas
rojas, casi imperceptibles, verticales. Se disculpa y justifica la demora a cuenta
del tráfico. Me dice que prefiere sentarse al aire libre. Llamo al camarero y
le informo de nuestro traslado a una mesa del jardín.
El
señor Himes pide una taza de té con leche. Me dice que cuando estaba vivo sus
preferencias iban más por la cosa alcohólica, pero que de muerto se ha aficionado
al té y lo toma a todas horas, incluso por la tarde, como los ingleses. Confiesa
que es una afición que le ha contagiado Graham Greene, que vive en su misma urbanización.
Graham, me dice, no ha probado ni gota de licor desde que murió, y sólo se ha
ido de putas un par de veces, dos excusiones nocturnas que le han costado
muchos puntos, puntos que tendrá que recuperar espiando para la causa.
Después
de tanto esoterismo le pregunto que si con el té no le apetecen de esas pastas redondas
con una guinda roja en el centro. Acepta encantado. Otra cosa que para mí se ha
convertido en un vicio, las pastas, me dice, y por eso ahora cortejo a la señora
Dalloway, que tiene unas manos primorosas, no sólo para las flores, sino para toda
clase de dulces. Le digo que, según mis informes, sus aficiones, cuando estaba
vivo, eran muy distintas. Y tanto que eran distintas, me contesta: cuando
estaba vivo lo que prefería era el champán y el caviar. ¿El champán y el
caviar? Naturalmente, el champán y el caviar eran mis vicios más
queridos. Los tomaba por mañana, por la tarde y al llegar la noche. Y, después,
como final de fiesta, me gustaba fumarme un “habano”. Los tres únicos vicios
que saqué de la cárcel. ¿Se acostumbró al caviar en la cárcel? Así fue, amigo
mío, y sabe gracias a quién. Pues nada menos que a Al Capone, que estuvo
conmigo un tiempo, no recuerdo cuanto, en la cárcel de Atlanta, antes de que lo
trasladaran a la de Alcatraz, donde se volvió loco por culpa de la sífilis. Además
de un buen putañero, lo mismo que Graham, Capone era un auténtico sibarita y
nadie supo jamás qué funcionario le proveía de todos los lujos. El caso es que
yo le hice varios favores dentro del talego y, a cambio, ese santo me recompensó
con estas pequeñas bicocas que le digo.
Cuando
en 1937 me concedieron la libertad, me di cuenta de lo bien pagado que estuve.
Menos mal que al poco tiempo, gracias a mi primera novela, “Por el pasado
llorarás”, me hice famoso y empecé a ganar el dinero suficiente para seguir con
mis vicios preferidos. No obstante, una vez muerto, y a pesar de que donde
estoy tengo a mi disposición todo el caviar y el champán que se me antoje,
ahora mis vicios han dado un giro a lo Copérnico. Quiero decir que al caviar y
al champán los he sustituido por el té y las pastas de la señora Dalloway. Incluso
he dejado de fumar. ¿Qué le parece? Me he convertido en un aristócrata inglés
de lo más estirado y aburrido, aunque en la versión negra de Jefferson, Missouri.
Entonces va y suelta una carcajada que hace temblar los mimbres de todas las
butacas del jardín. Nunca he visto unos dientes más blancos y grandes que los suyos.
A decir verdad no debería reír así, me dice, los negros hemos de reprimir
nuestra risa para que los blancos no nos tomen por bufones.
Nunca
le tomaría por un bufón, señor Himes, sino por un gran escritor. En mi opinión,
uno de los mejores escritores americanos del siglo XX. Yo diría que ha llegado
usted a la altura de Faulkner. Menos mal que no ha dicho a la altura de
Hemingway, como me solían decir entonces, ya que a la altura de Hemingway llega
cualquiera que sepa juntar dos palabras. En realidad no quiero que me coloquen a
la altura de nadie, pero si lo hacen me halaga estar al menos al lado de
alguien que sea de mi gusto. Y Faulkner, desde luego, no deja de ser una buena
compañía.
Después
hablamos del resto de su obra y también de su estancia en Moraira, el pueblo de
la provincia de Alicante del que se enamoró la primera vez que lo vio,
eligiéndolo para pasar sus últimos años de vida. También me dice que huyó de América
para no tener que soportar la humillación y la vergüenza del racismo sureño. Estaba
tan indignado que salir de aquel país, mi propio país, fue una liberación para
mí, como si me hubiera despojado de un montó de grilletes.
Chester
Himes me parece un hombre feliz. Pienso en ello cuando, desde su descapotable
amarillo, vuelve a sonreír con todos sus dientes y me dice adiós con la mano.
Un estilo de coche ese descapotable que le va como anillo al dedo. No sabría
decir por qué.
Cuando
llego a casa, Clarissa me dice que se ha tomado la libertad de organizar una
fiesta. Resulta que ha utilizado mi listín telefónico, además de su propia
agenda, para llamar a todos mis amigos y a buena parte de los suyos. Al parecer
les ha convocado para las diez de la noche.
Me dice que ella misma se va a encargar de las flore y de las pastas. Entonces, extremadamente
mosqueado, fue cuando se me ocurrió formularle la pregunta del millón de dólares.
Perdona, Clarissa, ¿tú sabes cómo demonios se hacen las pastas inglesas? ¿Te
refieres a esas que son redondas y llevan una guinda en el centro? A esas, precisamente,
me refiero. Pues resulta que esas pastas son mi especialidad culinaria. Un escritor
americano, muy amigo mío, está empeñado en casarse conmigo sólo por cómo me
salen. ¿Conoces a Chester Himes? Cuando quieras te lo presento.