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20 de octubre de 2016

PRINCIPE DE LIGNE
Diario, 19 de octubre

Esta mañana ha sonado el teléfono más de lo necesario. Por lo menos cuatro veces, pero ninguna llamada era de Dora Malengo. Aún así no me atrevo a dejarlo descolgado por si ella, en un arrebato caritativo, se apiada de mí. Uno, que está dispuesto a compartir con Dora todo lo que queda del día, como el mayordomo y el ama de llaves de la película, aún tiene la esperanza de ver su silueta al otro lado de la cancela.
Mientras tanto el trabajo que no cesa. Vuelvo a leer “Las verdes de colinas de África”, “Las nieves del Kilimanjaro” y “La vida corta y feliz de Francis Macomber”, las tres historias que Hemingway escribió sobre su primer safari en África. Aún trato de encontrar la excelencia que lo llevaron a conseguir el Premio Nobel de Literatura. No obstante, tras la ocurrencia de la Academia Sueca de concedérselo a Bob Dylan, creo que el de Hemingway queda desgraciadamente  más que justificado.
El sábado dormí en San Fernando. Sobre las diez, cuando me dirigía a Cádiz para cenar en “El Faro”, me vi encerrado en una calle por culpa de una carrera pedestre organizada por el ayuntamiento de esta localidad. Estuve más de una hora encerrado en el coche, viendo pasar sombras que corrían en calzoncillos. El agente municipal no supo resolver mi problema y la cena con mis amigos se fue al traste. Llegué a los postres. Todo sea por el refinamiento cultural de un pueblo tan pétreamente salinizado.
Después, durante un paseo nocturno por Cádiz, fui abroncado por otros dos agentes municipales que, delante de la catedral, me sorprendieron tocando unas piezas esculturales de Henry Moore. Les expliqué que hay esculturas que precisan de dos sentidos, la vista y el tacto, para ser admiradas en su plenitud. Sin embargo, estaba prohibido tocarlas y debieron tomarme por un gamberro, ya que en su mirada presentí unas ganas irrefrenables de encerrarme en alguna mazmorra. Les dije que hicieran de mí lo que quisieran, excepto llevarme en presencia de don Kichi, el excelentísimo alcalde de la ciudad. No hubiera podido soportar la luz cegadora de sus ojos, más ese glamur y donosura aristocráticos que envuelven toda su persona, desde la permanente hasta los coturnos de bailarín de claqué.
Ninguna noche he dejado de leer al príncipe de Ligne, cuyos aforismos siempre me reconfortan, además de advertirme que para un escritor la imaginación lo es todo y que se suele activar simplemente al cruzarse uno de brazos. Tanto lo he leído que, que sólo por corresponder a mi interés, el príncipe, ayer mismo, ha tenido a bien hacerme una visita de lo más oportuna a la hora del almuerzo. Hemos comido aguacates, salmón marinado y filetes rusos con puré de patatas. Era la primera vez que mi invitado probaba los rusos. El nombre le hizo tanta gracia que se pasó la sobremesa hablándome de Catalina la Grande, a quien acompañó en su visita a la península de Táuride, una vez que los rusos se la arrebataran a los turcos. Claro que este nuevo zar de hoy llamado Vladimir Putin, surgido de los burdeles estalinistas del KGB, acaba de robársela a los ucranianos ante las narices atónitas de Occidente. El príncipe de Ligne, que era íntimo de Catalina, no paraba de sonreír ante esa figura ridículamente napoleónica que de momento es efigie de veneración para el pueblo ruso. 
Después del tercer café, el príncipe me contó que un día la emperatriz le preguntó acerca de cómo se la imaginaba antes de conocerla. El príncipe le contestó que siempre había creído que era grande, fuerte, con los ojos como estrellas y con un gran culo. Bueno, pues no lo envió a Siberia. Ella aceptó la broma de buen grado y se supo que de vez en cuando se reía a solas acordándose de la respuesta.
Hablando de culos, no hay como leer a Bukowski para pensar que la vida es un enorme trasero de mujer. Lo digo porque antes de cenar se me antojó leer uno de sus cuentos, aquel que se titula “De cómo aman los muertos”. Son varias historias distintas con el mismo personaje, el propio Bukowski, claro está. En todas salen prostitutas, hay exceso de sexo, alcohol y violencia. El día que Dora viva conmigo, alguna noche, no todas, le leeré uno de estos relatos tan rebosantes de vida y esperanza. La literatura no termina en Marcel Proust, aunque muchas veces haya pensado todo lo contrario. Como decía Baudelaire, tenemos derecho a contradecirnos cuantas veces nos apetezca. El derecho a contradecirse forma parte de toda esa lista de derechos que la izquierda política esgrime tanto como elude cuando gobierna. De modo que hoy me corresponde un instante de contradicción. Ya veremos mañana.
 

        
        
        
          


7 de octubre de 2016

COLETTE
Miércoles, 5 de octubre

Todas las mañana me columpio entre la duda de elegir tostadas con mantequilla y mermelada o rociadas con aceite de oliva. Hoy he preferido untar mantequilla. Después he dado un paseo por la playa de más de una hora y, tras la ducha, he mirado el correo. Dora Malengo sigue sin escribirme. Sé que ha estado en Nueva York, paseando por Central Park. Lo sé gracias a una fotografía suya que he visto en Hola. La última vez que la vi en persona fue en Roma, cruzando la plaza de España, pero su paso en plan cometa Halley sólo logró dejarme paralizado, como un colegial, sin la energía necesaria para correr detrás de ella.
         Escribo durante lo que queda del día, salvo tres horas que utilizo para comer, dormir la siesta y ver una película: “El extraño caso de Benjamin Button”. Una película que es un canto a la resignación a todo lo que la vida tiene de irremediable. Pues bien, salvo por esas escenas tan desagradables de la moribunda, el resto de la cinta me parece delicioso. Curiosamente, el cuento de Scott Fitzgerald, aunque marque la idea principal del argumento, nada tiene que ver con el desarrollo posterior de la historia. Ocurre lo mismo con ese cuento de Hemingway titulado “Los asesinos”, que tan sólo ocupa los primeros cinco minutos de la película, “The Killers”, dirigida por Robert Siodmak y cuyo guión fue escrito por Anthony Veiller.
         Como el otoño está siendo de lo más jacarandoso, después de cenar salgo a dar un paseo. Casualmente, sentado en un banco de la Alameda, frente al casino, me encuentro a mi amigo José Antonio. Me invita a sentarme y acepto encantado. De entrada la conversación no puede ser más interesante y culta. En primer lugar llegamos a la conclusión, después de barajar varias opciones, de que la caoba es la madera con que se fabrican las ruletas. En realidad, la de cerezo era nuestra segunda opción, cabalgábamos a lomos de esa duda, pero zanjamos la cuestión gracias al teléfono móvil de un camarero. Lo mismo nos ocurrió al dirimir acerca del material que utilizan para fabricar las bolas de la ruleta. En un principio los dos estuvimos de acuerdo en que están hechas de marfil, pero de nuevo el mismo teléfono nos informó de que hace ya algunos años que el teflón ha sustituido al marfil. ¿Pero qué carajo es el teflón? Pues nada menos, siempre según la información telefónica, que una especie de polímero compuesto por cuatro átomos de flúor y dos de carbono, muy utilizado al parecer para fabricar sartenes de fondo antiadherente. Lo que quiero decir es que ahora los teléfonos móviles son lo que para los griegos fue el Oráculo de Delfos.
Luego pasamos a hablar del tiempo, que es lo reglamentario en estos casos, para llegar a la conclusión unánime de que el “calentamiento global” nos ha cogido demasiado mayores, pero que se agradece sobre todo por la mejora del reúma y otros achaques derivados de las bajas temperaturas. Al final acabamos la conversación hablando de mujeres, tema tan reglamentario como el del tiempo, confesándonos el uno al otro que nuestro principal problema en dicha materia, no solo es el fenómeno de la gravitación de Newton, sino nuestra total y absoluta invisibilidad.
Cuando a las dos de la mañana regresé a casa, leí unas páginas de la biografía de Colette. Una mujer sin duda muy particular, pero que físicamente, según las fotografías de la época, me deja completamente al pairo. Ahora me gustan las mujeres en estado virtual; no son más cariñosas que las de carne y hueso, pero sí mucho más reales y apenas te dan problemas. "Cuando mi cuerpo piensa en ellas, mi carne se llena de alma". Esta es una frase de Colette que acabo de apropiarme. Porque desde un punto de vista literario, esta señora siempre tuvo algo que decir y con buen estilo. Al contrario que su señor marido, ese tal Willy, un depravado sexual según cuentan de él las crónicas de la época, que lo ponen como no digan dueñas. Por otro lado, Colette es la única mujer que conozco que trató de salvar su matrimonio acostándose con la amante de su marido. Claro que vaya a usted a saber si el discurso de ese método no está más generalizado de lo que uno supone. Habría que preguntárselo al teléfono móvil del camarero.