PRINCIPE DE LIGNE
Diario, 19 de octubre
Esta
mañana ha sonado el teléfono más de lo necesario. Por lo menos cuatro
veces, pero ninguna llamada era de Dora Malengo. Aún así no me atrevo a
dejarlo descolgado por si ella, en un arrebato caritativo, se apiada de mí. Uno, que
está dispuesto a compartir con Dora todo lo que queda del día, como el
mayordomo y el ama de llaves de la película, aún tiene la esperanza de ver su
silueta al otro lado de la cancela.
Mientras
tanto el trabajo que no cesa. Vuelvo a leer “Las verdes de colinas de África”,
“Las nieves del Kilimanjaro” y “La vida corta y feliz de Francis Macomber”, las
tres historias que Hemingway escribió sobre su primer safari en África. Aún
trato de encontrar la excelencia que lo llevaron a conseguir el Premio Nobel de
Literatura. No obstante, tras la ocurrencia de la Academia Sueca de concedérselo a Bob Dylan, creo que el de Hemingway queda desgraciadamente más que justificado.
El
sábado dormí en San Fernando. Sobre las diez, cuando me dirigía a Cádiz para
cenar en “El Faro”, me vi encerrado en una calle por culpa de una carrera pedestre
organizada por el ayuntamiento de esta localidad. Estuve más de una hora
encerrado en el coche, viendo pasar sombras que corrían en calzoncillos. El
agente municipal no supo resolver mi problema y la cena con mis amigos se fue
al traste. Llegué a los postres. Todo sea por el refinamiento cultural de un pueblo
tan pétreamente salinizado.
Después,
durante un paseo nocturno por Cádiz, fui abroncado por otros dos agentes
municipales que, delante de la catedral, me sorprendieron tocando unas piezas
esculturales de Henry Moore. Les expliqué que hay esculturas que precisan de
dos sentidos, la vista y el tacto, para ser admiradas en su plenitud. Sin embargo,
estaba prohibido tocarlas y debieron tomarme por un gamberro, ya que en su
mirada presentí unas ganas irrefrenables de encerrarme en alguna mazmorra. Les
dije que hicieran de mí lo que quisieran, excepto llevarme en presencia de don
Kichi, el excelentísimo alcalde de la ciudad. No hubiera podido soportar la luz
cegadora de sus ojos, más ese glamur y donosura aristocráticos que envuelven
toda su persona, desde la permanente hasta los coturnos de bailarín de claqué.
Ninguna
noche he dejado de leer al príncipe de Ligne, cuyos aforismos siempre me
reconfortan, además de advertirme que para un escritor la imaginación lo es
todo y que se suele activar simplemente al cruzarse uno de brazos. Tanto lo he
leído que, que sólo por corresponder a mi interés, el príncipe, ayer mismo, ha
tenido a bien hacerme una visita de lo más oportuna a la hora del almuerzo. Hemos
comido aguacates, salmón marinado y filetes rusos con puré de patatas. Era la
primera vez que mi invitado probaba los rusos. El nombre le hizo tanta gracia
que se pasó la sobremesa hablándome de Catalina la Grande, a quien acompañó en
su visita a la península de Táuride, una vez que los rusos se la arrebataran a
los turcos. Claro que este nuevo zar de hoy llamado Vladimir Putin, surgido de
los burdeles estalinistas del KGB, acaba de robársela a los ucranianos ante las
narices atónitas de Occidente. El príncipe de Ligne, que era íntimo de
Catalina, no paraba de sonreír ante esa figura ridículamente napoleónica que de
momento es efigie de veneración para el pueblo ruso.
Después
del tercer café, el príncipe me contó que un día la emperatriz le preguntó
acerca de cómo se la imaginaba antes de conocerla. El príncipe le contestó que siempre había creído que era grande, fuerte, con los ojos como estrellas y con un gran culo.
Bueno, pues no lo envió a Siberia. Ella aceptó la broma de buen grado
y se supo que de vez en cuando se reía a solas acordándose de la respuesta.
Hablando
de culos, no hay como leer a Bukowski para pensar que la vida es un enorme
trasero de mujer. Lo digo porque antes de cenar se me antojó leer uno de sus
cuentos, aquel que se titula “De cómo aman los muertos”. Son varias historias
distintas con el mismo personaje, el propio Bukowski, claro está. En todas salen
prostitutas, hay exceso de sexo, alcohol y violencia. El día que Dora viva
conmigo, alguna noche, no todas, le leeré uno de estos relatos tan rebosantes
de vida y esperanza. La literatura no termina en Marcel Proust, aunque muchas
veces haya pensado todo lo contrario. Como decía Baudelaire, tenemos derecho a
contradecirnos cuantas veces nos apetezca. El derecho a contradecirse forma
parte de toda esa lista de derechos que la izquierda política esgrime tanto
como elude cuando gobierna. De modo que hoy me corresponde un instante de contradicción.
Ya veremos mañana.