JENNIFER JONES
Martes, 21 de septiembre.
Ayer
lunes volví a casa terriblemente cansado, pero lleno de ideas para un nuevo
libro. Sin embargo, hay algo así como un “je ne sais quoi” que me tiene paralizada
la máquina de escribir. No encuentro razones para explicar este impedimento
mental, como si mi viaje a Roma hubiera actuado como agente inductor a la molicie.
Recuerdo aquella contestación de Jep Gambardella, en la película “La gran
belleza”, al preguntarle por el motivo de haber dejado de escribir. Dijo algo así como "salgo mucho por las noches”. A mí también las salidas nocturnas, y mucho
más los viajes, impiden inexplicablemente que durante un tiempo me coloque delante
de la máquina, por muchas ideas que haya recapitulado para seguir con la tarea.
Se pierde ritmo, concentración y ese “sota, caballo y rey” que debe tener toda
rutina que se precie. La rutina es el generador energético de la producción
literaria.
El remedio consiste en no conceder ninguna importancia al
asunto. En particular, cuando este bloqueo temporal aparece en mi vida, como
ahora es el caso, suelo dedicarme a leer sin parar y a escuchar música. Sin
embargo, soy tan inculto en materia musical que ayer descubrí, por ejemplo, que
a Orfeo siempre lo interpreta una soprano. Me refiero, claro está, a esa ópera titulada
“Orfeo y Eurídice”, del gran compositor alemán Christoph Willibald Gluck, a
quien E.T.A. Hoffmann, ese otro gran romántico, dedicó uno de sus relatos
extraordinarios: “El caballlero Gluck”.
También
he descubierto que Proust es todo un experto en materia de celos. Salvo
Shakespeare nadie ha escrito como él acerca de este sentimiento tan importante
en una relación amorosa. Su volumen dedicado a Swann, el primero de los siete,
es un verdadero tratado psicológico. Y no digamos el cuarto volumen, “Sodoma y
Gomorra”, donde disecciona con escalpelo sus propios celos, todos provocados
por el supuesto lesbianismo de Albertina, y también los celos de la propia Albertina
con respecto a él. Proust escribe: “los celos pertenecen a esa familia de dudas
suscitadas, más por la energía de una afirmación que por su verosimilitud”.
También
he dedicado alguna hora a hojear/ojear libros de pintura. El caso es que me ha
llamado poderosamente la atención esa carga tan descaradamente erótica que
tienen los cuadros tanto de François Boucher como los de Jean Honoré Fragonard,
dos pintores franceses del XVIII escandalosamente pornográficos. Tanto me he dejado
los ojos en esas pinturas que me han entrado ganas de olvidarme de las
delicadezas de Proust y volver a leer a Crebillon “fils” o a cualquier otro escritor
francés de los llamados libertinos, que empezaron a destapar sábanas y a rasgar
miriñaques a partir del siglo XVII. Me refiero, claro está, a escritores como
el príncipe de Ligne, el Divino Marqués, Choderlos de Laclos, Pierre de
Marivaux y otros rijosos por el estilo. Curiosamente, la lectura que lord Chesterfield
recomienda a su hijo, que pasa una temporada en París, es la obra nada ejemplar
de estos pájaros tan verderones y de tan mala vida. Digo yo que para estimular las
ganas de vivir en su joven bastardo, algo pavisoso y de poca sustancia anímica según
lenguas de la época. Si alguien duda de lo que digo puede comprobar su veracidad
en el libro titulado “Cartas a su hijo”, del propio lord Chesterfield, todo un
tratado de mundología y buenas maneras.
Después
de soportar una sobremesa a manos de un auténtico “ego mastodóntico" y un
verdadero “dóberman” de la palabra, la película de esta noche, “Duelo al sol”,
ha sido como un bálsamo suavizante para unas meninges que me sangraban a
borbotones. Solamente una discrepancia: elegir a Gregory Peck como el Caín de
los hermanos es un insulto a la inteligencia de los espectadores. Sin embargo,
el que interpreta al hermano bueno, Joseph Cotten, siempre me pareció una
elección acertadísima. No digamos la referente a Jennifer Jones, un verdadero
prodigio de actriz, a pesar de su ligera tendencia a la sobreactuación. La
Jones entiende perfectamente su personaje; me refiero al de la mestiza
ninfómana y algo revoltosa. La verdad es que merece la pena ver esta película
cada cierto tiempo. No obstante, evito preguntarme cómo esta cinta pudo resistir
la intervención de todo ese elenco de directores que, a las órdenes de King
Vidor, la llevaron a cabo. Supongo que O´Selznick trataría de que toda la producción
estuviera al servicio del lucimiento de su señora. Claro que a la vista del
resultado el sacrificio mereció la pena. Ella tan colérica, gatuna y polvorosa.
Un regalito.