No sé muy bien por qué, pero
a mí estos tipos de la Generación Beat me caen bien, no precisamente por beberse
hasta el agua de los pantanos y meterse una farmacia en las venas, sino por su
voluntad firmemente creadora. Han sido capaces de convertir el plomo de su drogadicción
y alcoholismo en el oro alquímico de su producción literaria. El que más me gusta de todos es Jack Kerouac,
sin duda el mejor escritor de esta generación, y para estar casi siempre
borracho, sus libros son de una lucidez aterradora. Maldita sea, este tío tiene
una fuerza narrativa increíble cuando se pone delante de una máquina de
escribir. Truman Capote le llamó mecanógrafo, pero fue al darse cuenta de que él
ya no era el niño bonito de los lectores americanos. Cuando en las librerías
apareció “On the road”, las estrellas literarias del momento comenzaron a
temblar y temieron que su luz se viera eclipsada por la potencia lumínica de
una nueva supernova llamada Jack Kerouac. Una pena que en casi todas las
entrevistas que le hicieron por televisión apareciera con una curda de
campeonato. Así se lo dije cuando le entrevisté el otro día en un bar
neoyorquino que se lama “Harmony”, situado en la 9th E y la 3ª avenida.
Kerouac llevaba puesto una camisa de cuadros rojos y
blancos, una de esas camisas que se ponen los leñadores para ir al bosque y que
él puso de moda entre la juventud durante los años cuarenta y cincuenta. Sin
embargo, no todos ellos vestían el mismo tipo de camisa. La mayoría iba con
chaqueta, camisa blanca y corbata. Hay muchísimas fotografías que lo
atestiguan. William Burroughs, por ejemplo, nunca se quitó el traje ni se
desprendió jamás de su sombrero. Parecía todo un lord inglés a punto de tomar
el té de las cinco, a pesar de que ha llegado a ser uno de los yonquis más
famosos de la Historia.
Eran las siete de la tarde y empezamos con unos martinis. Me
dijo que él fue quien inventó el nombre de “Generación Beatnik” que tanto
éxito ha tenido. Sin embargo le daba la razón a Ginsberg cuando dijo que la
Generación Beatnik no existía, ya que en realidad sólo eran seis escritores:
Burroughs, Ginsberg, Corso, Solomon, Farlinghetti y él. Se reía a carcajadas al
pensar que esa media docena de colgados formaban nada menos que una generación
literaria. Claro que también habría que añadir a escritoras como Diane di Prima
y Joyce Johnson. Pero ni con esas llegamos a merecer la categoría de
generación. Lo mismo les ocurrió a los anteriores de la Generación Perdida, que
eran cinco mal contados. Todo esto viene porque a los a los críticos les gusta
inventarse generaciones a todas horas, me decía sin quitarse el cigarrillo de la
boca y con una habilidad pasmosa para no dejar caer la ceniza sobre la camisa
de leñador. Las generaciones, amigos míos, son un filón para escribir estupideces
acerca de los escritores.
Iba
ya por el tercer martini cuando me confesó que él había muerto por el exceso de
bebida y que estar muerto era mucho mejor que estar vivo, ya que a la mañana siguiente no se padecen
resacas ni se necesita dinero para beber ni te entra una cirrosis de caballo
como la que me llevó al Otro Mundo. Por eso
le digo, amigo mío, que la muerte es lo mejor que se ha inventado desde que el
mundo es mundo. Además de la perspectiva que se divisa desde las alturas.
Le pregunté por lo que quería decir con eso de la
perspectiva y me contestó que todas las circunstancias adversas que le habían
tocado en la vida fueron las que en realidad hicieron de él un escritor de
éxito. Me dijo que a veces la rabia toma el papel de acicate y te espolea hacia
la expresión artística de lo que te quema por dentro. No sé que habría sido de
mi si el borracho de mi padre no nos hubiera abandonado. En ese caso tal vez no
habría emprendido esa huida hacia delante, esa búsqueda del padre como la de
Telémaco en la “Odisea”, y por supuesto que no habría podido escribir “On the
road”, la novela que me dio a ganar tanto dinero y me catapultó a la fama. Le confieso que su argumento no es otra cosa que ese salir al camino por ver de encontrar al
padre desaparecido. Naturalmente, no lo encontré, pero sí descubrí la gran
amistad del loco de Neal Cassady, una personalidad luminosa y llena de energía,
es decir, lo mejor que me pudo suceder para paliar la ausencia de la figura
paterna. Se lo juro, todo un fenómeno de la naturaleza mi buen amigo Neal. Claro
que sin él tampoco habría podido escribir “On the road”.
Lo
peor de Neal es que al final se metió a literato. Quiso pasar a la historia como
escritor, pero el problema fue que no era escritor. Para mí que algún negro le arregló la pblicación de novela. Una novela infumable y siento decir que, por desgracia, un insulto a la literatura. Se
titula “El primer tercio” y, si mal no recuerdo, en España la publicó Anagrama.
El problema es que el muy estúpido se puso a escribir como un notario y le aseguro que Neal no era ningún notario. El lector enseguida
se da cuenta de que el autor trata por todos los medios de escribir pomposo, abandonando
la frescura y espontaneidad que los demás practicábamos. Por ese motivo a Neal
le salió un estilo solemne y barroco, a mil millas del que los demás practicábamos
por entonces. Maldita sea, si parece que quiere redactar la declaración de
derechos humanos. En cambio Allen sí que es bueno. ¿Ha leído su “Aullido”? Hasta
tuvo que soportar un juicio por obscenidad, saliendo absuelto. Para
mí Allen es el mejor poeta americano del siglo XX.
En el bar no paraba de entrar gente. La mayoría de los
clientes no se fijaron en nosotros. Muy pocos conocían a Kerouac. Tan sólo
se fijaron en que había un señor de unos cuarenta años con pinta de jugador de rugby, que bebía un martini detrás
de otro sin apenas inmutarse y moviéndose como un oso enjaulado. Me contó entonces
la entrevista que completamente borracho mantuvo con Fernanda Pivano. Incluso
me dijo que hasta le tiró los tejos y la pobre señora tuvo que salir corriendo
con el magnetófono entre los brazos.
Nos
fuimos enseguida del Harmony. No permitían fumar y Kerouac es de los que encienden
un pitillo con la colilla del anterior. Les recomiendo que vean un vídeo colgado
en internet en el que salen varios miembros de esta generación literaria a la
puerta del bar Harmony. Todos fumando como curachas. Se puede ver a Lucien
Carr y a Francesca, su mujer, con sus
tres hijos; también están Allen Ginsberg, el poeta, y Peter Orlowsky, su eterna pareja; la escritora Diane di
Prima, autora de “Memorias de una Beatnik”; Jack Kerouac y la poetisa
Joyce Johnson, su novia por aquellos años. Confieso que en algún momento he
llegado a pensar que los escritores de la “Generación Beat” deben su gloria a los
infinitos pitillos que se fumaron, a las cataratas de alcohol que se bebieron y a
toda la bioquímica que se metieron en cualquier lugar y de cualquier manera.
Sin embargo ahí está su obra, tan fresca como el primer día, ocupando un espacio muy singular en la literatura universal.