El señor Salinger y yo
estábamos citados en la cafetería del Hotel Biltmore de Nueva York, pero la
primera condición que me puso para ser entrevistado fue que no hablaríamos de “El
guardián entre el centeno”. Por teléfono tenía una voz muy agradable. Yo le
prometí que no le preguntaría nada acerca de su única novela y al final y muy a
regañadientes aceptó verse conmigo en ese hotel tan significativo para él y
para sus lectores. También me advirtió que nada comentaría acerca de su
familia, esposas, novias, amantes, hijos, sobrinos y otras faunas por el
estilo.
Le di mi
palabra a todo lo que me pidió, casi me hizo jurar sobre una Biblia, y así me
prometió que nos veríamos en el Biltmore a las ocho de la tarde. También me
dijo que tuviera preparada la cartera porque llegaría muerto de hambre y
querría cenar. Naturalmente, acepté todas las condiciones que me impuso y
empecé a pensar en cómo le entraría yo para que nuestra conversación fuera lo
suficientemente digna de ser entregada a la imprenta.
Yo sabía muy bien que
Salinger era una calcomanía de ese adolescente llamado Holden Caulfield, el
personaje principal y narrador de “El guardián entre el centeno”. Aunque sin el
encanto del personaje literario. Porque en el fondo, tanto el uno como el otro,
son lo que se dice unos verdaderos misántropos. No he visto en la vida tanta correspondencia
entre la personalidad de un autor y su creación literaria.
En mi opinión, creo que
Salinger no pudo escribir otra novela porque le fue imposible exigirse a sí
mismo un poco más de sinceridad. A Salinger, después de escribirla, no le quedó
dentro ni un suspiro más de sinceridad. Había agotado el cupo. Y es que la
sinceridad, desde mi punto de vista, es una virtud de lo más esencial para
escribir. Yo diría, si me apuran, que imprescindible. Y yo creo que esa novela
es una de las más sinceras que se hayan escrito jamás. Y, en consecuencia, es
sin duda la que agotó la energía creativa de Salinger.
Cuando Holden Caulfield dice
que a él le gustaría ser de mayor ese guardián entre el centeno que evita que
los niños caigan por el precipicio, para mí está diciendo que su verdadera
vocación es la de ángel de la guarda. Una vocación que obviamente se le truncó
por unas circunstancias tozudamente adversas. Y si no pudo convertirse en ese
ángel de la guarda, eligió como alternativa todo lo contrario. Es decir, se
convirtió en un verdadero misántropo. Un ser malhumorado, gruñón y
terriblemente celoso de su intimidad.
A Truman Capote le ocurrió
algo parecido con “A sangre fría”. También
él quiso convertirse en el ángel de la guarda de los asesinos de los Klutter.
Incluso llegó a insinuar que se enamoró de uno de ellos. Sin embargo, terminó
deseando que los colgaran de una vez para poder acabar la jodida
novela. Téngase en cuanta que las apelaciones de los abogados demoraron las ejecuciones así como unos seis años. “A sangre fría” fue la obra que,
como un endriago, maligno y hambriento,
devoró las energías creativas de Truman Capote. Lo mismo que “El
guardián” segó de raíz la carrera literaria de Salinger. Ambos trataron de escribir alguna cosa
después de aquellos dos bombazos editoriales, pero lo que salió de sus plumas en
ningún caso mereció la pena el esfuerzo.
El bar del Hotel Biltmore es
de un lujo excesivo. Incluso yo diría que de un lujo cursi y de muy mal gusto.
Claro que, como decía don Eugenio d´Ors, lo cursi abriga. Pero antes me gustaría
aclarar que el Hotel Biltmore resulta que es el famoso Hotel Edmont de la
novela de Salinger. Un hotel que tampoco corresponde a la humildad que el autor
refleja en el libro. Sobre todo en el capítulo en que un botones se convierte
en proxeneta timador y sacude de lo lindo al pobre Holden. Pero estas
disonancias ocurren siempre que los lectores se vuelven prolijos en sus
investigaciones literarias. Ningún lector debería ir más allá de la historia
que cuenta el autor. Al menos yo no lo recomiendo.
Cuando apareció Salinger por
la puerta del bar, lo primero que hizo fue pararse y mirar detenidamente a su
alrededor. Los demás muertos que estaban en la barra tomando copas se le
quedaron mirando. Ellos sabían de sobra quién era aquella figura alta y de pelo
negro que acababa de entrar. Los vivos fueron incapaces de reconocer a aquel
señor tan elegante. Así que le hice una seña con la mano para que me viera.
Después él se acercó como regodeándose en cada paso que daba. Aparentaba unos
cuarenta años. Casi todos los muertos con quienes hablo aparentan alrededor de los cuarenta años. Las muertas en cambio no suelen ir más allá de los veinte o los
veinticinco. Son los privilegios que conceden en el Otro Mundo.
--¿Le gusta este hotel? –le
pregunté de sopetón, como el que no quiere la cosa.
--No me gusta en absoluto
–me contestó, imprimiendo a sus palabras y a sus gestos la máxima seriedad. Yo
creo que empezó a olerse la encerrona que le tenía preparada--. Y no me gusta
porque aborrezco el lujo.
--Tiene usted razón. Este
hotel me parece demasiado lujoso. Tan lujoso que resulta difícil imaginar que
un proxeneta pueda trabajar en él. ¿No le parece?
--Es posible que un
proxeneta como el de mi novela no cuadre con el lujo de este hotel. Sin
embargo, todo el mundo sabe que los proxenetas se camuflan como los camaleones. Le
aseguro que en cuanto chasque los dedos aparece como una media docena de ellos.
Por cierto me gustaría tomar un coctel
antes de cenar. ¿Le importa?
--En absoluto. Pida lo que
quiera.
--Camarero, por favor,
¿sería tan amable de prepararme un negroni?
Me estuvo hablando del
negroni durante más de una hora. La verdad es que se enfrascó en una
disquisición acerca de las bondades de los cócteles. También me contó que en
vida nunca le gustó beber más alcohol de lo puramente medicinal. Un resquicio
por donde pude colarme y volver a lo que allí me había llevado.
--Para ser usted un hombre
que se bebía su propia orina, sabe mucho de cócteles.
--He aprendido la ciencia de los cócteles después de muerto.
En el otro mundo sirven unos cócteles excelentes. Los hay de todas las clases
que usted pueda imaginar. Y en cuanto a lo otro, recuerdo que hubo como una
docena de periodistas que fueron diciéndole a todo el mundo que yo me bebía min
propia orina. Por el amor de Dios.
--¿No es cierto?
--Pues claro que es cierto,
pero lo hacía cuando enfermaba y por una razón terapéutica. Maldita sea. El
problema es el analfabetismo de la gente y su adicción a los medicamentos y a
toda clase de drogas. Es una máxima de la medicina antigua que aquello que nos
enferma también nos puede curar. Y si en la orina van disueltos esos mismos gérmenes
o esos principios activos que nos han enfermado, aunque ya muy desactivados, al
ingerirlos tienen la propiedad de sanarnos. Cualquier ser vivo de la
naturaleza, orgánico o inorgánico, encierra una dualidad en sí mismo. Esa es la
teoría. De ahí a que a mí me gustase beberme la orina como refresco va un
abismo intergaláctico. ¿No le parece? Por favor, cambie de tema.
--¿Le gusta la música de
John Lennon?
--Ya sé por qué me hace esa
pregunta. Es usted muy listo. Sin embargo, le voy a contestar a pesar de ir en
contra de mis principios. La música de John Lennon me aburre más que cualquier
otra música de este mundo. Odio la música de John Lennon sobre todas la cosas. Aunque
mucho más que su música, odio las letras de sus canciones. Sobre todo la de
“Imagine”. No recuerdo una letra más falsa que la de esa canción. El mundo es
un infierno, amigo mío, y todos esos violines que suenan para auspiciar un mundo
mejor deberían enmudecer al instante. A decir verdad, detrás de cada uno de
ellos sólo hay falsedad y negocio. ¿Alguien ha calculado el dinero que Lennon
ganó con esa canción?
--No lo sé, pero usted se ha
desviado a propósito de lo que yo quería que comentase. Me refiero a que el
asesino de Lennon, Frank David Chapman, llevaba consigo su novela en el momento
de matarlo.
--Ya sé que hay gente que quiere
cargarme ese muerto. Pero tenga en cuenta que de los casi doscientos millones de
ejemplares que se han vendido desde que apareció mi novela, solamente han podido colgarme el caso de Lennon. Si lo llego a saber escribo otra con el mismo tema
para mejorar esos números.
--También dicen que la
actitud de su protagonista estimula a los jóvenes al consumo de tabaco y de
alcohol y también a frecuentar prostitutas. Y, para colmo de males, piensan que les
empuja a faltar a clase y a no pegar ni clavo en los estudios.
--Espero que al pobre Holden
no lo culpen también del ataque a las Torres Gemelas. Le aseguro que si los
imbéciles volaran no volveríamos a ver el sol. Holden Caulfield sólo es un
adolescente, asustado por la vida y afectado por la muerte de un hermano, que tiembla ante tanta estupidez como se le
viene encima. Igual que yo temblaba cuando estaba vivo. Y aquí hemos terminado
todo lo referente a “El guardián entre el centeno”. Recuerde su promesa de no
tocar este tema.
--Cambiemos el tercio pues --le dije. Tendrían que haberle visto el careto que se le puso al muerto--. Usted se hizo amigo de Hemingway en aquel París recién liberado de 1944.
¿Mantuvieron la amistad hasta el final?
--Prácticamente, después de
la publicación de mi novela no frecuenté la amistad de casi nadie. Y mucho
menos la de Hemingway, un auténtico fanfarrón, un bebedor sin ninguna clase de
límites, además de violento y camorrista. Un tipo de lo más peligroso cuando
estaba borracho. Hablaba como si la liberación de París la hubiera llevado a
cabo él solito. Y para colmo de males, me ha parecido siempre que es un
escritor bastante mediocre. En mi opinión, no creo que haya una novela más
falsa que “Adiós a las armas”. Yo lo conocí en París y lo cierto es que salí
algunas noches con él y también con Robert Capa, el fotógrafo, pero me fue físicamente imposible, también anímicamente, seguir el ritmo alcohólico de esos
dos personajes. Y Capa no era un mal tipo, se lo aseguro, pero estaba demasiado
amargado por la muerte de una chica en la guerra civil española.
Salinger y yo cenamos
apaciblemente en el restaurante del hotel. Me habló de lo bien que se lo pasaba
en el Más Allá, asegurándome que tiene las mismas costumbres de cuando estaba vivo. Es decir, apenas sale de casa y escribe todo lo que le da la gana. Pero que su mayor gozo es que ya no siente el reúma y no le duele nada y está
como una rosa. O sea que ya no necesita los lingotazos de orina ni nada parecido. También
me dijo que no echaba de menos a nadie y que morirse había sido lo mejor que le
había sucedido en la vida. Al final me pidió que le llamara Jerome. Y es que los negroni son de efecto retardado.