Mi encuentro con el señor
Algren tuvo lugar en un bar de Detroit, un bar decorado con una exageración de madera falsa, tan falsa como horrible era la calle
donde estaba situado: la avenida Detroit, más propia de un polígono industrial
que de una ciudad moderna. Claro que Detroit ya ni es una ciudad moderna ni mucho
menos antigua, sino todo lo contrario. Quiero decir que sólo es el recuerdo de
lo que fue y una promesa de lo que jamás volverá a ser.
Hasta los clientes del bar
parecían aún más fantasmales que el propio Algren, que ese sí que era un
fantasma de lo más profesional, ya que murió en Long Island a principios de los ochenta, si
mal no recuerdo. Dicen que, cuando mueren, todos los americanos que han sido buenos y ricos van a Long Island. Pues bien, Algren ya estaba instalado allí
cuando murió, supongo que en una de esas mansiones para millonarios que salen
en las películas. Creo que Ring Lardner y Scott Fitzgerald vivieron no muy
lejos de la casa de Algren, aunque algunos años antes. Tal vez como unos cuarenta o
cincuenta de diferencia. Sin
embargo, como la cosa se dirime pacíficamente entre muertos y, según cuentan,
para ellos no existe el tiempo, se podría decir que
los tres no sólo fueron vecinos bien avenidos, sino que lo son ahora y se
llevan como hermanos, que no es tampoco garantía de nada.
Eran las ocho de una mañana
lluviosa. Nelson Algren es un tipo algo más alto que yo, y, lo que es
imperdonable, mucho más joven y rico. Por experiencia sé muy bien que los muertos
escogen para manifestarse el aspecto que más les favoreció en vida. Y
Nelson Algren no ha sido ninguna excepción a la regla. Pues bien, se trata de un tipo de unos cuarenta años, delgado y fibroso, con un rostro algo rubicundo de piel, haciendo juego con su
pelo. Además transpira no sólo juventud sino una serenidad envidiable. En realidad es
uno de esos tipos viriles que tanto gustan a las mujeres, aunque con un halo de ingenuidad en su mirada
neblinosa de miope. Sólo las gafas le atemperan ligeramente la rudeza y le otorgan
el aspecto del gran escritor que siempre ha sido. A decir verdad no me extraña en absoluto que una mujer tan exigente en todos los ámbitos como Simone de Beauvoir se
enamorara perdidamente de él.
--¿No me irá a preguntar por
mi relación con Simone? No sabe usted cómo me decepcionaría.
--Entonces, dejemos las
decepciones para el final. ¿Le apetece un café con leche?
--Prefiero un whisky, si no
le importa.
--No le parece demasiado
temprano para empezar la fiesta.
--Esta copa no es la primera
del día, sino la última de la noche. Hay una gran diferencia.
--Se me parece usted a varios
de sus personajes.
--Es que ahora soy todos
ellos. El alma de un escritor muerto se funde con las almas de los personajes
que llegó a crear en vida. Ahora mismo puedo ser el que más le apetezca que sea. Ese es el
motivo de que después de morir me haya ido a vivir a los barrios bajos de Nueva
Orleans.
--Creí que vivía en Long
Island.
--El que vive en Long Island
es el relamido de Fitzgerald. No sé si sabrá que nada más morir se convirtió en
Jack Gatsby y, según me han contado, todos los sábados celebra una gran fiesta
en los jardines de su mansión. Ahora está esperando a que se muera Mia Farrow
para ser completamente feliz.
--¿Qué tienen de atractivo
los barrios bajos de Nueva Orleans para que se haya decidido vivir allí?
--La música negra, claro está. Y le juro que también soy exageradamente feliz entre macarras,
soplones, prostitutas, timadores, proxenetas, borrachos, drogadictos, tahúres,
pederastas, camellos y músicos de jazz. Al fin y al cabo, es la clase de
mundo en que viví desde que mi madre me parió, un mundo que luego yo forjé en mis novelas. Le juro que no sabría ser feliz en otro lugar ni con otra gente.
--¿Entonces, qué hacemos en
Detroit?
--Detroit es mi ciudad natal
y lo he citado aquí porque quería echarle un vistazo por ver más que nada cómo
ha quedado después de la quiebra del 2007.
--¿Y que le ha parecido?
--Que por fin ha adquirido
un aspecto magnífico. Lo cierto es que siempre fue una ciudad de una fealdad
incomparable, pero esta quiebra providencial y esta soledad consecuente han hecho de ella una ciudad bellísima, surrealista, maravillosamente fantasmal. Le confieso que paseando por sus calles vacías casi me encuentro como en casa,
aunque le puedo asegurar por experiencia que en el Otro Mundo existen ciudades
más pobladas y, por lo tanto, menos fantasmales que ésta.
--Sin embargo, usted
prefiere Nueva Orleans.
--Cómo no voy a preferirla. Nueva
Orleans es la ciudad del mundo cuyos bajos fondos son estéticamente de una belleza incomparable y, por supuesto, tan inmorales como los de cualquiera. Tenga en cuenta que a esta pequeña
comunidad de marginados y delincuentes, casi todos ellos de una vocación a
prueba de bomba, les acompaña como música de fondo el mejor repertorio de blues
y de jazz que pueda sonar en el Universo. Le aseguro que Nueva Orleans, cuando se echa la noche sobre sus tejados, se convierte en una ciudad teñida por el color violeta de sus bares, surgiendo de sus entrañas todo un océano variadísimo de personajes, tipos a cual más diferente de
todo modelo humano que pueda imaginar.
--Pensé que usted era un
escritor políticamente comprometido y que escribía sobre estos barrios marginales
por llevar a cabo una crítica social.
--Al principio así fue,
incluso me afilié al Partido Comunista, pero enseguida me di cuenta de la estafa
de esta ideología, castradora hasta la barbarie de cualquier clase de libertad. Así que mi idea sobre
el mundo empezó a variar desde la política a la estética. En
realidad, fui sincero conmigo mismo y me di cuenta de que el mundo me gustaba
tal como era. Pienso que el mundo debe ser variado, ecléctico, un lugar donde puedan tener
cabida todos los colores del arco iris. Lo mismo debería ocurrir en la literatura. ¿Se imagina usted
si todos los escritores escribieran como Proust y sus temas rebosaran de duquesas de Guermantes, paseos por los Campos Elíseos, cortesanas carísimas
como Odette de Crezy, noches parisinas en el Teatro de la Ópera, actuaciones de
la Berma, dandis como el marqués de Charlus y, sobre todo, una taza de té con la
magdalena del cuento? La literatura no puede ser prisionera ni del
romanticismo ni del realismo ni del naturalismo ni de cualquier otro istmo que
a usted se le antoje. La literatura tiene que hacerse cargo, con más o menos
acierto, de todos y cada uno de los ambientes de este mundo, desde los más bajos, sucios y
rastreros, como se dan en mi obra, hasta la estética más aristocrática y de buen gusto, como en La Recherche de Marcel Proust, por otro lado la obra más sublime y el mejor escritor
de todos los tiempos, si es que en algo vale mi opinión. Sin embargo, amigo mío, tanto si describimos un ambiente como otro, en el fondo terminamos reflejando tragedias y pecados idénticos. La diferencia que hay entre seres humanos digamos que es puramente
estética, ya que en sus corazones anida siempre la misma virtud e idéntica miseria.
--No obstante, en mi opinión,
se pasó usted de la raya en esa novela que tituló “Un paseo por el lado
salvaje”. ¿No le parece? Demasiada suciedad y sin un claro donde el
lector pueda aliviarse, descansar y desprenderse de la porquería que le han volcado encima. Además, todo el mundo dice de esta novela que lo salvaje
radica principalmente en su estructura narrativa, ya que los personajes surgen
y desaparecen como por encanto o a su libre albedrío, como si usted se fuera inventando la historia según la escribe.
--Mi novela transcurre como si fuera la vida
misma. Tenga en cuenta que los acontecimientos de nuestra existencia sólo están
ordenados en el tiempo, pero los personajes que intervienen van y
vienen, entran y salen, sin otra razón
que sus propios intereses o los nuestros. La mayoría de los personajes con los
que compartimos la vida no tienen la obligación de perpetuarse a nuestro lado y
la mayoría suele evaporarse sin dejar su nueva dirección. De modo que si esta novela
no cumple el requisito de tener una trama más o menos lógica, sí al menos se
asemeja con más exactitud a lo que en realidad es el normal transcurrir de la
vida. Sin contar, naturalmente, con la infinita variedad de imágenes que sugiere, desde las más románticas a las más escatológicas. Se podría decir que esa novela, "Un paseo por el lado salvaje", es una novela concebida puramente en imágenes, y así es como hay que leerla. Yo creo que Dmitrik perdió una gran oportunidad de hacer una magnífica película.
--Es verdad, la novela fue llevada al
cine por Edward Dmitrik con el título en español de “La gata negra”. ¿Entonces, no le gustó la adaptación cinematográfica?
--John Fante, que fue el
guionista, me llamó para decirme que la historia, tal como yo la había escrito, era imposible llevarla a la pantalla. De modo que se limitó a
utilizar ciertos personajes, inventarse otros nuevos y con ese material construir una
trama más o menos lógica, aunque inexistente en la novela. De modo que si
analizamos la película como una obra independiente, se la podría considerar
como de un acabado aceptable. Pero no me gustó que confiriese a los bajos fondos de la vieja Nueva Orleans un
barniz de buen tono, casi aristocrático, y sin un ápice de esa estética
barriobajera, chillona y de mal gusto con que están teñidos los personajes y los ambientes que
yo inventé. Fíjese que hasta el mismísimo Oliver, un chulo de metro y medio, feo y
repugnante, aparece en la cinta vestido de smoking y con la facha de un galán de Hollywood. En mi opinión, la película podría estar rodada tanto en el mismo balneario
de Marienbad como en un club nocturno de Baden Baden. En cualquier lugar menos
en Nueva Orleans. Creo que Dmitrik tiró a la basura un montón de imágenes magníficas que le novela le puso en bandeja. Una pena.
Nelson Algren se marchó sin
querer responder a las preguntas que le formulé acerca de otra de sus novelas
más famosas, “El hombre del brazo de oro”, ni tampoco quiso decir ni media
sobre sus relaciones amorosas con Simone de Beauvoir, una mujer de mucha
exigencia, según el decir de los que la trataron. No obstante, me prometió concederme otra
entrevista en cualquier otro siglo, adelantándome que hablaremos de lo que me venga en gana, incluso de la
voracidad de su famosa amante francesa. La verdad es que Algren
despareció de mi vista como la mayoría de sus personajes novelescos, es decir, casi
a la mitad de nuestra conversación, dejándome con la palabra en la los labios.
Algo así como a la francesa.